La poesía es otra forma de conocimiento
Por: Elena Anníbali
Nací en 1978. Crecí en un pueblo pequeño de la provincia de Córdoba, Oncativo. La etimología de este nombre posiblemente derive del quichua "unqu" enfermo, "t'iw" arena: "arenales enfermizos", y hacía referencia a las enfermedades respiratorias y visuales que padecían aquellos que vivían o transitaban por esas tierras, y a su infertilidad. Traigo a colación la etimología porque un nombre, una palabra, cristalizan, y luego cunde el olvido, como si la palabra hubiera nacido con el mundo, y no estuviera siempre sujeta a transformaciones, como si en ese término no respiraran los cambios, las mutaciones de un espacio, de una cultura. Porque en ese pueblo, hoy, apenas se guarda recuerdo alguno del unqu t’iw.
Esta tierra albergó a las corrientes inmigratorias que llegaron a Argentina alrededor de la década de 1920/30 conformadas en su mayoría por españoles e italianos que “convirtieron” esta tierra de hipotética infertilidad en uno de los polos de agro explotación sojero más activos de toda la provincia. Este modelo de explotación trajo, consigo, en el tiempo, el uso indiscriminado y absolutamente desregulado de agrotóxicos, y las nuevas tecnologías aplicadas a la siembra y control de plaga. A raíz de ello, a grandes rasgos, dos graves consecuencias: la primera, la que a mí me parece más urgente de mencionar, es el devastador efecto en la salud de las comunidades de la zona: asma, alergias, todos los tipos agresivos de cáncer, sobre todo en la población más vulnerable, vale decir niños, adolescentes, ancianos, contaminación del suelo y de las napas de agua. La segunda consecuencia: el uso de las nuevas tecnologías aplicadas a la siembra, tratamiento y recolección del cultivo, provocó que decayera notablemente el trabajo de obra de mano calificada en el rubro agropecuario, éxodo masivo a las ciudades, desaparición del trabajo llamado “golondrina” (trabajadores de transición, eventuales, provenientes en su mayoría de la zona del NOA) y extinción de pequeñas y medianas empresas en razón de la absorción de grandes empresarios de parcelas de tierra destinadas, en ocasiones, a la explotación y el sostenimiento familiar.
Me ha tocado volver a esas tierras donde transcurrió mi primera infancia. Pude ver los efectos devastadores de los nuevos sistemas de explotación, del uso del glifosato: ruinas donde antes había casas, soja y sólo soja donde antes hubo cultivos de maíz, trigo, cebada, centeno, una diversidad menguada por las necesidades de un mercado que pide, pero no devuelve más que una compensación material ilusoria. Tierra cada vez más yerma y cada vez más impermeabilizada por el uso del coadyuvante –con el que se mezcla y administra el glifosato- que forma costras laqueadas que tuercen el curso natural del agua de lluvia y provocan sequías o inundaciones, contaminación de ríos, lagos, sin contar el desmonte erosivo, entre otros males. Y he aquí que por vías curiosas en que el tiempo va hacia atrás, hacia el comienzo de sí mismo, como el Ouroboros, llegamos al premonitorio unqu t’iw con que los pueblos originarios habían bautizado estos lugares. En ellos, en estos para siempre arenales enfermizos, perdí a mi hermano, a raíz de este veneno diseminado cada vez más por el mundo. Y un hermano sumado a otro hermano a otro hermano dan un ecocidio.
He tratado de hablar de ello en mi poesía. No se trata sólo del dolor personal. He podido, con el tiempo, trascender y, a mi muy humilde modo, administrar ese primer desgarro, esa primera rabia, desconcierto, ante los males del mundo y pensar a la poesía –que es el género con el que yo trabajo, el que, de alguna manera, me eligió- como una especie de plataforma para hacer denuncia de estos males, de hablar de la mujer campesina, también, desde una perspectiva feminista antes de saber que soy declarada y abiertamente feminista, de la mujer callada, sumisa, golpeada, de la trata de niñas, de los feminicidios cada vez más cruentos. He visto la voz de mis hermanas levantarse y unirse. Nos han educado en esta certidumbre: la poesía es un género marginal. ¿Hay una educación más violenta que aquella que inocula en el corazón de las nuevas generaciones la idea de que el arte, la poesía, es algo que no funciona en nuestro mundo actual y que es inadecuado para hablar de sí, de los millones de otrxs? Estoy parada en la certeza de que la poesía es otra de las tantas formas válidas de conocimiento. Para ello, me basta mencionar un solo recurso: la pregunta retórica. La pregunta, en el poema, ha conseguido hermanar el discurso de la poesía con el discurso de la filosofía por las vías de la especulación. Una pregunta puesta allí donde sólo había el veredicto de una Verdad consensuada, la desbarata, la pone a prueba, la desarticula, nos pone a pensar en las infinitas posibilidades de comprender el mundo, nos acerca a las múltiples maneras en que nuestra especie, sobrevolándolo todo con el lenguaje, nos permite participar, alucinada y discretamente, de su inacabable misterio.