Las redes y las riendas de la globalización de la cultura
Por: Dra. Giovanna Benedetti
Que la educación y la cultura se piensan hoy desde las ideas de la economía de mercado es cada vez más perceptible. Lo que quizás se nota menos, es la maquinaria de configuración que está gobernando el sistema, o el proyecto bajo cuya impronta se viene empujando esta operación global. El proyecto se llama Tuning; en América Latina y el Caribe se conoce como Alfa Tuning, y a la fecha se encuentra establecido en la mayoría de los países del mundo “Occidental”. Concebido e incubado en las más altas esferas mercantes y mediante intervención financiera supranacional, fue dado a luz en los claustros de algunas de las universidades más antiguas de Europa: Sorbona, Bolonia, Salamanca... y el mismo tiene por epicentro la instalación de un nuevo ordenamiento educativo, tan radical en su estructura y deontología, que de hecho significa un cambio de paradigma en los sistemas de enseñanza-aprendizaje de todos los países del planeta. La idea detrás del nombre es clarísima: La palabra “TUNING”, que es inglesa, significa “afinación”, “sintonización”, “puesta a punto” o “sintonía”. En inglés, su uso cotidiano es amplio pero no demasiado polisémico, por lo que la connotación primaria no tiene perdedero: se trata de sintonizarse en un único tono, de hacer sonar al conjunto de la cultura global en una misma armonía y bajo una clave idéntica.
El objetivo es instalar nuevas reglas económicas respecto de la gestión del conocimiento. Pensar el aprendizaje como “producto de inversión”, donde la referencia más importante es la necesidad constante de “rentabilización” del conocimiento, la captación de “estudiantes-clientes” y la alianza estratégica entre centros de estudios y empresa. Y es que en este modelo de sintonización global, la función social asignada a la educación se calcula según su apoyo al crecimiento económico. Así, a medida que la contribución cultural se diluye, se promueve “el apoyo a la competitividad educacional y su adecuación a las industrias”. (José Joaquín Brunner: Mercados Universitarios, 2008) La idea es que sean las funciones económicas las que primen sobre cualquier objetivo de educar a una ciudadanía. Se trata, pues, de una plataforma que prioriza el emprendimiento y la competitividad como valores cardinales del sistema educativo, y que apuesta por educar a todo el estudiantado en un sistema orientado a suplir las demandas del mercado de trabajo en un horizonte de competitividad global que fomenta el “individualismo posesivo”, patrocina la democracia limitada y empuja el paso del capitalismo nacional al transnacional. La economía de la educación no considera al conocimiento como valor de uso sino como puro valor de cambio. Es decir, no cree que los conocimientos deban de ser medios creativos con los cuales se pueden generar bienes, organizar servicios y concebir obras de todo tipo, sino que los supone mercancías en sí mismos. Es parte del ADN del neoliberalismo financiero que necesita tasar y facturarlo todo como un objeto rentable y que no cree en el cultivo y formación del saber humano, sino en el conocimiento como tarjeta de crédito, o como bono que se puede invertir en bolsas de valores, vender y comprar en el mercado como un producto más de la cesta de la compra.
La destrucción macro-cultural y el rebajamiento del pensamiento crítico se viene produciendo simultáneamente en Estados nacionales pertenecientes a los cinco continentes. Aquí y allá las nuevas directrices apuestan por una ciudadanía desarraigada de su historia y enajenada de su identidad. Quieren estudiantes ubicuos y flotantes, ajenos a las valoraciones del pensamiento crítico para poder implantar su esquema. Como explica Chomsky (2009), “les asusta —y con razón— el papel que en otras épocas han desempeñado los universitarios, los estudiantes comprometidos y los intelectuales”, de ahí que quieran acabar —en plan global— con la universidad y escolaridad superior independiente, a través de los supuestos beneficios concertados de una sintonía (“tuning”) de sus sistemas educativos; porque no les gusta “que demasiada gente tenga acceso a una educación autónoma” (N. Chomsky: Latin America Declares Independence, 2009), ni que en su seno se cultive ese estudiante portador de valores, ese estudiante humanista y culto, educado en la conciencia colectiva de un patrimonio nacional, ese estudiante que afianza su identidad y defiende su memoria histórica, al que se han propuesto reemplazar por el estudiante pragmático, de fronteras líquidas, aprendizaje utilitario y desarraigo cultural.
Nada hay más efectivo para modificar conciencias que la avalancha terminológica y la novedad de un nuevo léxico. Así pues, la primera “reforma” se puede ver en lo lingüístico donde se empieza a hablar ya de “clientela estudiantil”, de “producto educativo” de “empresa escolar”, de “control de calidad colegial”, de “inversión de aprendizaje” y del “enfoque por competencias”. La consigna es hablar más de “entrenadores” y menos de “educadores”. Como en los Estados Unidos, donde ya no sorprende que se haya pasado de decir “learning” a decir “training” ni que se anuncie la imposición del “training” sobre el “learning”. El término estrella es el de “economía del conocimiento”, impuesto ya en Europa como canon de la universidad-inversionista y la escuela-competitiva. Este combinado, que es por muchas razones una figuración alejada de la ética del saber, transforma a los estudiantes en clientes y a las políticas educativas en gestiones comerciales. Semejante deontología que prioriza los valores utilitarios y que fragmenta la formación profesional de los estudiantes, tiene que impactar negativamente en el quehacer e identidad de profesores y estudiantes. Su objetivo es poner a la educación de cada Estado soberano al servicio de las empresas, subordinando la financiación pública a la previa obtención de “fuentes de financiación externa”, es decir, privadas.
Este modelo educativo golpea en primer término los sitios más fusionados de la ciudadanía a nivel de nación: la memoria histórica, la identidad colectiva, la dignidad social, el decoro cívico, el sentimiento patrio, la conciencia pública nativa y local. Y es que su primera ofensiva consiste en destruir (o ablandar) las estructuras culturales que suelen servir de baluarte frente a las amenazas. Al desfigurar la memoria común o al impedir la construcción de una identidad histórica, se propicia el desamparo de los bienes culturales y se consigue poner en el mercado el inventario patrimonial de toda la riqueza propia de una nación, que es sin duda otro de los fines perseguidos por la trama. Una trama que lleva por oficio global “adecuar la enseñanza a las necesidades del mercado laboral a fin de que estos puedan reflejarse convenientemente en los currícula” (Mensaje de Salamanca, 2000). Trama perfectamente diseñada, de alcance mundial y sin fronteras, que se marca como una de las acciones prioritarias, y que es necesario comprender para poder diseñar estrategias liberadoras de contención e independencia.
* Nota: Esta presentación es un extracto de mi ensayo titulado: LA GLOBALIZACIÓN DE LA EDUCACIÓN Y EL FIN DE LA HISTORIA (Revista Tareas, 2016). El texto completo se puede consultar aquí.