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¿Qué puede hacer la poesía?

Por: Laura Di Corcia

Mi reflexión para responder a la pregunta propuesta por el Festival —“¿Qué puede hacer la poesía ante los problemas del mundo contemporáneo?”— parte del tema de la lectura. ¿Por qué se lee? ¿Por qué yo, siendo una niña nacida y criada en una familia proveniente del sur de Italia, emigrada primero al norte y luego a Suiza, empecé a leer? En una casa y en un contexto no intelectual, por ciertos aspectos incluso reaccionario y patriarcal, ¿es posible que el acto de leer, y solo después el de escribir, contengan en sí mismos los gérmenes de una rebelión?

He reflexionado mucho al respecto y me he dado una respuesta afirmativa. Creo que si empezamos a leer es porque el mundo, tal como aparece, con sus leyes y sus injusticias, no nos basta, no nos convence, no nos consuela. A mi parecer, no puede existir un verdadero acercamiento a la literatura sin una oposición al dato de hecho, a lo real tal cual es. Quien escribe (y quien lee) no se conforma con el mundo tal como es. Desea otra cosa. Desea transformarlo, resistirse a sus asimetrías, buscar un camino para salir del dolor, ya sea ese un dolor íntimo y privado, o bien un dolor colectivo, compartido, histórico. Con esto no estoy diciendo que toda la literatura tenga una mirada política. Por supuesto, hay escrituras más interiorizadas, más contemplativas. Pero una forma de protesta, ya sea contra la sociedad, el tiempo, el universo o Dios, está presente, aunque sea de forma velada, en toda forma literaria, incluso en aquella que parece más apaciguada.

Considero que leer (leer verdaderamente) es como entrar en una sala de espejos. Todo se deforma, todo se multiplica. Uno se da cuenta de que lo que parecía uno se vuelve múltiple, mientras que lo múltiple está unido por hilos finísimos, invisibles, que conectan las diferencias, que las suavizan, que las funden unas con otras. Leer es una forma de reaccionar ante la incomodidad que el mundo nos produce. Ante esa sensación de que hay algo que no está bien, algo que no nos gusta, algo que no aceptamos. Por eso pienso que el acto de la lectura, incluso antes que el de la escritura, es ya una forma de rebelión. Una rebelión menos evidente, menos pronunciada, más subterránea y terrenal, pero quizá también más poderosa.

Y es desde allí, desde ese gesto silencioso y al mismo tiempo profundamente revolucionario, que comienza también la escritura. Como poeta, me interrogo constantemente sobre la relación entre el yo y el mundo, entre el yo y los otros —sean seres humanos, animales o plantas—, entre el yo y los objetos. Muy a menudo, la escritura me lleva a constatar que lo que llamamos “yo” es una estructura múltiple y esquizoide, continuamente desplazable, renegociable, y sin embargo presente. Presente de manera ambigua, huidiza, inasible.

Si el yo existe y no existe a la vez, si es un espacio frágil, sometido a revisiones continuas, ¿qué pasa entonces con el yo del poeta? Quizá, más que preguntarnos qué significa ser poeta, sería más útil trasladar la pregunta hacia otra dirección y preguntarnos: ¿qué significa hacer poesía? O incluso: ¿qué formas identitarias se activan en el momento mismo de escribir?

Tampoco es sencillo definir cuándo se trabaja realmente en un texto. La escritura posee múltiples planos. Está el momento de la ideación, que en mi caso ocurre muchas veces lejos del computador (yo siempre escribo en computador): pero antes el texto ya vive dentro de mí. Lo imagino, me llegan sus tensiones lingüísticas, veo las imágenes que lo habitan. Lo poseo de algún modo. Existe ya, en mi mente. Sé que podré recuperarlo cuando me siente ante la pantalla, cuando lo grabe, lo marque, lo incida, para que quede allí y esté disponible también para lectoras y lectores posibles. Escribir un texto, en efecto, significa hacer una incisión. Si lo pensamos bien, texto y herida comparten ciertas afinidades. Esa herida, ese texto ardiente, queda ahí, sobre el papel —o mejor dicho: sobre ese sucedáneo moderno del papel que es la página de Word—. ¿Qué significa entonces escribir? ¿Significa grabar, marcar, herir? ¿O acaso escribir coincide con el momento invisible de la ideación? ¿O quizá con el momento posterior de reelaboración del texto, que en mi caso tiene que ver sobre todo con la organización del conjunto, con la arquitectura macrotextual? Son preguntas abiertas.

Hay una materialidad en esa herida, una fisicidad que se imprime en la página. Pero mi poesía es también, y al mismo tiempo, una poesía de la ausencia, de la desaparición, de las cosas invisibles. A menudo me muevo en ese espacio, en esa zona donde las cosas se desvanecen, se disuelven, pero que, justamente por eso, comienzan a resonar con más fuerza, con más profundidad.

En mi último libro, Diorama, publicado por la editorial Tlon, el libro termina con los versos: “Y las cosas visibles se vuelven invisibles / y las cosas invisibles se vuelven visibles”.

Creo que en esa danza entre lo que se muestra y lo que se retira habita uno de los encantamientos más hondos del gesto poético. La poesía, tal como la veo y la practico, tiene un lazo estrecho con la hipnosis. Como esas fórmulas rituales y mágicas que los seres humanos han utilizado desde siempre, no solo para curarse, sino también para acceder a otros planos de la realidad. La poesía posee esa capacidad: la de hacer emerger conexiones remotas, imágenes enterradas, visiones que parecen venir de un más allá.

Y, sin embargo, por mucho que yo crea profundamente en lo invisible, no puedo —y no quiero— apartarme de la herida de la mirada. Creo que es necesario hundir una espina en la mano, herirse, herir a quien nos lee, sentir el dolor, escuchar la voz de quien sufre, reconocerse en ese sufrimiento que compartimos, que nos hace humanos. Pasolini hablaba del “dolor salvaje de ser hombres”. Esa pobreza —no la material, sino la esencial, la existencial— de la que hablaba también Bachelard al evocar la cabaña en su Poética del espacio, es nuestro punto de partida, el lugar originario al que volvemos cada vez, como si fuera una bendición.

Estamos todos desnudos, sin excepción.

Y a pesar de todo, yo creo que existe, justamente en la herida cuando es compartida, de manera milagrosa, un camino hacia la salvación.


Laura Di Corcia es poeta, crítica teatral y literaria. Ha publicado tres libros de poesía. Colabora con el Corriere del Ticino y la radio y la televisión de la Suiza italiana. Durante tres años fue comisaria del programa italófono del festival literario suizo Le giornate letterarie di Solothurn. Actualmente es responsable de la Suiza italiana para la Sociedad Suiza de Autores y miembro del subcomité cultural del cantón del Tesino. Su último libro, Diorama, fue publicado en la colección “Controcielo”, de la casa editorial Tlon, Premio Terra Nova 2022, de la Fundación suiza Schiller; finalista en premios nacionales italianos (Premio Tirinnanzi y Premio Montano). Ha sido incluida en múltiples antologías en Italia y en el extranjero. Algunos de sus poemas han sido traducidos al español e incluidos en la revista chilena AEREA. Escribe también radiodramas para la Radiotelevisione della Svizzera italiana.

 

 

Última actualización: 22/05/2025