¿Qué puede hacer la poesía en tiempos de catástrofe?

Por:
Safia Elhillo
Traductor:
Carlos Flórez
En una entrevista reciente, el poeta palestino-estadounidense Fady Joudah, dijo: “A menudo pienso que la responsabilidad del poeta es esforzarse en convertirse en la memoria que la gente pueda tener en el futuro, acerca de lo que significa ser humano: un constante cambio continuo”.
Es la pregunta permanente en este campO ¿Cuál es la función de la poesía ante los horrores que vivimos? ¿Ante las guerras, conflictos, colonización, colapso climático y otros elementos del caos que azotan a nuestro mundo? La respuesta corta es que no lo sé del todo, pero no la usaré como excusa para salir del apuro. A estas alturas, todos estamos familiarizados con la idea de que todos los movimientos tienen diferentes roles que deben cumplir, y que se requiere que todos contribuyan con su conjunto de habilidades específicas. Con eso en mente, vuelvo a menudo a esta cita de Toni Morrison, en busca de instrucción: “Éste es precisamente el momento en el que los artistas se ponen a trabajar. No hay tiempo para la desesperanza, no hay lugar para la autocompasión, no hay necesidad de silencio, no hay lugar para el miedo. Hablamos, escribimos, creamos lenguaje. Así es como sanan las civilizaciones”.
No quiero tener un sentido exagerado de mi papel como poeta durante este tiempo de catástrofe, ni tampoco eximirme de responsabilidad. Así que me ocupo desde donde puedo. Pienso en lo que significa “crear lenguaje”, en un momento en el que hemos sido testigos del uso del término “animales humanos”, ejercido por el poder oficial para justificar la limpieza étnica, cuando hemos sido testigos de cómo respetados medios de comunicación estadounidenses usan la voz pasiva, produciendo un efecto horroroso, describiendo a los asesinados como personas que simplemente “han muerto”, como si ese fuera simplemente el orden natural de las cosas. Cuando hemos sido testigos de largos períodos de silencio acerca de la guerra en mi país natal, Sudán; un silencio que no es ausencia de lenguaje sino un lenguaje propio. Y cuando se menciona la guerra en Sudán, a menudo se le llama “la guerra olvidada”, como si yo o cualquiera de los míos pudiéramos olvidar. Pero nuestra memoria no se centra en aquel lenguaje.
¿Cuáles son entonces las posibilidades de desplazar el centro? Si éste es el lenguaje que está poblando el registro histórico de este momento, ¿no existe también alguna responsabilidad de desplazar ese lenguaje con el nuestro? A menudo he experimentado que el acto de escribir poesía implica prestar atención absoluta, un compromiso con la presencia radical, una negativa a disociarse, a entumecerse.
Pienso también, estos días, en cómo una de las funciones de la poesía es desfamiliarizar. Parte del trabajo de un poema consiste en mirar algo oblicuamente, o patas arriba, o hacia atrás, o a través de una grieta en la pared. Estamos viviendo profundas aberraciones en la naturaleza y poco a poco se van normalizando: Genocidio en Palestina, guerra en Sudán, catástrofe climática, muertos vivientes de la esclavitud en el Congo, los Emiratos Árabes Unidos y las prisiones estadounidenses. La labor de hacer poesía es importante y útil para recordarme que nada de esto es normal.
En las primeras semanas de la guerra en Sudán, me sentí muy inútil. Vivo en California, literalmente en el lado opuesto del planeta, y no pude, por más que lo intenté, idear una tarea que pareciera proporcional a la escala de horror que mi gente, mi familia, estaba experimentando. Casi como una especie de penitencia, la cumplía: cada que encontraba un video o una imagen de los horrores, tendría que verlos. El acto de testimoniar fue mi contribución. Y luego, algo extraño y cerebral que empezó a sucederme es que, después de un tiempo, nada me molestaba ya a nivel físico. Al principio me revolvía el estómago ver la sangre y la destrucción, y era estremecedor; luego, semanas después, habían dejado de molestarme por completo. Estas imágenes de brutalidad se convirtieron en parte de la rutina matutina de revisar mi teléfono, igual que preparar el té. Uno puede acostumbrarse a cualquier cosa, lo que considero nos perjudica mucho, en momentos en los que se requiere una profunda empatía. Eso es lo que me devolvió a la página, leer poesía. Se siente como una gran depravación que agota mi espíritu, mi psique, mi cuerpo, que yo sea capaz de ver atrocidades como estas y hacer que mi cerebro comience a procesarlas como algo normal, como siempre, como el orden natural de las cosas. Tuve que alejarme de esta nueva normalidad, mirarla desde afuera y recordar lo inaceptable que es. Una de las únicas formas que conozco de mantener las cosas desfamiliarizadas es la poesía.
Como lectora de poesía, me mantengo sacudida, sorprendida, e hipersensible, y cuando mi propio ojo puede leer un titular ahora atestado de muertos, siento en primer lugar una especie de horror distante que no se registra del todo en mi cuerpo. Leí el titular acerca de la hija de Refat Alareer, asesinada por las Fuerzas de Defensa de Israel, junto con su marido y su bebé recién nacida, la hija a quien el poeta Refaat, también asesinado por las FDI, le dirigió su poema Si debo morir, y no es hasta que releo el poema que mi sistema nervioso entra en acción y se me vienen las lágrimas por la ternura de la palabra “tú” en aquel poema, porque recuerdo ahora que era un padre diciéndole a su hija “tú debes vivir”, ese íntimo y familiar “tú”, lleno de amor y lleno de miradas, y ahora tanto el “yo” como el “tú” del poema han sido asesinados. Algo del “tú” hace que mi cerebro fangoso y nublado vuelva al tecnicolor, y recuerdo el hecho de que la carne y la sangre, de que todos y cada uno de los muertos son un “tú”, y hace algo que los números no han podido lograr en mí desde hace algún tiempo: llenar los hechos con el hecho de los individuos, individuos de carne y hueso, completamente constituidos, irremplazables. Vuelvo sobresaltada a la realidad, a su aberración. Nada es normal.
Al prestar atención a lo inmediato, un poema puede, paradójicamente, hacerlo parecer extraño y distante, a través de la yuxtaposición, o del contexto en el que lo vemos, o de la novedad del ángulo. La presencia de algo ordinario puede enfatizar el horror de una escena. El espantapájaros del poema de Fady Joudah, aquel centinela cotidiano del campo, se vuelve extraño, cobra vida con el horror ante la invasión: “Dejarás caer del balde plástico tu vara de caña dulce / Deja de gritar a los pájaros y corre”. Sus acciones básicas, estar de pie en un campo, se convierten en marcadores de un trauma a la luz del desplazamiento: “Y mantendrás la calma/ De pie con ojos bien cerrados como si tuvieras jabón en ellos / Los brazos extendidos como si estuvieras atrapando la lluvia”. Un poema también puede replantear lo normal como lo horroroso, como en “Cuando terminó el mundo tal como lo conocíamos” de Joy Harjo, que nos invita a considerar si la mayor violencia del 11 de septiembre fue el ataque en sí, o la colonización que permitió que se construyeran las torres en primer lugar.
Soñábamos sobre una isla ocupada en el extremo más lejano
con una nación temblorosa, cuando se hundió.
Dos torres se alzaban desde la isla oriental del comercio y tocaban
el cielo. Hombres caminaban en la luna. Dos hermanos
succionaban el aceite hasta secarlo. Luego cayeron.
Al desfamiliarizar nuestra narrativa histórica sobre estos eventos, Harjo llama nuestra atención sobre el terrorismo que los pueblos indígenas han estado experimentando desde que llegaron los colonos por primera vez, y sobre su resiliencia.
Por otro lado, estaban las semillas a plantar y los bebés
que necesitaban leche y consuelo, y alguien
recogió una guitarra o un ukelele, entre los escombros
y empezó a cantar acerca del aleteo de la luz
la patada bajo la piel de la tierra
nos sentíamos allí, debajo de nosotros.
No he escrito tanta poesía en los dos años transcurridos desde que estalló la guerra en Sudán, y esto me sirve para marcar un antes y un después. Pero sí me encuentro alejándome notablemente del lenguaje figurado. Una de mis primeras herramientas como poeta fue la metáfora y el símil. Y siento que, al menos por ahora, les he perdido abruptamente el interés. Claire Schwartz tiene un ensayo que analiza el libro Las Costumbres de Solmaz Sharif, y habla sobre el papel del símil y cómo “parecido” no es lo que “es”, y se abre a esta conversación más amplia sobre los fracasos del proyecto de empatía, cuando se trata de literatura. Estoy tratando de hacer el inútil trabajo de pedir ayuda, llamar la atención sobre mi pueblo, por una guerra a la que los principales medios de comunicación a menudo se refieren como la “guerra olvidada”. Mi impulso inicial es un símil, una metáfora, decir: “deberías preocuparte por esto, porque es como esta otra cosa que te importa”. Y ese es un trabajo realmente desgarrador e ingrato. Ya no me interesa a nivel personal, político o artesanal hablar de cómo “es” en lugar de simplemente hablar de lo que “es”, porque no es mi trabajo conseguir un lector al que aún no le importe. No es mi trabajo ni el trabajo de mi pueblo “humanizarnos” ante alguien que aún no tiene nuestra humanidad como una creencia fundamental.
No estoy defendiendo la abolición de la metáfora ni del símil. Con suerte, en tiempos más tranquilos, encontraré el camino de regreso a esas queridas herramientas. Pero no siento que pueda darme el lujo en este momento de tratar de pensar acerca de lo que es el “cómo”, porque hay una gran escasez de lenguaje acerca de lo que “es” y mi responsabilidad ahora es con el lenguaje de lo que es: en este momento estamos en intervención. Para mí está claro que la poesía no es revolucionaria en sí misma. La poesía no libera a los oprimidos, no cura la tierra, no viste al frío ni alimenta al hambriento. Y sin embargo, es todo lo que tengo y sigo sintiéndome atraída hacia ella. Sigo preguntándome qué puede decir la poesía a la guerra, a la catástrofe, a la muerte y a la destrucción. Y lo único que puedo decir es que nos ayuda a dar testimonio. En el poema Tibaq/Antítesis (traducido por Mona Anis), Mahmoud Darwish habla con la voz de su difunto amigo Edward Said y dice
El poema podría albergar
pérdida, un hilo de luz brillando
en el corazón de una guitarra… Porque
Lo estético es sólo la presencia de lo real
en la forma/ … Inventar una esperanza para el habla,
inventar una dirección, un espejismo para extender la esperanza.
Y cantar, porque lo estético es libertad/
Para mí, en este momento de catástrofe para mi pueblo y para tantos millones de personas más, me encuentro volviendo a la poesía porque me permite dar testimonio, llorar abiertamente con mi comunidad y por ella. La poesía es un tipo de testimonio que no normaliza el horror, que no me insensibiliza ni ante la violencia ni ante la belleza que se desarrolla en el mundo. Al colocarlas una junto a la otra, se revela la plenitud de la experiencia y me ayuda a ver con visión nítida, dónde estamos y qué hay que hacer para sanar, reparar y generar revoluciones reales.
La poeta Vanessa Angélica Villareal escribe: “Sólo amo a los poetas valientes. Sólo respeto a los escritores valientes. Les doy la espalda al resto. En el público, en un escenario, en todas partes. Te preguntaré dónde estabas. Por qué no firmaste. Te daré la espalda. No tenías nada que decir, entonces no tienes nada que valga la pena decir”.
Todos los días me esfuerzo por responder a este llamado, por recordar lo que está en juego.
Safia Elhillo es una poeta y spoken word sudanesa-estadounidense, nacida el 16 de diciembre de 1990. Ha vivido en Kenia, Tanzania, Egipto, Inglaterra y Suiza. En 2001 regresó a Estados Unidos, donde obtuvo una licenciatura y un máster en Escritura Creativa en The New School. Obtuvo la beca Wallace Stegner de la Universidad de Stanford, la beca Cave Canem, y las becas Ruth Lilly y Dorothy Sargent Rosenberg de la Poetry Foundation.
Autora de los poemarios: Los niños de enero, 2017 (Premio Sillerman al Primer Libro para Poetas Africanos, Premio al Libro Árabe Americano y Premio George Ellenbogen); y, Muchachas que nunca mueren, 2022; y de las novelas en verso El hogar no es un país, 2021 (nominada al Premio Nacional del Libro y Mención de Honor al Autor del Premio Coretta Scott King), y Fruta roja brillante, 2024. Obtuvo igualmente el Premio Internacional de Poesía Africana de la Universidad Brunel, 2015.
Apartes de su obra, traducidos a varios idiomas, han aparecido también en la Revista de Poesía Callaloo y en la serie Poem-a-day de la Academia America de Poetas, entre otros, y en antologías como Los poetas de BreakBeat: nueva poesía estadounidense en la era del hip-hop y en El libro Penguin de Literatura de la Migración.