¿Enseñar o aprender poesía?
Por: Leonardo Ruiz
LA POESÍA NO SE APRENDE. Tampoco se enseña. Lo que sí se aprende, y lo que se puede “orientar” o brujulear, a través de diálogos, encuentros, seminarios, “clínicas" o talleres, es su lectura, su lectura crítica como proceso creativo; se puede aprender a leerla en todos los sentidos posibles, a relacionarla con la realidad, con los sueños y pesadillas, con el placer o el dolor, con la época de su producción o escritura y con otras épocas, con todo lo conocido y lo desconocido, por ejemplo el misterio, lo divino, lo filosófico, la espiritualidad y la psique, el alma. Porque la poesía, como señora de la imaginación, los símbolos y la emocionalidad, es o puede ser transversal al todo, incluidos los nihilismos y las nadas, el sinsentido, lo surreal o el absurdo. Sin embargo, por paradojas, la poesía -su lectura, su escritura, su producción en todo sentido, incluso cuando se trata de su tradición oral en los grupos humanos o sociedades ágrafas -llega a ser una rica y magnífica fuente de conocimiento, un aprendizaje sobre la naturaleza de las cosas y las gentes, sobre las culturas y sus complejidades y diversidades, aunque igualmente sobre sus especificidades, sus imaginarios, su ser en el mundo, su ubicación en tiempo y espacio. No se trata de una pedagogía formal, programática, si bien puede haber métodos y sistemas en la lectura personal o compartida de sus expresiones en la historia; a lo que agregaríamos que en casi todas las tradiciones poéticas orales o escritas y en los cinco continentes, ha habido desde antaño formas didácticas, sapienciales o de transmisión patrimonial: se trata más bien de un desprendimiento de la razón y de la lógica que da lugar a ese estremecimiento que es la apertura del sentido y de los sentidos encarnada en el hacer poético. Trátase, en fin, de presenciar y vivenciar, en el hecho “mágico” de la poesía, los cambios de mirada que el conocimiento o la intuición de un lenguaje otro, distinto al corriente y cotidiano, inauguran en la subjetividad, aun siendo -o quizás justamente por ser- sus referencias más frecuentes lo obvio, lo común y corriente. Ese conocimiento y esas intuiciones, más el sentimiento que al transmitirse como un soplo enjugan y enriquecen la experiencia de leer poesía (o de oírla de parte de quienes la ejercen sea de modo escrito u oral), seducen y embriagan, transportan, elevan o sumergen a aquellas personas, por poco sensibles que sean a lo espiritual y por pobre que, por circunstancias concretas del desarrollo cultural, sea su trato con lo artístico y lo estérico, que por una u otra vía lleguen a tener contacto con lo cifrado o explícito del verso, el canto o la prosa poética en cualesquiera de sus formas, y aun de la narrativa, el ensayo, el artículo de prensa, la noticia, el post digital o cualquier expresión que roce o profundice el ritmo, la imagen o la ilusión fantástica.
SE ENSEÑAN Y SE APRENDEN, eso sí, modos de cultivo de la poesía, modos de presentarla y difundirla entre públicos lectores u oyentes (o escuchas, digámoslo así, colectivos, comunitarios), de modo que ella, la creación y el trabajo por ella encarnados y actuantes, pueda ensanchar horizontes a la sensibilidad y a la consciencia individual y común, aun en medio de las estrecheces situacionales. Esto, por supuesto, es factible facilitando en los grupos lectores la comprensión de los procedimientos y técnicas por medio de los cuales los hacedores de poesía, en las distintas épocas, tendencias y movimientos, construyen su universo mágico, sus representaciones, sus metáforas, el lenguaje de sus voces y silencios. Desde la antigüedad se habló de la poesía, tanto para mostrar y/o ejemplificar esos procesos de invención y ampliación tanto de “realidades otras” como de la consciencia y la sensibilidad mismas, cuanto para denostarlos o condenarlos, al modo de Platón o Jenófanes hace más de dos mil años entre los griegos, quienes pensaron que tales procesos conllevaban obras, ejemplos e ideas contraproducentes para la vida pública y religiosa. Pero lo cierto es que la poesía y los discursos sobre ella, negativa o afirmativamente, siempre hicieron parte del pensamiento y la vida intelectual, ya en su dimensión mágica, lúdica o metafísica, ya en su carácter instrumental, segundo, ancilar, complementario. Autores contemporáneos como Antonio Machado, Ezra Pound o T. S. Eliot, por nombrar sólo a tres de universal prestigio en las lenguas inglesa o española, han profundizado ejemplarmente el pensamiento crítico acerca de la función bienhechora de la poesía y su significado en individuos y sociedades.
Ni de la razón pura ha sido ajena nunca la poesía. “Cuidémonos de quitar a nuestra ciencia su parte de poesía”, escribió Marc Bloch en su Apologie pour l’histoire, en aquella terrible cuarta década del XX francés. Es obvio que lo que se nos es revelado leyendo poesía, o lo que de poético se descubre en los lenguajes y discursos de la vida práctica es, precisamente, el lado mágico de las cosas, el secreto intraducible de los sentimientos, lo intransferible de las emociones y la sensorialidad, el paraíso (o, acaso, los dioses no lo permitan, un infierno) donde reconocernos.
Leonardo Ruiz nació en Barinas, República Bolivariana de Venezuela, en 1959. Es poeta, ensayista, cronista y articulista de opinión. Escribe semanalmente la columna cultural Entre Nos/otros en el periódico de circulación regional Ciudad Barinas.
Algunos de sus libros publicados: Heráclito/Caín, 1999; Libro de muertos, 1999; Las promesas de Solo, 2001; El poeta perdido y otros textos, 2007; Leer Llano, 2007; Palabras de la poli, 2008, Extravíos y direcciones (Notas sobre poesía y cultura), 2000; Poetas, poetisas y otras anomalías, 2003; El ambiente y nosotros, 2004, y Fragmentos de un libro del poeta perdido, 2004.