Condiciones subjetivas para la irrupción del Festival de Poesía de Medellín
Por: Jairo Guzmán
Había una reverberación cultural, espacios de discusión, grupos de estudio, conjunción de saberes. Hasta la irrupción de la matanza en los años 80s, Medellín había sido una ciudad agradable, cargada de leyendas urbanas; sus habitantes amaban y aman el tango y la obra de Porfirio Barbajacob, era la tierra de León de Greiff y sus cómplices, quienes se reunían en el bar Los Búhos Estáticos a realizar sus veladas, leyendo sus poemas, rememorando versos de Charles Baudelaire, Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Aloysius Bertrand, Edgar Allan Poe. Un grupo de poetas y literatos, adoradores del dios Pan, editaba la revista Panida. Poetas vitalistas, nietszcheanos, intensos en sus aventuras, habitaban por aquellos dias la Medellín de los años veinte, ceñida por un ambiente bucólico pero, al mismo tiempo, abierta a los aires cosmopolitas de la época. Ciudad pujante, surgida de un valle entre montañas que la cercaban, y la rodeaban de manera opresiva porque no se veía el horizonte. El horizonte estaba en su deseo, en su sed de mar, de libertad, en su soledad entre montañas.
Muchos poetas locales, ahora olvidados, habían cantado por estas calles, habían escrito sus poemas para espantar el tedio, para matizar las atmósferas misteriosas de sus noches invernales. Ciudad industrial desde comienzos del siglo XX, se hizo famosa por su vocación textil. Poblada por personas provenientes del campo, que venían huyendo de las violencias, con la intención de establecerse y hacer su nueva vida. En toda familia existían ancestros campesinos. Todas esas migraciones hicieron posible que se erigiera una ciudad en la que habitaban ahora casi un millón y medio de personas. La “ciudad de la eterna primavera”, ciertamente de un clima agradable, que invitaba a caminar, a celebrar la vida. Aquí el idioma tenía unas sonoridades especiales, un tono, una música, un canto agradable al oído. Había versos gravitando en las atmósferas del Valle de Aburrá.
Un valle paradisíaco encontraron los conquistadores españoles. Los indígenas que lo habitaban vestían túnicas blancas. Se negaron a ser sometidos. Y prefirieron ahorcarse a ser esclavizados por seres grotescos. Fueron exterminados, pero advertimos su presencia espiritual. Algunos lugares tienen nombres de caciques, que murieron por su propia mano antes que vivir encadenados; como el Cerro Nutibara, lugar tutelar de la ciudad. El cacique Nutibara gobernó tribus de la región que hoy es Antioquia. De esos pueblos no quedó casi nada, fueron aniquilados, pero algunos vocablos originarios siguen resonando en nuestros oídos.
El Valle del Aburrá fue un sitio lacustre, lugar de convergencia de aguas en forma de riachuelos, tributarios del río Medellín. Era un santuario y un paraíso de aves migratorias. Aquí se adoraba a los dioses de las aguas. Así que esta ciudad se ha levantado sobre un santuario de indígenas dignos y laboriosos, contemplativos y rebeldes.
En los años setentas ya el río estaba transformado en vertedero de desechos industriales y domésticos. Para esa época Medellín estaba en plena transformación urbana, con las características propias de cualquier ciudad latinoamericana. Se percibían cordones de miseria y condiciones de pobreza acentuada, propias de una ciudad industrial.
Cuatro años después de haber presentado Eduardo Escobar su última obra Cuac! en 1970; José Manuel Arango (Este lugar de la noche y Signos), Elkin Restrepo (Bla, bla, bla), Jesús Gaviria (Una corta danza), Elí Ramírez (En la parte alta abajo), Anabel Torres (Medias nonas) y Víctor Gaviria (Con los que viajo sueño, y La luna y la ducha fría), convergieron en torno a la publicación de la revista Acuarimántima, que alcanzó 33 ediciones, entre 1974 y 1983.
Paralelo al detritus urbano había en la ciudad una reverberación poética y artística. Circulaban revistas que aparecían como estrellas fugaces. Tentativas de los jóvenes poetas por divulgar su expresión. Son los albores de la década de los ochentas. Existía un lugar de encuentro situado en la avenida La Playa, entre El Palo y Girardot, el restaurante bar La Arteria desde donde, bebiendo cerveza, podíamos ver ese río humano, magnético y sensual, que fluía por la vía. Bajo la calle corría el antiguo riachuelo de Aná (quebrada de Santa Helena). Concurrencia de estudiantes, empleados, abogados, poetas, escritores, periodistas, muchachas lectoras, creadoras, experimentadoras de la complicidad masculina, en las noches de licores de todos los colores, risas, juergas. Después de permanecer en La Arteria se iban a bares de tango, de salsa y de rock. La vida en la bella villa estallaba en risas, intensidades nocturnas, lecturas cómplices: ahí confluían los poetas comprometidos con la lucha social, los perseguidos; los poetas intimistas, los poetas surrealistas, los exterioristas, los aficionados, los exhibicionistas, en fin, un zoo poético agradable para algunos, exótico para otros y molesto para otros más, y así se remaba la noche en mares de cerveza, ron y aguardiente.
Las aventuras amorosas y eróticas de la noche, las acaloradas discusiones en torno a asuntos ideológicos y políticos, o la exaltación de jóvenes leyendo sus poemas, fungiendo de poetas con un aire de misterio y asombro. Los jóvenes poetas conocían el cine arte europeo que ofrecían los cineclubes, el memorable Cine Subterráneo y el Teatro Libia, largometrajes dignos de ser vistos y discutidos en las conversaciones en los bares.
Al bar La Arteria concurrían poetas y artistas de diversas generaciones. En una noche de luna plateada y jolgorio etílico, convergían viejos poetas anteriores al nadaísmo, poetas fundadores de ese movimiento contestatario, poetas posteriores al nadaísmo, y noveles poetas que, finalizando la primera década del siglo XXI, son ahora poetas consolidados, que no declinaron respecto a su vocación y designio de poetas.
De los nadaístas, que habían escandalizado al país, desnudando su moral hipócrita y su espíritu retrógrado, pasaron por La Arteria Darío Lemos, Amílcar Osorio, Alberto Escobar, Jaime Espinel, Humberto Navarro Lince (Cachifo), Eduardo Escobar y Jotamario Arbeláez. Allí también bebió ron Angela Mary Hickie (Angelita), compañera de Gonzalo Arango, fundador del nadaísmo. Pese a su inicial ímpetu revoltoso, el nadaísmo fue derivando a blandas posiciones, hasta que Gonzalo Arango declaró al represivo presidente Lleras Restrepo “poeta de la acción”, en la ceremonia de estreno del barco de la armada ARC Gloria. Como contraprestación viajaría a Puerto Rico en el mismo velero. “Es que Gonzalo nunca había salido del país”, explicó Angelita.
De los poetas posteriores a los nadaístas, los poetas Raúl Henao y Fernando Rendón eran habituales en aquel bar, se conocían desde dos décadas atrás, y eran cercanos a Juan Manuel Roca, quien emigraría a Bogotá en 1974. Estos tres poetas editaron con Fernando del Río la revista Clave de Sol en 1972, de gran aliento y efímera vida. Muchas historias los ligan a Versalles, San Felipe y La Arteria y desde allí, quién creyera, se hacía público su carácter, su nombradía.
Concurrían poetas más jóvenes, en un permanente contacto por sus afinidades en el diálogo intergeneracional, entre ellos los hacedores de la revista Siglótica: Eduardo Peláez, Alberto Vélez, Gabriel Jaime Caro y Gabriel Jaime Franco. Allí podíamos encontrar, con frecuencia, a Rafael Patiño y a Omar Castillo, quien fundaría en 1984 la revista Otras Palabras. Acudían los integrantes de la revista Punto Seguido, fundada en 1979 por John Sosa, Luis Fernando Cuartas, Jesús Rubén Pasos y Wilson Frank; los jóvenes que editaban incipientes revistas literarias, de corta duración, como Grano de Arena, Maya, Zócalo, Pares y Ají. Parte de la historia de la lírica en Medellín, a través de las dos últimas décadas del siglo pasado, está asociada a este bar y a sus visitantes. Claro que había otros lugares donde, simultáneamente, reverberaban la vida de los poetas y de sus cómplices. Los bares de salsa El Suave, El Oro de Munich, La Bahía, Los Tres Tristes Tigres y El Club de la Sonora, cuyos precursores unos años antes, en la zona de Guayaquil, habían sido Brisas de Costa Rica, y el Aristi, entre otros, puntos de referencia y sitios de encuentro de personas que han influido de variadas maneras en la vida cultural de Medellín. Los poetas de la ciudad experimentaron muchas noches de celebración en esos lugares, ahora legendarios en la memoria. Ellos poblaron la noche adorable con su habla, su ebriedad, su risa y su poesía.
En contraposición al caos y a la abismal circunstancia política del país, agravada a mediados de los años ochentas, gravitaba un espíritu de renovación, de cimentación de un país vivible, entre artistas y creadores literarios. Había bastante producción poética en Medellín, se realizaban lecturas de poemas, conferencias, peñas folclóricas y actos de solidaridad con las víctimas de la represión. Las publicaciones no surgían espontáneamente, eran el resultado de la necesidad de expresión de grupos de artistas y poetas, para reafirmar su voz, en un tiempo que cercenaba cruelmente los derechos de las personas, mediante el terror sistemático promovido en la ciudad y en el país.
En las décadas de los setentas y ochentas se publicaron obras fundamentales de Juan Manuel Roca: Memoria del Agua, Cartas desde el sueño, Los ladrones nocturnos; Señal de cuervos; País secreto y Ciudadano de la noche. Raúl Henao estaba en la plenitud de su creación poética y se conocían ya algunos de sus mejores libros: Combate del Carnaval y la Cuaresma, La Parte del León, El Bebedor Nocturno y El Sol Negro. Fernando Rendón había publicado Contrahistoria, en 1986. Otros poetas habían hecho públicos valiosos libros de poemas, entre ellos Rafael Patiño (Clavecín erótico), Carlos Vásquez (Anónimos y Eclipse de Sol), Carlos Bedoya (Pequeña Reina de Espadas), Gabriel Jaime Franco (En la ruta del día), Gabriel Jaime Caro (La risa de Demóstenes, rara), Alberto Vélez (Para olvidar de memoria), Liana Mejía (Extraña en mi memoria), Javier Naranjo y Carlos Enrique Ortiz (Orvalho), y Gustavo Garcés (Libro de poemas). Ellos contribuyeron de manera sustancial a configurar un nuevo panorama de la poesía en Medellín y en Colombia. En ese ambiente de ebullición y entusiasmo creador se produjo la génesis de la Revista Prometeo.