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Rostro y enigma

Por: Margarita Losada Vargas

“Lo único que nos queda es lo que damos”, me dijo mi abuelo mientras miraba fijamente un árbol de guayaba que nacía en el patio de la casa. Su mirada atravesaba el árbol y observaba con entrega ese tipo de cosas que solo pueden ver los que trascienden. Sí, insistió, el que da concede, facilita, provee, y a través de ese acto, construye el todo que somos, desteje la red, exhala, alimenta el aire que respira de nuevo y lo mantiene vivo. El que da se despoja, arroja algo de sí mismo que luego vuelve transformado en, una hoja, un recuerdo, un pedazo de pan, de lluvia, de olvido, una fresa… Dar es abastecer el latido del otro para empezar a desatarse, para empezar a ser libre, porque el que da crea, y el espíritu del creador es el que más se parece a la libertad.

Crear, volverse la causa de algo, -pensé-, permitirle ser a lo que no es. Nombrar, por ejemplo, decir una imagen, una emoción, un desacuerdo, es encarnar el acto poietico, es hacer, es construir desde la falta que somos, porque el que nombra carece, y justo desde esa carencia, la capacidad de nombrar nos convirtió en pequeños dioses, nos hizo creer que teníamos la facultad de darle forma verbal a cada imagen, a cada acontecimiento, para disipar tanta hambre.

 ¿Quién dijo la primera palabra? ¿en qué momento el pacto, el acuerdo? ¿desde cuándo el lenguaje, esa institución normalizadora que sostiene el discurso, la convencionalidad? Cada palabra fue y será una revuelta, un acto de poder autoritario, pero a la vez subversivo, porque nos adjudicamos el derecho a nombrar, pero nos nombran también arbitrariamente, o ¿alguno de nosotros, en el comienzo más remoto, pudo decidir cómo llamarse?

Nos vimos en la obligación de compartir un sistema lingüístico, un conjunto de expresiones con sus respectivas normas y límites, pero dentro de ese marco de referencia abrimos una brecha y escribimos poesía, la leímos o la sentimos en cada experiencia y con ella, transgredimos, transformamos la serie semántica habitual de las palabras, convertimos el lenguaje en un aparato polisémico, forjamos y modificamos esa lengua natal que se nos impuso y nos castra.  Entones, si para el superhombre Nietzscheano fue indispensable dar muerte a Dios, la labor del poeta consiste en tomar distancia del lenguaje, asumir una posición en la que pueda poner en práctica el ejercicio de una “libertad” en la que el sujeto cree su propio sistema de expresión y de valores, un lenguaje otro que dialogue con lo esencial de la vida misma y de la experiencia humana.  Las palabras aquí son asimiladas por el poeta ya no desde un punto de vista pasivo -como el de la mimesis de los clásicos, el oscurantismo de la Edad Media, o el sistema económico y político que impera en nuestro siglo por ejemplo-, sino por el contrario, desde una posición activa a partir de la cual sea posible crear un discurso que decodifique, que le otorgue un sentido a las palabras en y desde la “revuelta”, removiendo aquello que obstaculiza la exaltación de la singularidad. 

El lenguaje y su sistema de signos equivale a la ley, se corresponde con la normatividad, situación que entorpece la intención poética  de la que estamos hablando, pues, si para el superhombre la figura de Dios es el obstáculo principal que debe superar para crearse la libertad [1], y si el lenguaje se postula justamente como una figura simbólica de lo que representa Dios para los hombres –ley, norma, moral, deber-, existe entonces el temor de que tal vez si continuamos creyendo en la “gramática" y en todo lo que desde ella se nos impone, ese Dios jamás pueda superarse.  

Así, el acto poético supone la responsabilidad de cuestionar el orden, los valores y los principios de un sistema establecido, promueve invertir los lugares comunes no solo desde la forma del poema sino desde el contenido, y pretende desvirtuar cualquier objetividad a partir del cuestionamiento de la realidad en el que, entre otras cosas,  se busca alterar el significado de las palabras,  poner en evidencia las trampas del lenguaje valiéndose de ellas mismas, para afirmar el nacimiento del creador, pues aquel que cuestiona la figura normativa y desvirtúa el símbolo asociado a la divinidad para dar una muerte conceptual a Dios (es decir, a aquello que rige, demanda, obliga), cobra conciencia de su naturaleza creadora, es su propio señor –como lo propondría Baudelaire-, y configura -a partir de la relativa autonomía que expone en dicha relación subversiva con el lenguaje-, un cosmos nuevo con nuevas formas de expresión y nuevos ideales gestados por él mismo. 

En esta revuelta, el poeta rechaza su propio nombre, se anima a experimentar una suerte de hybris en la que fuerzas subterráneas y apolíneas se debaten y subyacen en el planteamiento ético-estético del poema. La tendencia apolínea y la tendencia dionisiaca logran –más allá de luchar entre ellas- ayudarse, complementarse y consustanciarse.  Lo apolíneo se encuentra dentro de lo dionisiaco; esa pequeña parte está ahí para apoyar al poeta–creador, para alimentar también su fuerza pulsional que se expande y se desplaza de manera constante elaborando un discurso ya no normativo-convencional, sino semiótico [2] asociado al lugar dentro del que se encuentra el plano en el que se mueven y circulan los impulsos que propician el origen un discurso “otro” más allá de la función ejercida por ese gran Padre que nos ocupa y los equivalentes al mismo como la ciencia, un sistema económico, la legislación de un país, la institucionalidad, entre otros. 

De este modo, romper, permear, desestabilizar, cuestionar, impugnar el discurso del pacto, de la masa, reaccionar, desafiar lo disyuntivo, atreverse, arrojarse, dar, deben ser algunas de las acciones que impulsan cada letra que escribimos, cada pregunta, cada imagen, cada acto. Resistir, trascender la forma en la que se nos presenta el rostro, hallar lo que se encuentra detrás de las palabras, perseguir el enigma.    

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[1] Este Dios no se refiere solamente a la figura divina de “Dios”, sino en otros términos, a ese registro axiomático del pensamiento, la moral y la historia occidental.  El dios de la razón, como conquista del “espíritu absoluto”; de ahí que Nietzche proponga El crepúsculo de los ídolos, y “los ídolos” entendidos como las “grandes verdades”, las pretensiones de verdades universales.  Además, no hay que olvidar que en sentido estricto, lo que Nietzsche entiende por “superhombre”, es un “ultra-hombre”, es decir un hombre consciente de la necesidad que tiene de ir “más allá” de sí mismo, un hombre que sabe que lo primero que tiene que superar, es a “sí mismo”.  Lo cual, por supuesto, está en total correspondencia con lo que venimos planteando, en el sentido en que, el lenguaje como “ley” (y como “ley del padre”), como “ídolo”, es sometido a prueba por el yo poético, un yo poético que quiere ir más allá (“ultra”) de la “mismidad” –si pudiera decirse así- del lenguaje.

[2] Todo aquello que estaba antes de la significación, todo lo que estaba antes de que el sujeto fuera atravesado por el lenguaje y empezara a configurar su yo.

Última actualización: 12/11/2019