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Sinéad Morrisey, Irlanda del Norte

Por: Sinéad Morrisey
Traductor: G. Leogena para Prometeo

El Mili-Elena


Nunca parece cálido, ni de día del todo
en las fotos en blanco y negro el risco que es
el barco aún envuelto en su andamio,
su trasero contra la cuna de lanzamiento
damas forrando el muelle en su pañería en capas,
tocan sus guantes a sus labios y apenas
Ellos que bajan al mar en barcos sube 
desde las bocas de los coristas en trozos y fragmentos
y el mal huye y mira de soslayo
por ahora un interruptor se prende a la distancia
y el momento hinchado con tripa de gato—
a punto de reventarse con picahielos alas de halcón
hojas de pino cáscaras de huevo estalla y empieza
tribuna de hierro palacio de remaches empieza
a moverse baja deslizándose liso
lento como un caracol al comienzo de su pasaje viscoso
recibiendo el culebreo y la velocidad que recoge
el peso con el cual pudo Atlas en su propio impulso
toneladas de grasa debajo para montarlo al agua
sebo jabón suave aceite de tren una ballena derretida
esta última el único mil-elena su belleza
untó por todo el deslizadero
más rápido que un niño con una boleta en su bolsillo
puede correr al lado de ella la sábana brillante
del lago avanzando más rápido que un tranvía
cadenas pesadas y anclas se involucran
para que no se sobrepase en su esfuerzo sube
a una algarabía de chirridos y chispas para que no se vuelque
antes de empezar para que no empape
a los concejales y el barco se acomoda de nuevo en el mar
como si fuera ordinario y tambalea
mínimamente y luego él y las montañas salpicadas por el sol
tituladas los pasamanos el toldo de rayas
para decir la verdad todo recobra su equilibrio.

 


Un torniquete para Emily Davison


          La encontré bajo Flora
          Manchada sobre una plancha colorida, resplandeciente
          Manoseada y sucia. Y de Fauna
          Todos somos eso, golpeados por la anarquía.

           -- W S Graham


Una Houdini mandona, enjaula—y no sólo el costillar de ese caballo final
que llamaste como a un tranvía en la Esquina de Tattenham—ellas, las riendas 
de su brida tomadas
—pero corsés, rieles, esposas, cubículos, agujeros de calefacción
dentro de las Cámaras del Parlamento, te agobiaron toda tu vida, 
bella Emelye, como los avisos Prohibido La Entrada en las tierras del Rey 
o el sonido metálico de tu celda cada vez más amarilla en Strangeways 
cada vez que te arrastraban a la fuerza de nuevo a tu celda. ¿Qué tipo de mujer fuiste
Editoriales horrorizadas carraspeaban en un aire viciado de humo de pipas; el niño
de un afiche en un suéter nacarado lloraba lágrimas escuetas de abandono—
¡Mamá es una Sufragista! – fuera de la estación de Marylebone.  

Al comienzo el truco evasivo de ayunar te liberaba, por el que los huesos
imponen su propia supremacía: tus frases daban hachazos repetidamente
con sólo voltear ese rostro del Artista del Hambre de Kafka o del Cristo famélico 
antes de Pentecostés hacia tus captores. Nausea en Whitehall;
una quemadura como soda cáustica a través de la noción de caballero.
Pero no se demoró el Estado en entiesar su columna vertebral, en remangar la camisa 
y conjurar sus propios trucos: un tubo, una hebilla, un embudo, una mordaza. 
Tu propio cuerpo respirando sobre la plancha, forzado a ser más listo que tú.
Tambaleabas desde cada sesión de alimentación, desgreñado y empapado,
un veterano de mares bruscos y naufragios.

Seguro mareaba, el cuadro vivo de cada detención tan sombríamente
asimétrico; cualquier grito por la justicia lanzado hacia hombre y cielo,
cualquier ráfaga momentánea y pública—vidrio reventando, fuego en el buzón—
colapsado de repente para una mujer con el pelo desarreglado, pálida como una peonia,
fijada entre policías. Caballos, torsos compactos 
y cascos que pisaban alto, te flanqueaban aquí también: 
su fibra la fibra de un mundo inmutable, reafirmado brutalmente. 
Mientras la lluvia seguía cayendo sobre los adoquines razonables, 
te escoltaron desde el teatro de la calle como un apóstata 
una y otra vez, en climas violetas.
Apoyada, disidente, enganchada—a través de mi humilde trabajo
ya en 1909 no te podían contener los epítetos encontrados en las lápidas
de la mayoría de mujeres. Desde cartas a periódicos a piedras a látigos
a dejarte caer desde un balcón—si el Calvario te perseguía, era un Calvario adornado 
con Hechos, No Palabras, vestidos blancos que revoloteaban desde sus Cruces. 
Pero el siglo, y tu vida también, aumentaban de velocidad—
retratos de nada y parecido vapor de colores
devuelto a los testigos como filmación movida. Así que cuando el tren de las 8:15 
desde Victoria avanzaba hacia el sur por los pueblos cerrados 

y los niños se detenían para verlo pasar como siempre y una neblina suelta 
yacía sobre los campos y Londres se vaciaba de agentes de apuestas y vendedores de
flores y automóviles varados en portones y mujeres en sombreros como avalanchas
charlaban y se reían—pequeñas flores de corazón, pequeños vacíos, 
burbujas en la sangre subiendo en cascadas—
sobabas el tiquete en tu bolsillo, la bufanda en tu cuello
y el tren despachaba su humo y la masa subió en cresta 
como una ola y te bajó a tiempo y el retén se carcajeó.
Luego el borrón de ti color ceniza and la caída tan rápida que las noticias casi la perdió—
la dinamita de una décima de segundo— luego nada.

 


La capilla italiana

De todo lo que no vieron, el interior fresco,
oliendo a piedra de la iglesia abovedada
encaramada improbablemente en
el lado de un alto de umbría
fue lo que más les dolió, ya que
no tenías el latín en que lavar sus pies
sin una niñez que subiera flotando en sus sueños

sobre un rayo de incienso. Macizos de flores y senderos
tras el alambre, un piano, un teatro
una mesa de billar, y sin embargo
seguían con ganas. Todo el día
hundían bloques de tamaño leviatán
de concreto color ceniza al fondo del mar
para derrotar los submarinos, salidos y cruzados

en ángulos extraños, observaban cada salpicada de garganta blanca, 
hasta que los bloques subían y el mar
era enterrado, mientras los ahogados
de Scapa Flow, agarrados
irónicamente agarrados a sus mamparos
oxidados, los alentaban en coro. Dos cobertizos
Nissen que les sobraban a los ingleses, puestos a lo largo

como un espacio vacío, fue con lo que empezó Domenico Chiocchetti, 
sin embargo, la luz del día continuamente
incrementando después de marzo, tan canalizada
e inverosímil fue en sí misma
un regalo—cuando ese período
de tiempo entre trabajar y dormir se
pudo haber ampliado lo suficiente para ahí construir

un antealtar, y la sangre dentro de sus dedos
burbujeante con visiones... Tallaban
la madera de deriva en pequeños gatos y carretas,
soldados, caballos, niñas
con lazos de brincar y aros,
y los vendían a los Orcadianos por pinturas.
El azul del mar era el color más salvaje de sus frescos y trampantojos
le respondía al cielo. La obra
nunca se terminó realmente: cada Evangelista
o Ángel, cada lata de carne curada, forjada
de nuevo como candelabro
sólo hacía el gris corrugado de
donde no habían alcanzado más inaguantable,
que chocaba botas, que enrollaban alambre de púas

en bultos y cantaba los oficios flacos y fríos
de polvo de baluarte y cobijas del ejército.
La gravedad del agua—el doble
de fuerza de cualquier parte
en la Tierra, que contaminaba cada playa
y ensenada de huesos de rodilla de muchachos
asesinados y las carracas incrustadas de barcos encallados

descentrados a golpes—sólo lo arriesgaban los prisioneros
más valientes si la madera y la baldosa, el hierro
forjado y los innumerables ojos de buey
joyas verdes de la armada profunda
tendrían esperanza de traducción—de liberarse
a punta de cincel de sus amarres gélidos en el espacio
de un respiro, singular y detonante, y luego ser trasladados

a la superficie. Rescatado hacia lo sacro, ladrones de acople
y remiendo robando lo que fuera que el agua
se tragara. Dos inviernos enteros nublaron
las tiendas y viviendas
retiradas de las islas con su
oscuridad, y aún seguían ahí. Más allá del fin
de la guerra, más allá del aceite de oliva y las naranjas,

el cadáver de Mussolini patas arriba y abandonado en la plaza 
para los perros y los pueblerinos, la capilla, o 
el sueño de la capilla,
o el espacio que queda
entre el sueño y el sueño—
la gemela de la capilla dada a luz en la isla
de Lamb Holm los deslumbró hasta la Liberación—

y cuando llegó, una mañana estregada y enjuagada,
los colores a todo su alrededor resaltados
transubstanciados—
los bajos
turquesa-sobre–amarillo
en la bahía, el cielo cerúleo—
no fueron las prímulas, ni el humo del barco de transporte

anclado en el puerto, la carretera, las piedras, el Retén,
o incluso las muchachas—despojadas en sus suéteres,
saludando encima de sus manubrios—
que miraban fijamente
con detenimiento al retirarse,
sin saber de qué manera cargarlos—
puntos brillantes atados a su desaparición—excepto la iglesia.

 


La sala de hierro


El techo es tan fino   
de una hojalata tan delgada
que acerca a Dios
como temblar como
sacudirse convierte cualquier clima
en el Recordatorio de Dios
cuando llueve Dios
tamborilean Sus dedos
cuando nieva Él nos esquila
azules y sin poder respirar

Sin ladrillos ni alfardas
para mantenerlo a cierta distancia
Su amor pendiente nos canaliza
hacia abajo nos envuelve
para que cuando rezamos
rezamos dentro de
el calor blanco y frío de Él
no hay intruso
nuestras bocas se enjuagan
con pecado y vinagre

Yo sé que dos están de pie
en el campo donde está el molino
en el tabernáculo
Dios está debajo de mi esternón
pero no sé quién
mi sangre mi corazón
de nudillos blancos en todo
ese afán de plumas
será arrebatada y quién
yo misma aparte

                              
                  
Dentro del mago


Porque lo era. Hambre extranjera, metiendo sus dedos de chimenea de humo
bajando precisamente por fincas vecinas, el disco exfoliado
de la tierra desarmada—tan plano hasta el horizonte en todas las direcciones
hace un círculo donde sea que te pares. De polvo en polvo:
el prado destruido, el ganado desecado, el clamor
de gracia y servilleta del desayuno devorado por el viento.
El gobierno le decía clima de zona de tornados, pero sabíamos que no.

¿Para que nuestra casa se levantara entera, y nuestro techo entero se levantara,
y todos los otros edificios vueltos palos? Por cada palabra
que tenías de qué significaba esto teníamos una palabra mejor.
Mientras Toto ladraba y corría de ventana a ventana, los cerdos flacos
varados abajo miraban hacia arriba al arquitrabe de todo lo que conocían 
que desaparecía y nosotros mirábamos abajo como desde un dirigible
a la áspera aflicción del mundo rajado, su desarraigo rabioso—

Él consumirá la paja en fuego insaciable.
Y como eran de parecidos a nosotros, los Santos, en sus trenzas
y calcetines bruñidos, de pie en filas resplandecientes. Si has visto
sus rostros alguna vez, como nosotros, te vuelves inasustable.
Los colores del Cielo fueron lo que nos llevamos,
tan brillantes y adamantinos en nuestro trabajo cotidiano los mantuvimos
como un talismán o un hechizo—como árboles de deseos o películas, sólo reales.


Sinéad Morrissey nació el 24 de abril de 1972 en Portadown, County Armagh, Irlanda del Norte. Poeta, ensayista y profesora universitaria. Ha publicado, entre otros, los libros de poemas: Hubo fuego en Vancouver, 1996; Entre aquí y allá, 2001; El estado de las prisiones (2005, Premio Michael Hartnett de Poesía); A través de la ventana cuadrada (2009, Premio Nacional de Poesía), y Parallax (2013, Premio T. S. Elliot). Obtuvo igualmente el Premio de Poesía Patrick Kavanagh en 1990. Ha vivido en Japón y Nueva Zelanda y actualmente vive en Belfast.

Publicado el 20.05.2022

Última actualización: 06/12/2024