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En nuestro turno

Por: Anne Casey
Traductor: León Blanco para Prometeo

Especial para Prometeo

Como una joven periodista trabajando en Dublín, Irlanda, a principios de los años 90, vislumbré nuestro futuro y me aterró. Entre los temas que me competían, cubría temas ambientales. La información que llegaba a mi escritorio me conmocionaba casi diariamente: todos los ríos de Europa estaban “muertos”, los clorofluorocarbonos de nuestras neveras y ambientadores se estaban comiendo la capa de ozono, los bosques antiguos estaban siendo talados sin sentido, la contaminación del aire hacía caer lluvia ácida, los trabajadores de múltiples industrias estaban siendo envenenados con productos químicos. Tuvimos derrames de petróleo catastróficos y fugas nucleares; los niños contraían cáncer, asma y alergias a un ritmo sin precedentes.

En 1990, las Naciones Unidas advirtieron que la temperatura del planeta aumentaría dos grados en 2025. Yo no podía entender por qué no todos estaban tan alarmados como yo por la situación cada vez más intensificada, en este único planeta bajo nuestros pies. Hablé mucho sobre lo que estaba leyendo, escribí mucho y los editores conservadores me “censuraron” bastante.

Desde aquellos primeros días de la publicación, mi obra a menudo ha tenido asociaciones con la escritura ambiental y mi esposo trabaja en sostenibilidad, por lo que las alarmas nunca han dejado de sonar. Pero, tal como sucedió hace 30 años, en los últimos años las escamas de mis ojos han sido arrancadas de nuevo, esta vez por manos más pequeñas.

 

“¿Adónde irán mamá?”

Cuando David Attenborough declaró en 2015: “Esta es casi nuestra última oportunidad” con el cambio climático, ingenuamente pensé, llegó el momento: todos los jefes de las principales potencias estarán atentos y comenzarán a solucionar esto. Para entonces, yo había estado visitando la Gran Barrera de Coral, la estructura viva más grande del mundo, anualmente durante casi 20 años. Mis observaciones del deterioro allí, incluso como buceadora aficionada, fueron suficientes para dejarme boquiabierta. En mi poesía, he escrito sobre la devastación que estuve presenciando sobre el arrecife:

             sus hermosos miembros están encadenados con plásticos,
             sus pulmones están llenos de manganeso mortal,
             una corona de espinas traspasa su linda cabeza,
             una capa de lodo la arrulla en sus sueños.

Pero cuando mi hijo, entonces de 12 años, no podía dormir de preocuparse por los animales en la reserva natural al otro lado de nuestra cerca trasera (algunos de los cuales encuentran regularmente su camino hacia nuestro jardín), algo finalmente se rompió. Sus ansiedades antes de acostarse encontraron su camino en mi poesía:


       ¿Adónde irán mamá,
       cuando todos los árboles se hayan ido?
       ¿Y el arrecife?
       Mil alas diminutas
       se saltarán un latido.

No hay respuesta a esta pregunta. No tengo respuestas para mis hijos, sobre qué legado les estamos dejando. Esto me aterra. Me duele hasta la médula. Esto no puede ser la suma total de lo que somos como especie. Mi libro, “la luz que no podemos ver” (Salmon Poetry, 2021) nació de estas preocupaciones, como una forma de hablarles a mis hijos, como mi testimonio de las maravillas evanescentes que observo en nuestro mundo todos los días, y cómo mi elegía por todas las pérdidas que hemos permitido ocurre durante nuestro turno:

       Volamos con el viento,
       hundimos nuestros pies profundamente
                      en suelo extranjero,
                      bebimos con mucha sed
      de los manantiales 
      envenenados de estas poderosas
                     naciones, adoradas
                     en el falso altar.

En años recientes, mis ecopoemas han sido utilizados por grupos ambientales internacionales, incluidos los Guardianes del Clima (que bloquearon al G20 en París, entre otras cosas), la Coalición del Clima, la Rebelión Contra la Extinción y el Fondo Mundial para la Naturaleza. Tengo colaboraciones regulares con artistas para ayudar a promulgar información sobre preocupaciones ambientales. Mis dos publicaciones anteriores han incluido ecopoesía. Pero “la luz que no podemos ver” sería mi bandera en la arena, un marcador con el cual yo personalmente declaraba, basta.

 

Australia en llamas

Cuando estaba a medio camino de escribir “la luz que no podemos ver”, Australia se incendió. Desde octubre de 2019, nos ahogamos durante casi seis meses en niveles tóxicos de aire: nos pusimos mascarillas y vivimos en gran medida confinados puertas adentro hasta que, afortunadamente, las fuertes lluvias ayudaron a controlar los mega incendios en febrero de 2020. Como escribí entonces, encontramos esperanza en el cielo recién despejado:

       empiezas
       a notar pequeños
       signos de vida y a darte cuenta
       cuánto tiempo has aguantado
       tu aliento en su ausencia.

Tras una semana de lluvias, teníamos grandes áreas de inundaciones devastadoras. Tal es la naturaleza del cambio climático, como se evidencia en los extremos que estamos viendo en Australia, que el ministro para la Asistencia de Emergencias de Incendios Forestales fue reasignado (ciertamente) a Inundaciones. Para entonces, esos mega incendios, los incendios forestales de mayor duración en la historia de este país, habían causado un tipo particular de infierno en la tierra australiana.

A medida que las imágenes de rescate de animales nativos australianos en llamas desaparecían de los titulares mundiales, comenzamos a contar las pérdidas. Cerca de 10 millones de hectáreas (100.000 kilómetros cuadrados) de tierra, incluidas vastas extensiones de bosques antiguos, habían sido destruidas. Tres mil millones de animales nativos fueron asesinados o desplazados, y más de 100 especies únicas fueron empujadas a la extinción. En Nueva Gales del Sur, donde vivo, el siete por ciento del territorio se había quemado, incluido casi el 40 por ciento de nuestros parques nacionales. La recuperación, si sucede, puede llevar cientos de años.

La crisis climática fue un factor importante que contribuyó y sigue siendo una amenaza constante para la recuperación. Lo único bueno que puedo decir que pudo haber surgido de esta devastación catastrófica, es que la evidencia del cambio climático estuvo al frente y en el centro de los medios de comunicación mundiales durante meses. Poco nos dimos cuenta entonces de lo que tomaría su lugar.

 

Una advertencia desde el lado salvaje

Y allí estábamos, quitándonos las mascarillas a principios de 2020, comenzando a aventurarnos fuera de nuestros hogares nuevamente, mientras el humo expulsado de los incendios forestales aún circunnavegaba el mundo, cuando surgieron rumores sobre un nuevo virus similar a la gripe, que era potencialmente letal para los humanos. En cuestión de semanas, el COVID-19 había puesto nuestro mundo patas arriba y una vez más estábamos confinados puertas adentro, necesitando mascarillas cuando nos aventurábamos a salir.

Probablemente hay tantas teorías sobre los orígenes del COVID-19, como variantes del virus. No obstante, un murmullo se ha mantenido constante desde que comenzó la pandemia: las incursiones humanas en áreas silvestres de nuestro mundo, son probablemente un factor causal clave, y representan un riesgo importante en términos de la aparición de otros virus peligrosos. Cuanto más erosionemos los corredores verdes, cada vez más reducidos en la tierra, mayores serán las consecuencias que enfrentaremos.

Irónicamente, a lo largo de la pandemia, las personas han redescubierto las alegrías fundamentales de acercarse a la naturaleza. A través de encierros y largos períodos de aislamiento, las personas han buscado consuelo en bosques y parques, en playas, lagos, montañas y ríos, encontrando consuelo incluso en un comedero para pájaros en el jardín o en una maceta en el alféizar de una ventana. Imágenes de plantas, animales y escenas de la naturaleza han proliferado en las redes sociales durante la crisis mundial. Han simbolizado pequeños momentos de alegría en medio de la inquietud, ofreciéndonos esperanza en nuestro tiempo de caos, crisis e incertidumbre.

A través de todas las rarezas e incertidumbres de mi propia familia, al estar separada de mis seres queridos en nuestra Irlanda natal y perder a familiares cercanos en la distancia, he aprendido muchas cosas. Sobre mí y el mundo. Pero lo más importante lo he aprendido de dos padres, dos hombres que vivieron toda su vida cerca de la tierra, del mar.

Mi querido suegro, Philly, quien falleció en 2020, miraba los días más sombríos y se dirigía a ellos con su optimismo habitual, diciendo: “Ah, seguro es un gran día”. Y mi amado padre, que era un pescador con una ética de conservación apasionada, conserva de por vida su gran amor por la naturaleza. A lo largo de la separación por la pandemia, continuó divirtiéndome a través de nuestras largas conversaciones telefónicas, con las alegrías de su jardín y su vida llena de aves.

De estos dos padres, he aprendido que debemos respeto a esta tierra, entregada a nuestro cuidado por el lapso de nuestras cortas vidas. Necesitamos reencontrar nuestra maravilla en su presencia y considerar cuidadosamente lo que estamos otorgando a las generaciones futuras. Debemos cuidar el clima, estar atentos a lo que nos dice la naturaleza e intentar fijarnos en:

la luz
que aún no podemos ver,
pero sabemos que está adelante.

Este ensayo se extrae parcialmente de un artículo titulado En nuestro turno: La luz que no podemos ver, de Anne Casey, que se publicó por primera vez en The Irish Times, el 9 de agosto de 2021.


Anne Casey es una poeta y escritora irlandesa residenciada en Australia, autora de cuatro libros de poesía aclamados por la crítica. Periodista, editora de revistas, y directora de comunicaciones de medios durante 30 años, su trabajo aparece en el diario nacional más destacado y leído, The Irish Times, y es ampliamente publicado y antologado a nivel internacional. Anne ha ganado premios literarios en Irlanda, Reino Unido, Estados Unidos, Canadá, Hong Kong y Australia, y más recientemente el American Writers Review 2021 y el Premio de Literatura iWoman Global 2021. Recibió una beca del gobierno australiano para su doctorado en escritura creativa en la Universidad de la Tecnología de Sydney.

Incluida en The Irish Poetry Reading Archive (Biblioteca James Joyce, University College Dublin), The Irish Times, The Canberra Times, Beltway Poetry Quarterly , The Atlanta Review, American Writers Review, Tahoma Literary Review, Australian Poetry Anthology, Griffith Review, Entropy y The Murmur House, entre otras publicaciones.

Editora de poesía de las revistas literarias Other Terrain y Backstory (Universidad de Swinburne, Melbourne) de 2017 a 2020, Anne ha formado parte de numerosas juntas asesoras literarias y ha sido vicepresidenta de la junta de Voces por las Mujeres, un colectivo artístico de mujeres. Es oradora internacional, editora invitada habitual de revistas literarias y confundadora de Prankqueans, un grupo de actuación artística de mujeres irlandesas y australianas que ha sido reconocida dos veces en el Parlamento de Nueva Gales del Sur por su trabajo cultural en Australia.

Última actualización: 04/05/2022