La subversión intangible: Lectura de los manifiestos de Cláudio Willer
Por:
Floriano Martins
Traductor:
Benjamín Valdivia
Dijo en una ocasión Octavio Paz, en su Corriente alterna (1967), que "la dificultad de la poesía moderna no proviene de su complejidad, sino de que exige, como la mística y el amor, una entrega total (y una vigilancia no menos total)". Esta entrega total será la condición legítima para la anulación de distinciones entre lo real y lo imaginario, según defendía André Bretón. Ambos estarían de acuerdo en que el asunto se resuelve mejor desde el punto de vista de una ética que del de una estética. La necesaria subversión del lenguaje se aplicaría aquí en sentido más amplio, apenas limitado por las relaciones entre forma y significado. Se trata de una afirmación de contradicciones, desdoblándolas hasta que operen como reveladores de una realidad otra. Desde la modernidad, el poeta no puede sino ser el ingenuo hacedor de versos, correspondiéndole una sensibilidad más depurada que le permita el continuo descubrimiento de nuevos vínculos entre su propia identidad y la percepción de la presencia de lo otro en su creación. En esta simple conducta radica toda la aventura moderna de la poesía. A partir de su desencadenamiento, la lengua poética se reconfigura, estableciendo nuevos códigos, afirmándose como el contradiscurso que la caracteriza en su raíz.
La noción de contradiscurso está ligada al modo como percibimos el mundo a nuestra vuelta. Si nuestro entendimiento se limita a una condición binaria, la formulación de un contradiscurso será una simple contraposición al discurso dado. Por otra parte, si lo entendemos como una entidad triádica, en la cual la presencia de los opuestos es mediada por una instancia que tanto puede ser su suma como su anulación, entonces el contradiscurso necesita profundizar su radio de acción, consciente de que tanto la percepción de imágenes como la formación de ideas son aspectos que se encuentran ligados a una aceptación de contradicciones, formulaciones que pueden ser delimitadas por asociaciones, golpes del azar, acomodos, vislumbres, etc.
Quiero particularizar estas observaciones preliminares abordando un momento aislado y hasta hoy no sopesado en mi país en lo que atañe a la afirmación de ideas y la invitación al diálogo llevados a término por el poeta Cláudio Willer en el decurso de toda una vida, pero sobre todo en sus tres libros de poesía, todos acompañados de manifiestos que optan por una reflexión ante la mera exposición o imposición de vertientes estéticas o ideológicas. En tres ocasiones - Anotaciones para un apocalipsis (1964), Días circulares (1976) y Jardines de la provocación (1981) -, inclinó la propia poesía con la exposición del pensamiento acerca de las cuestiones que le parecían fundamentales tanto para el entendimiento de la Modernidad como del modo brutal en que esa Modernidad estaba siendo rebajada en Brasil, seguramente en nombre de una oligarquía que, esquizofrénica, nos ha cercenado una relación más directa con la historia.
Lo que me parece esencial en la recuperación de los manifiestos referidos no es tanto el hecho de que un poeta brasileño se disponga a reflexionar sobre estos asuntos básicos que orientan (o distorsionan) la contemporaneidad - ese hecho, por sí solo, ya sería fundamental, toda vez que vivimos en una sociedad cuya tónica es que sus componentes se abstraen de responsabilidades para con ella -, sino más bien de que lo que afirma a lo largo de tres décadas se mantenga como un cuadro prácticamente inalterado. O sea, no se ha tomado consciencia de la importancia de su indispensable acción (o también reacción) en lo dicho respecto al comportamiento del poeta brasileño al menos en el decurso de ese periodo al que alcanza la reflexión de Cláudio Willer.
Quizás esta afirmación (mía) cause un cierto impacto, si pensáramos en una siempre relativa difusión de nuestra poesía en el exterior. Innumerables aspectos, desde la eclosión de los ismos al principio del siglo XX, propiciaron distorsiones en la comprensión del papel que debería pasar a desempeñar el poeta en nuestra sociedad, y lo mismo para la propia concepción de nuevas afirmaciones estéticas. Lo que Cláudio Willer pone en discusión en los manifiestos es que no se puede distinguir nuestro comportamiento ético de su correspondiente estético. Cuando una cultura refrenda la producción como condicionante para la afirmación de sus valores, ya tenemos ahí una distorsión. En nuestro caso, se puede acrecentar un factor ideológico, no en la limitación binaria usual, sino en una perspectiva que nos define desde la colonización portuguesa: un nepotismo tan arraigado que llega a hacerse cínicamente imperceptible o livianamente aceptable.
En los tres manifiestos, Cláudio Willer aborda aquellas preocupaciones que eran suyas, naturalmente, correlacionándolas a los temas de ocasión. En 1964, iniciábamos nuestro periodo histórico bajo la vigilancia de un régimen militar. Igualmente, Willer ya destacaba que "analizar la posición de cada una de esas escuelas y tendencias sería la tarea exclusiva y jamás realizada de la crítica literaria", al referirse a una necesidad natural de que los brasileños percibieran lo que pasa en el resto del mundo. Doce años después, abordaba un fraude en nuestro sistema educacional, que permitía intencionalmente el analfabetismo y la consecuente desarticulación verbal de toda una juventud. En aquella ocasión, ya afirmaba que "el culto esotérico de las logorreas tecnocráticas, los tics de los economistas, administradores y semiólogos" eran formas que incapacitaban cualquier diagnóstico lúcido en relación con la época.
Cláudio Willer era una voz prácticamente aislada en ese momento, en que la poesía brasileña mezclaba adhesión y aislamiento, sin ser posible una perspectiva de subversión del lenguaje. Es curioso ver que Octavio Paz se haya dejado encantar por el Concretismo, llegando a declarar que "en 1920, la vanguardia estaba en la América Hispánica; en 1960, en Brasil", una contradicción al menos extraña en tanto igualmente decía que la comprensión de las vanguardias atañía más a un plano moral que al intelectual. El hecho es que no había moral alguna, en una coyuntura ética, sea en el manifiesto o en su discurrir, en lo que afirma respecto del concretismo. Tal vez Paz estuviera, en esa ocasión, por demás fascinado por un make it new en sí, que le habría llamado más la atención al hecho de la novedad ya de Brasil o de los Estados Unidos.
¿Con qué tipo de subversión tratamos? En uno de los manifiestos, Willer llama la atención al hecho de que "la poesía es al mismo tiempo transitoria y esencial, se remite a los fundamentos, a lo concreto que está por detrás de las apariencias, y simultáneamente apunta hacia su propio fin, hacia su desaparecimiento como forma autónoma de arte o de comunicación". Ante ello, ¿cómo considerar, por ejemplo, el Concretismo en la condición de una vanguardia, cuando se mostraba en doble desacuerdo con esa referencia aquí citada? La base del Concretismo no señalaba a una afirmación estética, toda vez que allí se verificaba la supresión del elemento humano - Adolfo Casais Monteiro observaba entonces que abstraído el elemento tiempo caía por tierra toda la concretitud buscada -, ante una abstracción del discurso. Equivalía a potencializar un radical intelectual que no encontraría jamás correspondiente en el plano coloquial.
La condición básica de instauración del concretismo en Brasil no se dice propiamente respecto a la fascinación por la novedad de dislocamiento de signos, su intelectualización exacerbada de las teorías epistemológicas en boga, impurezas de tal orden. Su afirmación entre nosotros se da como una confirmación de una tradición ligada a la sumisión formalista, en la que la poesía se realiza tan sólo como entramado de fibras que resultan apenas en una perspectiva formal. Al ignorar lo otro, se ignora a sí mismo y, por tanto, la propia condición de actuación en los dominios de tiempo y espacio que nos toca vivir.
En una relación binaria ya aquí mencionada, el brasileño jamás consiguió entenderse a sí mismo sino mediado por ese absurdo. Igualmente, se podría considerar una frase de Casais Monteiro, cuando dice que "el mal de la poesía son los falsos poetas que toda la gente entiende y no los revolucionarios que toda o casi toda la gente considera ininteligibles". Aunque entendiendo lo que dice Monteiro, es importante recordar que el poeta busca más que una comunicación, o mejor, busca una afirmación de esa perspectiva de comunicación. La duda que nos anima es hasta qué punto habría sido defraudada una perspectiva de contradiscurso como característica de nuestra cultura. Recorrer los manifiestos de Cláudio Willer apenas afirma su agudeza envolviendo los tópicos esenciales de nuestra explicación.
Luego en el primero de ellos, Willer se refiere a "un equívoco en la condena de posiciones de aislamiento, de marginalidad, de individualismo e intransigencia frente al enlace político", recordando que "éste implica una serie de concesiones, de emparejamientos, en suma, en un conformismo y un acomodo apenas disponiendo de otro nombre y justificados por la promesa de un cambio social a largo plazo". El manifiesto del poema-praxis, propuesto por Mário Chamie en 1961, mencionaba una "realidad escondida" como área de interés para la construcción de un poema, o sea, apostaba a una disensión entre dialéctica y vivencia. Por otro lado, aspectos como el onirismo y la percepción afinada de la realidad jamás fueron bien vistos en nuestra tradición literaria, y la propia concepción de la experiencia individual siempre estuvo nublada por una lectura equívoca de la experiencia colectiva, una situada en contraposición de la otra. Cabe recordar aquí con Willer un comentario a propósito de Stekel, "de que la sociedad no puede ver libremente concretada en individuos aquello que sus miembros reprimen".
A menos que tomemos como base la excepción y no la regla, la tradición poética brasileña se vincula a un formalismo inocuo y exacerbado, que raras veces se encuentra con la conocida proposición de Maiakovsky, de que no hay arte revolucionario sin forma revolucionaria. Aunque el manifiesto del concretismo sitúe parcialmente al Dadaísmo entre sus precursores, ni de lejos se puede vincular a la vanguardia brasileña aquella "actitud metafísica" o el "espíritu profundamente anárquico" que siguiendo a Duchamp y Bretón, respectivamente, caracterizaba al Dadá. El Brasil de entonces se escondía de las persecuciones ideológicas, o se adhería a las innumerables variantes reaccionarias de ocasión. Una vez más nuestro alardeado perfil pasional encontraba más facilidades en la imitación que en la fundamentación de una afirmación o resistencia cultural.
En el segundo manifiesto, Willer llama la atención al hecho de que la poesía no se puede desvincular de su componente social, estableciendo que "perder esto de vista lleva invariablemente al formalismo, al cultivo de alguna propuesta estética como fin en sí, desvinculada de las reales condiciones sociales e históricas con las cuales se relaciona", observando también que tal circunstancia "pasa a ser consumismo, el culto reaccionario de algún modo de expresión pretendidamente contracultural, pero desvinculado de cualquier acción concreta contra esa misma cultura". El propio Willer acrecienta el riesgo constante de "establecer una vasta confusión entre antecedentes y consecuentes", lo que nos lleva a ejemplificar la risible "permanencia libre de la negatividad permanente" defendida por el Poema-praxis, o la obsesión por trasplantar hacia áreas de concepción dualista de la realidad la síntesis de los hai-kai, efecto distorsionado de un "método ideogramático" defendido por el concretismo.
El consumismo al que se refiere Willer se revela en la relación de dependencia subyugada entre creación y producción, el estilo invariable con que la prensa y el mundo editorial se sustentan en mi país, culto masónico al corporativismo, coadyuvantes de una menos realidad - en contrapartida del sentido de más realidad defendido por el Surrealismo -, a la cual se encuentra hoy enteramente comprometida toda nuestra expresión artística o, como quieran, producción cultural. Vivimos una realidad absolutamente masacrada. Nuestra obsesión por el cine, por ejemplo, se limita a un plano competitivo, una estrategia de mercado. El gran negocio en que se transformó la canción popular casi equivale a la exportación de jugadores de fútbol. La única ideología posible se llama mercado, con su presupuesto formalista, al cual nos adherimos integralmente.
En ningún momento se percibe en Brasil que no hay modo saludable de desplegarse con los estatutos de una sociedad represiva. Hoy el país se descaracteriza a ojos vistas. Igualmente una imagen creada en el exterior, si pensáramos en la bossa nova o en el fútbol, tiende a su distorsión o dilución . Una vez más lo que estaba presente en los tres manifiestos de Cláudio Willer se repite. Los más jóvenes poetas brasileños que podrían ser mencionados como tales se inscriben ya en una tradición formalista, nuestro parnasianismo perenne, inagotable, y se drogan de aquella "realidad escondida" como pequeños burgueses satisfechos de la emanación de sus discursos, pero sin relacionarse con el resto del mundo.
Tal vez la tierra más inhóspita a la poesía se llame Brasil. No que no tengamos grandes poetas. Sino que somos súbditos en demasía. Y nuestro comportamiento se mezcla con aquella presunción que conspira contra el enriquecimiento de una idea, su fundamentación y propagación. Nuestra idea aquí era abordar un fraude sistemático en lo que podría llamarse contradiscurso. Una absurda falta de carácter consubstancia un perfil nacional. Libros como El laberinto de la soledad o El nicaragüense, respectivamente de Octavio Paz y Pablo Antonio Cuadra, sitúan un padrón relativo a los tópicos internos y externos de una cultura. Pienso que Cláudio Willer, de algún modo, se aproxima a ellos, por una razón simple: ningún otro poeta en Brasil tomó para sí la tarea de considerar como indisociables las relaciones entre poesía y sociedad.
De vuelta al inicio, nuestra idea de modernidad estuvo siempre más ligada a la complejidad formal, una vez que nuestro beletrismo nunca cedió a la visceralidad exigida por la poesía moderna. Willer tiene razón: cuando parecemos innovadores lo somos tan sólo desde un punto de vista tangencial, o sea, tendemos "más hacia el polo de la ironía, de la sátira y de la parodia, que al de la creación de nuevos códigos, de un verdadero contradiscurso". Tal condición avanza y hoy determina una relación cuando mucho tangencial entre poesía y sociedad. Nuestros poetas siguen escapando de sí mismos, creyéndose herederos de una tradición que los aleja de un diálogo franco con otras culturas. Creo que junto con los tontos que se consideran partícipes de una revolución del lenguaje a la que intitulan neobarroco, los brasileños que se exceden en una debilidad meramente descriptiva de escenas ayudan a componer un cuadro de estigmatización que afirma, en nuestro caso, una identificación voluntaria con esa tradición formalista, aristotélica, causal, que define la poesía brasileña a lo largo de los tiempos.