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Entre los honorables caídos de Quang Tri

El poeta Bruce Weigl en Vietnam. Fotografía tomada de cds.library.brown.edu

Por: Bruce Weigl

No tengo mucho tiempo que perder, así que voy a decir esto con toda claridad.  Siempre he creído en el poder de los relatos que nos transportan, trascienden lo cotidiano, y nos entregan al universo de la imaginación donde todo es posible.  Aunque debo añadir que más tarde, durante mi vida de escritor, descubrí también su poder de salvación. La que contaré es una de esas historias.

En diciembre de 1967, yo era apenas un chico de dieciocho años que no sabía lo que era odiar, a pesar de lo que hubieran querido transmitirme en los entrenamientos básicos militares de lucha con bayoneta cuando nos alistábamos para la Guerra de los Estados Unidos en Vietnam.  Así que les daré tantos detalles como me sea posible, todo lo necesario para que sientan que me acompañan mientras les cuento esta historia. La verdad es que no recuerdo mucho el trayecto hacia el aeropuerto Ton Su Nhut cerca de Saigón, un  camino que se iba escalonando hacia el norte hasta terminar en o cerca de un campamento base a unos 30 kilómetros de la ciudad de Hue en la Autopista Uno, contiguo a los LZ conocidos como Betty, Jane y Sharon; a la DMZ, y al LZ Stud, instalado por la  Primera Caballería Aérea para atacar Khe Kanh como estrategia de apoyo a los infantes de marina que, según nos dijeron, estaban siendo asediados por cerca de cincuenta y cinco mil soldados del ejército oficial de Vietnam del Norte. Los rumores sobre el incremento de pérdidas humanas en ambos bandos respondían a lo que había anticipado el mismo comandante antes de la batalla, quien aceptó el hecho sin cuestionamiento alguno como manera de honrar su país. Así que poco a poco y durante muchos meses me fui desplazando por ese paisaje de guerra y niebla; de bruma polvorienta e incertidumbre; y de miedo y pérdidas mientras me trasladaban de un lugar a otro, y yo hacía lo que se me ordenaba sin observar lo suficiente para poder recordar más tarde algunas de las cosas que hubiera debido recordar.

En estos lugares que se me antojaban solitarios y escalofriantes, nunca me sentí seguro, y la tranquilidad me la daba el poder alejarme de ellos. Cuando me asignaban la guardia nocturna, tenía la sensación de que una fuerza poderosa me asediaba; y que ésta avanzaba hasta tragarme por completo en la oscuridad de la noche, en el más absoluto silencio, sin que nadie pudiera ni siquiera enterarse. 

Y así fue que la gran maquinaria de la guerra se apoderó de mí de una manera inexplicable, imposible de comprender, quizás porque algunas veces la excesiva cercanía a algo - incluso desde su interior – hace que nuestra visión se difumine al punto de que sólo podamos enfocarnos en el día a día, en vivir, en sobrevivir cuando es posible. 

En diciembre de 2010, gracias a los esfuerzos y gestión de mi amigo y cotraductor Nguyen Phan Que Mai, regresé a Quang Tri, a Hue y Dong Ha. Volví para ir de gira y difundir mis libros de poemas y ensayos de la serie llamada Sau Mua Thoi Na Dan, que había sido recientemente publicada y traducida por el poeta Que Mai, quien me acompañó en la distribución de más de setecientos libros para los niños desfavorecidos de la maravillosa Escuela Primaria Thuan Thanh, localizada en Hue.  Se trataba del mismo colegio que había recibido apoyo del Centro William Joiner y de Kevin Bowen en el pasado.  Dichos libros habían sido donados por la Women's Publishing House (Casa Editorial de las Mujeres), además de los adquiridos con el dinero que Que Mai había recibido de los premios de poesía ganados en 2010.

Aquellos días en los que entregamos los libros han sido los mejores de mi vida.  El dharma enseña que hacer feliz a otras personas es la alegría más grande del mundo, de tal modo que observar los rostros radiantes del grupo de estudiantes con necesidades especiales de la Escuela Primaria Thuan Thanh ante las cajas de libros empacados con tanta delicadeza por Phan Que Mai (me enteré posteriormente que se habían quedado hasta altas horas de la noche envolviéndolos), sólo podían ser recibidos desde la más genuina felicidad, por lo que comprendí que ese largo viaje había valido la pena para que yo experimentara por primera vez semejante plenitud.

Luego, al patear un balón, jugando con un grupo de niños y niñas en un solar polvoriento frente a la escuela, y al escuchar sus risas mientras observaban a aquel hombre viejo jugar al fútbol, ​​escuché también el golpe de artillería proveniente de las montañas cercanas, tal y como había ocurrido años atrás cuando la población se había visto obligada a ocultarse en los túneles de Vinh Moc donde nacieron muchos bebés y tantos otros crecieron en la oscuridad. Esto hizo mi país a las personas que nunca imaginamos que llegaríamos a amar, porque todo era un solo ruido por aquel entonces, el ruido del trueno retumbando tan lejos y tan cerca.

Yo cursaba mis estudios universitarios en una de las más prestigiosas universidades de pregrado en los Estados Unidos cuando la ciudad de Quang Tri, a principios de abril de 1972, finalmente cayó ante las fuerzas liberadoras durante la que sería la primera y más importante victoria para el ejército de Vietnam del Norte y las Fuerzas de Liberación Nacional, las cuales instauraron finalmente su gobierno. Para ese entonces, para mí en lo personal era un verdadero privilegio ser estudiante universitario en mi país, ya que no contaba con dinero, y los costos estaban muy por encima de mis recursos económicos y los de mi familia.  Fue así que la escuela creyó en mí, se arriesgó y me apoyó con becas financieras durante más de tres años. Pero debo decir que, aunque me sentía cómodo con mi vida, y agradecido por la oportunidad, la guerra continuaba y la imagen de tantos hombres y mujeres que caían sobre su propia sangre ocupaba mi mente.

Así andaba yo por esos días, cuando de paso por una cafetería de camino a mi trabajo de medio tiempo lavando platos, observé a un grupo de estudiantes y del personal frente a la pantalla de un pequeño televisor, con la mirada fija sobre las noticias. Así que me detuve a mirar también. Una nube sombría se cernía sobre el grupo de jóvenes estadounidenses que desinformados, veían la caída de Quang Tri City ante las fuerzas comunistas como algo malo y desafortunado que sólo conduciría a más y más problemas para el pueblo de Vietnam.  Y este era, sin duda, el criterio general de la gente, porque durante la década de los 60 los estadounidenses aún creían que su gobierno poseía la verdad y hacía lo correcto en nombre de la justicia: era ese el sonsonete que habían estado vendiendo al pueblo estadounidense durante los largos años de la guerra.  Cuando me percaté de lo que estaba viendo en televisión, grité un Sí alegre y ruidoso, y levanté el puño para celebrar esta importante victoria. Había sido una batalla larga y dura, varias batallas en realidad en las que demasiados vietnamitas y estadounidenses habían perdido la vida. Para entonces, yo no sabía que el ejército de la República de Vietnam con el apoyo del ejército de EEUU había arrojado más de 80,000 toneladas de ordenanzas con el poder destructivo de casi seis bombas atómicas del tamaño de Hiroshima que matarían y paralizarían aún más personas. Sin embargo, para el 1 de mayo, todo Quang Tri estaba en manos de los soldados revolucionarios. Todo esto lo supe mucho después de los hechos. Mi versión de la historia de esta época se ve intervenida por la visión por lo demás estrecha de un soldado de dieciocho años que se encontraba demasiado lejos de su hogar, lo que lo ponía fuera de toda órbita, atrapado, como estaba también e indefectiblemente, en la gran rueda de la historia.  

En lo más recóndito de mi mente, durante todo el viaje, y sin que nadie lo advirtiera, el cementerio de Truong Son me había estado esperando como una presencia silenciosa en la oscuridad. Sabía que eventualmente llegaríamos, gracias a la planificación de Que Mai, pero eso no lograba disminuir mi ansiedad ante la sola idea de estar allí por primera vez en tierra sagrada vietnamita; se trataba del cementerio nacional, el lugar que los estadounidenses no habían podido pisar hasta hacía muy poco tiempo. Y yo me preguntaba qué derecho tenía yo de estar entre los espíritus de aquellos valientes hombres y mujeres, y cómo podía yo comportarme allí o qué palabras, por breves que fueran, podía yo expresar ante su grandeza.   

El escritor y subdirector de la Asociación de Escritores Quang Tri, Cao Hanh, junto con el periodista Le Duc Duc, me invitaron a visitar el cementerio, acompañados también de Phan Que Mai. En el camino, Cao Hanh me hizo preguntas sobre dónde había peleado y dónde había permanecido como soldado en la guerra en 1968. Cuando le dije que había estado en las áreas de Dong Ha, Quang Tri y Hue, me dijo que con seguridad había peleado contra su hermano que había estado en los mismos lugares para ese entonces, en su batalla contra la Primera Caballería Aérea. Nos reímos de la coincidencia y de lo pequeño que era el mundo. Sentí que el auto se detenía y levanté la mirada para ver la entrada al cementerio. Tan pronto me bajé, sentí la imperiosa necesidad de caminar entre las lápidas, y me dejé llevar por el instinto.  Ya no me sentía como un extraterrestre, sino como alguien que pertenecía al lugar, y de alguna manera supe que era bienvenido.

Ubicado sobre una colina solitaria rodeada por otras ocho colinas, y como parte de un paisaje que algunos comparan con la figura de flores de ocho pétalos que crece en la comuna de Vinh Truong, la parte principal del cementerio contiene diez mil doscientas sesenta y tres tumbas de soldados caídos. "El Monumento de la Nación a los Sacrificios de los Soldados" se encuentra en el cerro principal. El cementerio es un lugar de reposo para los soldados que cayeron luchando contra los estadounidenses en la Ruta Ho Chi Minh, donde tuvieron lugar algunos de los enfrentamientos más continuos y sangrientos.

De pie, en el centro del cementerio, entre los amigos que me habían conducido hasta allí, y los restos de más de diez mil soldados norvietnamitas de la Fuerza Revolucionaria, dados de baja en las muchas batallas libradas por la ciudad de Quang Tri y la Ciudadela, caídos en las batallas en las que participé directa o indirectamente, y habiendo siendo atacado por estos mismos soldados, los hechos parecían desdibujarse, carecer de todo sentido. Cuando tantas vidas se pierden, cuando has hecho sufrir a tantas personas, finalmente no hay forma de contarlas; no hay números que puedan expresar lo que es perder la vida, la familia o el futuro en una guerra provocada por invasores.

La tarde era calurosa para ser diciembre, especialmente para mí que había pasado de temperaturas heladas a ochenta grados bajo sol.  Apartado de la sombra de los árboles de higuera, entre las lápidas expuestas al sol, empecé a sudar, aunque más allá del calor, percibí otras cosas. Escuché la risa de algunos niños que jugaban cerca, y el chirriar de los insectos en los árboles; por lo demás, todo me pareció calmo. Me detuve un momento frente a una de las lápidas. Leí el nombre y las fechas. Me moví hacia otra tumba; luego, a otra. Me moví hacia arriba y hacia abajo por entre las filas, atravesándolas de manera casi frenética debido al infructuoso deseo de rezar ante cada una de ellas.  Parecía que mis amigos se hubieran esfumado en la distancia, y mi cabeza daba vueltas quizás por el calor, pero de igual manera me movía hacia abajo, a otra fila, y luego a otra, leyendo los nombres y las fechas, y a veces los lugares donde habían muerto. Caminé bajo el sol, intentando rendir un homenaje a los espíritus que algo me decían en voz alta cuando les ofrecía un poco de incienso para honrar su memoria y su valentía por defender su país y a sus conciudadanos a pesar de las enormes dificultades que enfrentaron, literalmente, en forma de tormentas de bombas.

Habían transcurrido cuarenta y dos años desde que puse en peligro mi vida en los alrededores de Quang Tri City, Dong Ha y Hue, y por primera vez pude sentir toda la fuerza de aquellos contra los que luché, murieron y estaban allí enterrados, bajo mis pies, luchando como yo bajo el sol ardiente, sin brisa ni canto de pájaros. Finalmente, comencé a sentir toda la fuerza de sus sacrificios y el largo sufrimiento de las familias que vienen aquí regularmente para recordar y honrar a sus seres muertos durante la guerra. Nunca tuve la oportunidad de hablar con ninguno de estos hombres y mujeres cuando fuimos enemigos, debido a los estúpidos eventos de la historia, y ni siquiera después de la guerra me fue posible llegar al  hermoso cementerio Truong Son, pero si lo hubiera hecho estoy seguro que hubiera  encontrado una manera de expresarles mi dolor por su pérdida desde dos instancias: la primera, como soldado que a los diez y ocho años sabía que algo andaba mal en  un gran ejército destinado a fracasar,  por lo que su país le estaba haciendo a Vietnam, y al pueblo vietnamita; y desde el presente, allí de pie, entre mis amigos, quienes me hallaron en la misma oscuridad por la que ya había deambulado,  y que prendieron el incienso junto a mí frente a otra lápida, todos juntos, nosotros, para donar un sendero de humo de regreso al mundo y nuestro amor.

Oberlin, Ohio, febrero de 2020
Artículo escrito para su participación en el 30º Festival de Poesía de Medellín

Última actualización: 22/02/2021