Mario Rivero (Colombia)
Por: Mario Rivero
Poemas Urbanos
Solitario espectador
Solitario espectador, demasiado,
he oído al mundo falso,
aplaudir una vacía sombra.
Al mundo que censuraba
al hombre vivo.
No diré
Poesía: no diré que,
vuestras azules honduras guarden,
un dejo de la pena silente,
que quizás sea,
de quien tan profundamente
anhelara un día
¡y anheló en vano!
El amor
El amor es algo que viene y calienta
una vez. Y un instante no más,
-si es que viene-
Y después de esta costumbre de calor,
otra vez, ¡ay! nos deja muriendo solos.
¡En estos silencios! Este dejarse llevar
más allá de las barras de los bares,
y más allá del bien y del mal.
El amor es algo punzante. Y en verdad
con olor |
que desaparece y nos dice. -Yo estuve aquí-
-reseda- en la rara y tenue sensación
de aromar, |
en la habitación ya vacía...
La elegía de las voces
Si no puedes ya amar el licor ardiente, las bromas
y los ruidos |
si el teléfono no suena nunca,
y si abandonado te encuentras,
rodeado por doquiera de despedida,
qué queda más que hablar con las voces
de la memoria, en las que todo se ha convertido?
Voz del amor -¡Olvídalo!- Como un cristal
rompiéndose,
y las que se perciben como en sordina, ahora,
que se acentúa el oído, |
llegadas de algún entonces, en donde permanece
algo de aquello que nos fue preciso
Algo de aquello donde el alma temblara:
¡tan una vez! ¡tan allí! ¡tan por fin!...
Y hay las voces que oímos entre somníferos.
Las que nos sobresaltan desde una olla de negrura,
pasada la media noche "como si fuera la hora de
la memoria" |
" o de las cuentas de la vida"
con sus diferentes modos de hacernos morir,
de bruces, entre cuatro paredes.
Inmóviles "no gritando"
"no el cuerpo en el cuerpo"
dando vuelta al reloj que acercará de todos modos
la hora de algún personal Apocalipsis,
el momento en que todo puede ocurrir,
mientras los pedales de la noche se mueven...
Y hay voces que nos acompañan en un silencio de prisión.
Profundamente, ¯profundas¯ bajo nuestra violencia.
Que nos gritan a menudo su -NO. Nacen y mueren.
Y otras efímeras, -de tan ligeras,
Que en cada instante tú las ignoras.
Hay las que se confunden en imágenes
y pertenecen al gran poema del mundo -de la tierra-
El poema anónimo de alguna hora en toda su belleza,
con la que desafía a todo lo que vale la pena:
Voz del campo antes de la primera estrella.
Rumor de sauces desflecados que cabecean sobre las aguas,
entregados a un vaivén que es el mecer de la melancolía.
El balancín de la tristeza,
en las sutiles señalizaciones terrestres.
Y voces de pequeñas fogatas en el atardecer
en donde aprendimos a leer en la lengua de los sueños.
O la del perro amarrado a esa puerta caída,
tal como lo acomodaron los últimos en irse,
y que es, sin más, la Palabra de la Muerte.
Hay voces de siglos:
la de la ola arrojada al arrecife.
La voz de las cascadas,
la de las conchas que hablan sin cesar,
y que acerca a la oreja para escuchar al mar
aquél que está muy solo, |
la de hojas caídas que amontonadas ruedan, o se mueven.
Y otras que son todo lo que debe ser, aún:
Las de muchachas y muchachos dispersándose
al final de la fiesta -al retomar su día-
en donde nunca deben apagarse las luces,
en donde siempre debe escucharse la música...
Voces de eternidad -De lo arcangélico-
Alas sobre nosotros?
Sombras de alas que inventa la ebriedad, la vigilia, la fiebre.
Cuando el objeto del deseo está más allá -Oscuro?
cuando ceden los bornes de la mente, -en la vela-
Y hay voces intraducibles, voces truncas,
para el desvelamiento de un secreto
que roza y que de pronto se detiene...
Y otras que no tienen de dónde ni adónde caer,
las sonámbulas, fuera de su contexto,
y las que se crean de la nada algunos días,
perdidas en un simple juego de cadencias.
Y hay las que permanecen en las cosas -y duermen-
de una extremada levedad, de otra acústica,
que más que oír, sentimos.
Aliento detenido que antes de ser, se esfuma,
en el hálito breve de las habitaciones vacías,
en los viejos arcones de madera,
en espejos de deslustradas lunas...
Voces que son de allá, -de un olvido-
Que quedaron atrás, en el más atrás de nuestras vidas
encerradas entre los álbumes, entre los sellos de correo,
entre las desgarradas etiquetas de unas maletas...
de las rutas que fueron y de vientos que te reclaman
desde la cruz del Sur hasta las estrellas de Alfa y Omega.
Y aún hay voces rechazadas, inhibidas, llenas de culpabilidad,
amordazadas en cuanto sea posible:
las de los vasos de whisky o del café y los cigarrillos,
temblorosas, agachadas en la soledad de las bocas.
Voces de encuentro y voces de apartamiento.
Voces primeras, sin más adónde ir -sólo adentro-
que trabajan calladas para situarse en el verso.
Voces para contar los sueños mientras sueñas...
caminos oscuros por donde recobro -otra vez como
al empezar- |
mi corazón de niño perdido
desde las palabras del poema.
A veces Henry
A veces Henry tuvo algún dinero
e invitó a sus-camaradas,
de un sexo o de dos, inteligentes
o encantadores, o ambas cosas a la vez,
los que dijeron, quizás sí,
pero como hizo él, vinieron y se fueron,
y no llegaron a ser mucho.
Del mismo modo otras veces Henry,
se irguió con coraje pagano, en arrebatada pareja,
con el huraño amigo que lo acompaña,
frente a las -según el mismo Henry, pacatas,
gentes de otra generación-
Que llenan las formas y se callan de sus asuntos.
A los que proclaman con un gesto augusto,
en el éxtasis austero del justo,
que "estamos viviendo unos tiempos infames".
Balance
Es terrible no encontrar a dónde ir...
De las casas unas están destruidas,
sin lecho, a oscuras y con telas de araña,
con lepras en los muros y con espectros tristes,
otras se alzan tan falsas como un decorado.
Del palacio o la casa encantada,
la tapicería vemos gastada, anticuada.
No hay belleza en aquel lugar, no hay misterio,
y continuamos nuestro aislado camino,
en el jardín gotea el surtidor del cansancio.
Hay posadas que ya no se abren más por nosotros,
con las que hemos perdido el contacto,
cuando exentos de excusa, buscamos,
titubeantes como un extranjero,
o aun como mendigos, lejanos, extraños...
Es terrible no saber a dónde ir,
al final del día muerto
a la hora en que a veces se bebe, o se mata.
Encontrar que no hay sendero,
no hay camino, no hay puerta, donde llamar,
en la fatua sonrisa del triunfo,
o en el pobre final, consumida ¡la Casa del Alma!
Mario Rivero nació en Envigado, Antioquia, en 1935, murió en Bogotá en 2009. Poeta, periodista y crítico de arte, cantor de tangos en su juventud. Publicó, entre otros, los libros: Poemas Urbanos, 1963; Noticiario 67, 1967; Y vivo todavía, 1972; Baladas sobre ciertas cosas que no se deben nombrar, 1972; Baladas, Antología poética, Colcultura, 1980; Mis asuntos, 1986; Vuelvo a las calles, 1989; Del amor y su huella, 1992; Mis asuntos, Antología poética, Arango Editores, 1995; Los poemas del invierno, 1996; Poema con cámara, Camiri 67, 1997; Flor de pena, 1998; Qué corazón, 1999; V salmos penitenciales, 1999 y La balada de los pájaros, 2001. En el año 2001 recibió el Premio Nacional de Poesía "José Asunción Silva" por su vida y obra.
Dirigió la revista de poesía Golpe de Dados, en Bogotá, que circuló desde 1973 hasta 2009. Se publicaron 216 números editados en 36 volúmenes.