Milho Montenegro (Cuba)
Por: Milho Montenegro
Postales
Una hilera de amigos que iban contigo,
ya no están.
Reina María Rodríguez
Dejaron el país: decidieron conocer Berlín, Portugal, Barcelona. De vez en cuando envían postales, mientras visitan hermosos museos que antes soñaban conocer, cafeterías McDonald’s y avenidas donde ven pasar autos de último modelo. Yo les hablo de las mismas carencias, edificios en ruinas que apenas sirven para el sexo casual, el orine de borrachos y mendigos. Suelo contarles de mis libros (—acá no se encuentran, —me dicen) y de algunos amores que nada aportaron a mis versos. Ellos conocen páramos de toda índole, hablan varios idiomas para mantener puestos de trabajo. Han aprendido a lidiar con deudas que aparecen —siempre— tras el restaurante de lujo, vestuarios de alta costura y hasta el cuerpo de alguna puta. Apenas conozco esta Isla (—les digo), no sé de nuevas tendencias de pasarelas, ni de apuros monetarios que impiden preservar la casa de algún deudor. Las pláticas —cada vez más fugaces— han servido solo para evaluar fracasos y conquistas, lo que fue aquel tiempo en que nuestro cielo parecía el mismo. Nunca supimos cuán lejos habíamos llegado. No nos percatamos de cosas que fuimos perdiendo, ni de muchas otras que dejaron de deslumbrar. La vida, el país —cualquier país— (aquello que se anhela y terminamos persiguiendo hacia alguna parte) nos fue separando. A estas alturas, mis amigos y yo ya no lo tomamos en cuenta. Tampoco enviamos postales.
Matrioskas
Somos restos de una generación que creció mirando animados rusos, comiendo enlatados rusos, leyendo literatura rusa. La vida entonces no era esta nostalgia, fugacidad, alicientes que apenas sobreviven al desplome de aquella época. Tiempo que —¿en su desconcierto?— no alcanzó a vislumbrar el escape de caudales, buscando (a tientas, temerosos) un camino, alguna certeza. El vacío se hizo costra, lindero inmutable de voluntades que yacían al fondo de las paradojas, ahogándose en bucles de ocio. Jugábamos con esas muñecas (Matrioskas, —les llamaban) y nos impresionaba la multiplicidad, esa manera de contenerse las unas a las otras como un país. Crecimos entre carteles que hoy evocan el absurdo, sitios que perdieron su esencia, monumentos que no ofrecen sino silencio ante el paisaje herrumbroso de ayer. Luego vino el desprendimiento, la poda. Algunos siguieron la incertidumbre de los caminos igual que insectos tras la luz. Otros permanecimos a la espera del regreso, de una señal: generación fragmentada que padece golpes de ceniza, memorias. Poco ha subsistido de tanta efervescencia socialista. Apenas esas Matrioskas que todavía persisten y no dejan de multiplicarse nunca.
El peso de la historia
Que la memoria es vasta y sabia y traicionera
Nelson Simón
Platica con seres imaginarios que habitan el hueco de su oído izquierdo. Les cuenta horrores de esas guerras donde se convirtió en héroe, y la sangre se enmarañaba con sudor. Los cadáveres hacían montañas enormes y la pestilencia torcía el horizonte, hasta que la lluvia apareciera. La tierra jamás se alimentó (—les dice) de tanta carne podrida, criaturas que viajaron al regazo de la muerte sin el honor de llevar una medalla en el pecho, una cruz sobre sus tumbas. El desquiciado lleva a cuestas —como maldición— el jolongo de su miseria. ¿Dónde están los hermanos, su madre, hijos por quienes soñó distinto cielo? Nadie ve más allá de la máscara (el absurdo) que cubre su frente. No hay quién descifre los ojos, la dignidad de ese hombre que —por algunas monedas— ofrece ridícula actuación, para alimentar la estupidez y el vacío de otros. El loco ha olvidado el camino de regreso. Habla de artillería, minas, gritos de espanto (es todo lo que escuchan esos que viven en su oído). Volvió con las ideas ajenas, el corazón en pedazos, sin el brazo derecho: estandartes que talaron la cordura, apartándolo de su estirpe. Olvidaron su nombre, quién era este bufón antes de la sangre derramada (¿cómo nombrar un ser irrisorio, un esperpento?). La historia depende de quién recuerde o cuente. Por eso algunos hombres (locos, héroes) terminan olvidados, recibiendo de vez en cuando escasas monedas por el coraje, su heroicidad.
La cuidadora
Sobre la piel del paciente —ya postrado— discurre sus manos la cuidadora. Procura que la sangre fluya, evitando que se estanque como agua en los charcos, convirtiéndose en fango donde reverdecen los chancros de la ruina. Que no aparezca la escara, el gusano, la pestilencia: es el ritual de esos dedos —sin arbitrios— nunca destinados a sujetar la ilusión, ni acariciar el rostro del amante. Nadie alcanza a escuchar el grito de su angustia que se ahoga bajo los huesos del enfermo. No hay descanso para esas manos que vigilan la frente del que padece y se humedecen en el sudor de la sospecha. Ella ofrece el esbozo de una sonrisa, intentando deshacer el humo de la ansiedad, sosegar el alma en vilo de ese cuerpo que desvanece entre inyecciones y torundas. La cuidadora persiste más allá del agobio, sabe (a pesar de todo) que su desvelo es inútil, poca cosa ante la marea de fiebres y supuraciones que arrastra la osamenta del desahuciado. Nada podrá contra la fractura y la consumición: ninguna mano puede engañar al tiempo, burlar la muerte.
Suvenir
Llegan de muy lejos, incluso de parajes que jamás escuchamos nombrar, donde reinan leyes y dioses ajenos a nuestra imaginación. Desandan calles de la capital, el país con cierto interés en sus pilastras antiguas, la belleza de muchachas y muchachos con que anhelan encender las noches de la Isla. Buscan simular otra vida donde la nieve, deudas, recoger mierda de mascotas no sea el único escenario. Alto precio han pagado por un boleto hacia el asombro, una manera de vivir en que el calor fustiga —bajo un cielo invariable— sueños, portales y errabundos: todo el esplendor para quien no ha conocido otro sendero. Turistas con hambre de sexo (aunque en ello les vaya el sueldo del mes), viajeros que llegan a otros puertos en busca de una felicidad —tan efímera— como el goce de una madrugada, junto a cuerpos que desvanecen al amanecer. Han aprendido a degustar el ron y el tabaco nacional, junto a amantes (¿complacientes?) que ahora son estandarte, prueba de gozo para el extranjero que retorna a sus costumbres, a esos amigos que —posiblemente— codiciarán idéntico espejismo. Los visitantes terminan volviendo a la nieve, a esos parques donde pasean a sus perros, llevando en las maletas suvenires, fotos, el corazón desbordado de placer y ficciones que persistirán (algún tiempo) en el recuerdo, dejando el país —este país—, la historia, sus muchachas y muchachos en la misma rutina, la espera de siempre.
Milho Montenegro nació en La Habana, Cuba, en 1982. Poeta, narrador y periodista. Licenciado en Psicología General por la Universidad de La Habana. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ganador de diversos premios entre los que destacan: Premio Nacional de Poesía Pinos Nuevos (2017), Premio Beca de Creación Prometeo en el XXII Premio de Poesía La Gaceta de Cuba, 1er Premio en el III Concurso Internacional de Haikus Ueshima Unitsura (España, 2018), Premio Nacional de Poesía Francisco Mir Mulet (2020), y Premio Internacional de Poesía El Mundo Lleva Alas (EE.UU., 2020). Recientemente resultó Finalista en el IV Premio Internacional de Novela Héctor Rojas Herazo, Ciudad de Sincelejo, Colombia, 2020. Ha publicado los poemarios: Rostros de ciudad, 2015; Muchachas que llegan con la noche, 2017; Muchachos que no merecí, 2017; Erosiones, 2017; Los sutiles vástagos, 2019, y la novela Las inocentes, 2020. Actualmente investiga el comportamiento de la poesía carcelaria cubana, desde sus orígenes hasta el presente. Seleccionado en la convocatoria del 31º Festival Internacional de Poesía de Medellín.