Consuelo de la naturaleza
Por: Víctor Rivera
Epecial para Prometeo
“Ser uno con todo lo viviente, volver, en feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza”.
Hölderlin
En los bosques de niebla reina la quietud. Hay un silencio que aterra cuando atravesamos el frío de la montaña y parece que nada habitara aquel lugar. Pasan las horas sin escuchar algo distinto a las gotas que escurren de los musgos, arrancadas por el viento helado. Ninguna presencia, hasta que, de pronto, una bandada mixta agita las hojas con movimientos rápidos que cambian el ritmo del paisaje; lo lento se torna veloz, con cantos metálicos y plumas iridiscentes como puntos de luz en medio de la niebla. Una explosión de vida conformada por distintas especies de aves que se unen para forrajear y conseguir alimento. Coordinan su avance entre las ramas tupidas, siguiendo una fuerza de atracción que las impulsa y las dirige. Entonces, la soledad del páramo enseña su secreto: en la entraña del silencio está el corazón que inicia la vida, en el fondo oscuro y nublado, lo que alienta la joya brillante de una tangara de montaña.
Un poco más abajo, en un bosque de robles, alguna vez una amiga pidió escuchar el canto de un tucán que hacía tiempo no se observaba en aquel ecosistema amenazado. Lo dijo en voz alta, sentada en la hierba de un claro. Entonces, en pocos segundos, ocurrió la magia: el canto del tucán sonó ronco y potente, como si ella le hubiera hablado al oído de la naturaleza y ésta le hubiese concedido su deseo. Sorprendida por el resultado de sus palabras, creyó que de verdad el bosque tenía algo semejante a la consciencia o la voluntad. En otra ocasión, en el mismo lugar, un amigo le solicitó a la naturaleza poder ver un pájaro que había buscado durante horas; sin esperarlo, luego de lanzar su petición a los árboles, el animal voló de un lado a otro del camino, semejante a una aparición salida de una puerta secreta, escondida entre las hojas.
¿Hubo allí un diálogo con la naturaleza? Tal vez, como lo pudo haber aquella ocasión en que me mudé y dejé el cuarto de mi infancia, cuya ventana daba a un río rodeado por árboles nativos. Antes de irme, con todo empacado en cajas, una urraca entró por la ventana y se posó en mi escritorio, mirándome con sus ojos amarillos, moviendo su cabeza con un gesto que me pareció era una clara despedida. Sentí su adiós en nombre del pequeño bosque donde yo había pasado toda mi infancia. ¿Fue esa una comunicación con la naturaleza, la comprobación de algo semejante a la magia?
Así me ha parecido, y creo que tiene que ver con una realidad muy antigua y que hace parte de la vida cotidiana de los pueblos originarios. Gente que aún, en medio del desastre climático, pueden presentir los fenómenos naturales, incluso influir sobre ellos, como lo hacen los sabedores del pueblo Nasa, que despejan la tormenta escupiendo un trago de licor en dirección a la inminente borrasca, alejándola con un pase mágico al que llaman “voltear la nube”. En las selvas tropicales los nativos logran conocer la ubicación de las manadas, solo por medio del sueño, o de visiones provocadas por una ardua concentración. En la India y en muchos otros pueblos, hay gente capaz de “hacer la lluvia”, solo con la concentración de la voluntad, abiertos a escuchar el lenguaje de la naturaleza.
¿Lenguaje? Tal vez. Un alfabeto no de palabras sino de ritmos, corrientes, pulsaciones, impulsos de energía dentro de un gran flujo de energía mayor que termina por mover todo el conjunto, alternando fuerzas opuestas, vida y muerte, en una corriente cósmica que sería, quizás, el lenguaje de Dios.
Una naturaleza cuyo misterio no termina de revelarse y por lo cual Heráclito pensó que ésta amaba esconderse, tendiendo un velo allí donde se creía que se había revelado su rostro. El mismo velo que se tiende ahora, a pesar de todos los hallazgos científicos, el inmenso velo de la bóveda nocturna de la cual se desconoce prácticamente todo. El impredecible comportamiento de los microorganismos, los virus, las mutaciones, los secretos del cuerpo humano y el origen del pensamiento. El velo tendido que esconde los secretos de la espesura de las selvas tropicales, allí donde los pueblos nativos prefieren no llegar, porque saben del respeto por los lugares “bravos”, donde lo humano no debe hacer presencia, por respeto, por reverencia.
Y es esta condición de misterio la que derriba, en sus impredecibles movimientos biológicos y telúricos, la idea de que la naturaleza ya no existe o de que estamos viviendo algo llamado por los académicos postnaturaleza, en una cuestionable aceptación de la supremacía humana dentro de aquello que denominan el Antropoceno. Pero la naturaleza vuelve a velar su rostro con un lenguaje hablado por los elementos, idioma que la poeta venezolana Enriqueta Arvelo supo escuchar con atención: “Toda la mañana ha hablado el viento / una lengua extraordinaria. / He ido con el viento. /Estremecí los árboles. /Hice pliegues en el río. /Alboroté la arena. / Entré por las más finas rendijas.”. En otro momento, bajo el influjo del mediterráneo, el poeta Eugenio Montale diría: "Leeré dichoso sobre el blanco / los negros signos de las ramas/ como un esencial alfabeto.”
El movimiento romántico estuvo cerca de comprender el lenguaje de la naturaleza cuando desplazó el yo a la inmensidad de los espacios naturales. Hubo allí la intuición de una verdad más grande y poderosa en donde lo diminuto de lo humano se expandía en la vastedad de la geografía: por imaginación y metáfora se llegaba donde los elementos no lo permitían. Desmesura que sobrepasaba a la Arcadia clásica. Fue esto y no el panorama de un paisaje ajeno y artificial. La naturaleza no como adorno y experiencia turística, sino como potencia que engloba lo humano y lo saca de su condición mezquina, consolándolo.
Se dice que Sócrates le dio la espalda a la naturaleza porque no encontró allí nada interesante, y que prefirió indagar por los problemas humanos en el corazón de la ciudad. Nada que preguntarse en los bosques o al borde del río en que Heráclito el oscuro sintió el vértigo del tiempo. A cambio de los árboles se interesó en lo que pensaba la gente, a través de largas conversaciones que duraban hasta el amanecer, ahondando en los problemas morales. Argumentos, que, como una metáfora del teatro de occidente, aún no cesan de pronunciarse, en una cadena que da vueltas a través de los siglos, como los pasajes de un laberinto. Con seguridad, si hoy viviera el filósofo, harto de opiniones en la confusión de la Babel mediática, le daría la espalda a la ciudad y volvería a los bosques para detener el ruido de una conversación que ya no dice nada.
El agotamiento del diálogo es el cansancio humano por no encontrar la solución práctica de los problemas, mientras afuera, el mundo está al borde de la destrucción. Voces aquí y allá clamando por ser escuchadas pero que terminan por perderse en una gran red que como un abismo negro se traga todo, igualando verdad y falacia. Cansado del ruido humano, buscaría Sócrates la compañía de la naturaleza, para quizás inaugurar una nueva filosofía, en la que el parto del alma se logre a cielo abierto, al amparo de los árboles y los ríos.
Volver a la naturaleza como a un santuario en busca de consuelo, entregar la carga humana al viento entre las hojas o a los rápidos de un río que baje de la montaña, para que, con paciencia, como a piedras duras, se logre limar y reducir el ruido de las voces acumuladas en la ciudad, voces exhaustas de repetirse. Pero habrá que separarse de la institución, de la cultura y la membresía, de un instinto de dominación y una identidad que donde pisa quiere dejar su huella, el poder humano que por siglos ha dicho “poblad la tierra y sometedla”, al punto de estar hoy saturados, intoxicados del proyecto humano.
Por el contrario, dejarse abarcar por las voces de la naturaleza, caminar en silencio la senda de la montaña y abandonar los viejos trajes que no permiten ver ni escuchar el lenguaje de los pájaros, los ritmos del agua, del viento. El consuelo de la tierra consistiría en ser participes de una comunión y no de un sometimiento; participes de un acto de amor por todo lo viviente, porque la reverencia es el inicio de otro cántico de las creaturas, como lo hizo en su momento Francisco de Asís, reconociendo la hermandad con todo lo creado.
Tal vez, de esa manera, se invertiría esa triste y paulatina condición humana en que el individuo se cierra sobre sí mismo: cuantos más años pasan y mayor es la experiencia, mayores son los límites, las fronteras físicas y mentales, porque también se ha afinado la capacidad selectiva, hasta el punto de quedar aislados, solos en la pequeña construcción humana en donde el alma se pasea como un pájaro enjaulado.
Bastaría llegar a un claro de bosque para despejar los fantasmas e iniciar un movimiento de apertura, que la mayoría de las veces toma por sorpresa y asusta, de ahí que muchos quieran regresar bajo techo. Pero aquel que soporte el golpe de los rayos, no como el que se broncea metódicamente, sino dispuesto a experimentar la condición solar que en él habita, de inmediato sentiría el consuelo de la luz sobre la tierra, sobre el cuerpo que de pronto pierde sus contornos y se difumina en el espacio. Despojado de sí mismo, en una vastedad capaz de aplacar la supremacía humana, por consuelo de la naturaleza.
Víctor Rivera (1980), Popayán, Colombia. Músico violinista de la Universidad del Cauca. Magíster en Literatura de la Universidad Javeriana. Integrante de varios ensambles orquestales, de música de cámara y música antigua. Miembro del grupo de música antigua Kalenda Maya, especializado en música medieval, renacentista y barroco latinoamericano. Ha sido colaborador en revistas de poesía como Letralia, La Raíz Invertida, Cantera, Carruaje de Pájaros, Otro Páramo, Círculo de Poesía, Poesía, entre otras. Parte de su poesía aparece en el libro Llama de piedra. Poesía contemporánea en Popayán (1970-2010) del Ministerio de Cultura. En el 2011 publica con la editorial Gamar, su libro de poemas La Montaña sumergida. Recientemente obtuvo el Premio Internacional de Poesía Editorial Praxis 2016 en la Ciudad de México, por su poemario Libro del origen, publicado en el 2017 por esta editorial. Fue becado por el Ministerio de Cultura y el Instituto Distrital de las Artes de Bogotá para participar en el III Festival de Poesía de Madrid, España. Ha participado en festivales de poesía en México y Cuba. Obtuvo la segunda mención en el concurso de la Casa Silva “Poesía, pintura que habla” con su poema La siega. Realizó la traducción, aún inédita, del poemario Huesos de Sepia, de Eugenio Montale.