Conversacion con Cees Nooteboom
Tomado de Blog de Antón Castro
-Tuvo usted una infancia muy peculiar: su padre murió en un bombardeo en 1945, pero antes había salido al balcón a contemplar el teatro de la batalla sentado en una silla.
-Eso fue el inolvidable 10 de mayo de 1940 en que se producía un bombardeo terrible de aviones alemanes. Nosotros vivíamos al lado de un aeropuerto militar y mi padre era un ser curioso. Aunque no lo he conocido muy bien, tendría yo seis o siete años, colocó una silla en el balcón para ver el desorden: los paracaidistas, el fuego sobre Rotterdam en la lejanía. Contemplaba aquello como si fuese un teatro de la devastación, recuerdo que tenía mucho miedo. Miedo. Miedo. Pero después, y es irónico y trágico, en 1945, casi antes del fin de la II Guerra Mundial, murió en un bombardeo inglés sobre La Haya, que era el lugar donde vivíamos. Yo no estaba presente porque en el invierno de 1944 en las ciudades había un hambre atroz y me habían enviado al campo en la campaña donde estaba mi madre. Mi padre se murió, a consecuencia de las heridas, del tétanos, que es una muerte muy terrible.
-Usted, años después, fue a otro teatro de la guerra: a Hungría, invadida por los tanques soviéticos.
-Sí, pero entonces era periodista ya, escritor joven. Me habían invitado a acudir unos amigos. Me habían dicho: “Vamos a la revolución. ¿Quieres venir con nosotros? Debes estar listo en diez minutos”. Aquella visión me cambió la vida y mi visión política: había cuerpos mutilados y muertos en medio de un movimiento de camiones y soldados soviéticos que querían cerrar el país (y lo cerraron durante 30 años) mientras la OTAN y los Estados Unidos permanecían quietos. Eso, y mi estancia en Berlín del Este, cambiaron mi visión política. Fue como si perdiera la inocencia comunista. Discutí muchísimo con mis amigos de izquierda.
-¿Qué quiso ser usted primero: escritor o viajero?
-Las dos cosas. Nunca he sabido las razones de mi pasión por el viaje: me ha pasado. Fue un impulso, el destino. El viaje y la escritura son mi vida. Es así, nunca me lo he propuesto. Y he podido hacer felizmente esa combinación. He escrito novelas, poemas, pero siempre lo he hecho sobre mis viajes. De esta manera he podido hacer económicamente estos viajes, me he ido a Japón, África, Australia o Estados Unidos.
-Creo que con menos de 20 años ya se trasladó en autostop por toda Europa.
-Sí. Entonces eso era posible. Yo había estudiado en distintos colegios, de los que me han expulsaron varias veces, trabajé en un banco y un día le dije a mi madre: “Lo dejo todo. Me marcho de viaje”. Le hablo de 1953 y 1954, en este año fue cuando vine por primera vez a España. En ese momento no había autopistas, se iba muy bien por carreteras secundarias, y ahora con las autopistas es mucho más difícil hacer autostop. De vez en cuando veo a alguien haciéndolo y siento una gran nostalgia, pero ya no soy joven.
-¿Qué es lo que le trajo a España entonces?
-El sur, la idea del sur. No tenía idea de lo que era España porque era muy joven. Había estado en Italia antes y me había sorprendido mucho por sus teatros, por su música, por su arquitectura. Cuando vine por primera vez me pareció un país duro, el idioma menos musical que el italiano, pero uno o dos años después pensé que era completamente al revés. España me pareció un país con unos espacios inmensos, muy vinculado a la tradición: a los judíos, a los árabes; nosotros en Holanda vivimos en un país superpoblado. Para mí España es uno de los países ideales para viajar. Me fascina el idioma español. Nunca ha pasado un año sin estar aquí, de hecho tengo casa en Berlín, Amsterdam y en Menorca, donde paso cuatro meses al año.
-He leído, en algún texto autobiográfico, que estuvo en París y que el descubrimiento de la ciudad le marcó la vida.
-Sí, pero nunca estuve mucho tiempo en París. Hablo francés, recuerdo mis viajes en autostop con camioneros. En Holanda hemos aprendido siempre tres idiomas: inglés, francés y alemán; el español vino más tarde. Lo aprendí en la calle. El francés era un francés de escuela y con el francés de los padres franciscanos no podías ir muy lejos; en realidad, quienes me lo enseñaron fueron los camioneros que me llevaban de aquí para allá.
-A mediados de los 50 también hizo dos viajes que parecían bastante osados: a Mali y Bolivia.
-Fueron más tarde. Hubo antes otro viaje: me enamoré de una mujer joven de Surinam, colonia holandesa, y su padre era director de una compañía de navegación, de una naviera. Le dije: “Me quiero casar con su hija”. En aquel tiempo necesitábamos permiso del padre porque ella tenía sólo 18 años. El padre me escribió una carta: “Puedes venir como pasajero en uno de mis barcos, y no pagas, pero también puedes trabajar como marinero”. Y puso entre paréntesis una frase: “Un americano lo haría”. Después de un mes en el barco como marino para todo –sólo éramos blancos el capitán y yo, el resto de la tripulación era negra- yo me había hecho muy amigo de mi futuro suegro, pero al final me dijo: “Bueno. Eres mi amigo, pero no puedes casarte con mi hija”. La muchacha y yo nos escapamos a Nueva York y nos casamos allí, donde no precisábamos permiso.
-¿Cuándo vino por primera vez a Aragón?
-Más tarde. La primera que vine a España fue por Galicia, por Santiago de Compostela. He pasado muchísimas veces por Aragón porque cuando vuelvo, siempre vengo en coche, entro por los Pirineos y me voy a Jaca. En Jaca está uno de los sitios preferidos de mi vida: la catedral de Jaca, que es un edificio de una intimidad increíble. A mí me gusto muchísimo. No se parece a esas catedrales majestuosas del país. He escrito mucho sobre ella, sobre San Juan de la Peña, sobre los monasterios aragoneses, las iglesias románicas. Y el paisaje. Eso se ve en mi libro “Desvío a Santiago”. Francia es muy distinta de España: es demasiado cultural y sofisticada ya. En los 50 y 60 España era muy diferente de la España de ahora, pero también de la Europa de entonces.
-En distintos libros suyos, en “Desvío a Santiago” especialmente, habla de lugar que para nosotros es muy especial: el monasterio de Veruela.
-Sí, ya sé qué allí pasó unos meses Gustavo Adolfo Bécquer. Es uno de mis sitios preferidos. Me gustan mucho esos recintos de intimidad y también el silencio de las iglesias.
-¿Cómo fue su carrera desde los 60 a los 80, cómo podríamos definir su aprendizaje y evolución?
-Lo que ha pasado es que he escrito en holandés y hay muy poca gente que puede leerlo. Es una apuesta personal y un compromiso con mis raíces. Los editores extranjeros no podían leer mis libros, y en un momento un grupo americano me dio un premio que consistía en la traducción de una novela mía, “Rituales” (1984), y en ese momento todos pudieron leerme, incluso una editorial española como Edhasa. Luego lo que ocurrió conmigo es que de repente en Alemania se vendieron muchísimos libros, y eso ha cambiado mi vida. Ahora me publican en todas partes.
-Insisto en la pregunta. ¿Cómo fueron esos años oscuros hasta que se dio a conocer mayoritariamente? Además de viajar, usted es traductor de Gil de Biedma, Pavese, Antonio Machado o César Vallejo, usted ha escrito poesía, mucha poesía, más bien oscura, ¿no?
-Antes sí. He evolucionado hacia la claridad. Soy mucho menos oscuro. Acaban de publicar en Alemania una antología de mis poesías; si fuese tan hermética o incomprensible, tal vez no lo hubiesen hecho.
-¿Qué tipo de escritor quería ser usted en los 70 y 80, en ese periodo de consumación y de conquista de la madurez?
-No quiero ser un escritor que cuente anécdotas como ocurre con una parte de la literatura inglesa o norteamericana. Intento que mis textos tengan ironía, reflexión, filosofía; a mí me gustan muchísimo autores como Italo Calvino, Jorge Luis Borges, o Vladimir Nabokov, pero soy otro tipo de escritor aunque me gusta mucho su obra. Para mí lo esencial son la meditación y el estilo.
-He visto que en distintos lugares le comparan con Hermann Broch, con Antonio Tabucchi, con Kundera, incluso con Thomas Bernhard.
-Creo que no tengo nada que ver con Broch o Thomas Bernhard, que es un magnífico escritor pasional y monotemático. Yo empecé escribiendo un libro que se llamaba “Felipe y los otros”. Entonces ya podía decir que era escritor, pero me faltaba experiencia, conocimiento del mundo. Había escrito la modesta experiencia de un joven y pensé que ya no tenía nada más que contar. El volumen tenía un poco de Kerouac, y a la vez era un poco diferente. Tuvo un gran éxito, pero se me planteó un problema: “¿Qué puedo escribir ahora?”.Y escribí novelas de mar, porque había sido mi nueva experiencia. Luego escribí otro libro sobre un escritor que había escrito un libro, no es capaz de acabarlo y se suicida, y deja el original para que otro escritor lo termine, y todo ello sucedía en Ibiza en un invierno. Luego estuve 17 años sin escribir novelas y creo que dejé de escribir para evitar el suicidio. Tras ese silencio nació “Rituales”, un libro premiado, que pareció borrar mis temores y mi inseguridad. Para escribir con cierta ironía, como yo lo hago, uno necesita viajar. Y con los libros de viajes me ocurre lo mismo: los ingleses toman el caudal del río y lo siguen, efectúan trayectorias lineales, van desde los orígenes hasta el fin, pero mi estética es distinta. No soy Gerald Brenan, aunque me interesa y me influyó “Al sur de Granada”, ni tampoco mi admirado Norman Lewis. Yo trabajo con dos elementos básicos: la observación y la imaginación.
-A usted le gustan las demoras, las encrucijadas, el extravío del camino convencional. Pienso en “Desvío a Santiago”.
-Es por eso que se llama “desvío”. Vas a Sevilla, Madrid, Trujillo, por toda España. No es el camino de Santiago, aunque también lo he hecho.
-¿Por qué inventa en su novela “En las montañas de Holanda” (1987. Edhasa, 1990) un personaje que se llama Alfonso Tiburón de Mendoza, que es inspector de carreteras de Aragón y que nace en Zaragoza? ¿Cómo se le ocurrió?
-En ese libro hablo de una Holanda mítica que no existe. Todo el mundo conoce un poco la forma de Holanda. El sur es un país interior, rezagado. Quería hacer una parábola del norte y del sur, del desarrollo y del subdesarrollo. Por ejemplo, como en Europa del norte y Europa del sur, la España del norte y la del sur, Cataluña y Andalucía. O, en el mundo, Europa y África. Y todo esto está detrás, es el trasfondo, pero en el sur aún hay teatros, circo, y en el norte todo es televisión. Son dos formas de cultura antagónica.
-Aún no me ha contestado. ¿Había viajado usted mucho por Zaragoza?
-La idea de este libro me vino a la cabeza durante un viaje con mi mujer, Simone, que es fotógrafa. Íbamos conduciendo hacia el monasterio de Aula Dei. De repente, ya sabe que hay cosas que no se pueden explicar, vi el personaje principal y también su nombre: Alfonso Tiburón de Mendoza, un hombre que se parece un poco a Javier Tomeo, aunque esto lo comprobé más tarde durante un congreso de escritores en Estrasburgo. Lo vi, grandote, fuerte, con su traje azul, y me dije: “Éste es Alfonso Tiburón de Mendoza”. Me gusta mucho Tomeo por la dimensión fantástica de su narrativa. Mendoza es una alusión a ficción, a mentira. Y bueno la idea de que fuese inspector de carreteras, estábamos en la carretera. Recuerdo que cuando se me vino la idea a la cabeza, yo seguí conduciendo, y le dije a mi mujer: “Escribe todo lo que yo te diga”.
-Luego llegaron al monasterio...
-Sí. Es un lugar precioso. Salieron los cartujos y nos dijeron: “Esta señora no puede entrar”. Todo esto está dentro de libro, aunque la protagonista no es su mujer pero sí una chica flamenca.
-“En las montañas de Holanda” quiso ser primero un guión cinematográfico, y acaba siendo un libro de viajes, un tratado sobre los cuentos de hadas y una novela acerca de cómo se escribe una novela.
-Sí, exacto. Hay muchos escritores que intentan escribir novelas en mi obra. Y Alfonso Tiburón de Mendoza tiene muy claro que quería escribir una novela.
-¿Por qué no aparece Goya en sus libros tanto como Velázquez?
-Ocurren esas cosas a veces, pero es un pintor que me gusta muchísimo. Otro artista aragonés que me gusta mucho es Antonio Saura, lo conocí. El techo de la Diputación de Huesca, “Elegía”, me parece fantástico. Me interesan mucho sus crucifixiones, sus autorretratos. Saura era un hidalgo y un pintor magnífico.
-Vamos a hablar de “La historia siguiente”, donde relata la historia de un hombre, un profesor de griego y latín, que se acuesta en Amsterdam y despierta en Lisboa.
-Sí. Era imposible, pero también me interesa la dimensión fantástica de la realidad. Este señor está en los dos últimos segundos de su vida y repasa su existencia, como en una película, en dos segundos. El libro es la historia de su amor, de un gran amor inconsciente: se había enamorado de una joven que había sido alumna suya.
-Una característica constante de su obra, además de que utiliza varias lenguas siempre o términos en otras lenguas, es que hay una carga cultural muy rica y muy profunda.
-Demasiado dicen algunos.
-¿Quiere decir eso que escribe usted para la élite, que parte en pos de un lector culto, sensible, con un amplio bagaje detrás?
-No puedo evitarlo. Tengo que escribir los libros que escribo, pero yo no creo que sea ningún problema. “La historia siguiente”, que vendió aquí unos pocos miles, en Alemania lo adquirieron 200.000 lectores. Yo no creo que los alemanes sean intelectualmente superiores a los españoles. O a los italianos. Lo que ocurre es que allí he tenido más suerte que en otras partes. Alemania es como mi segunda casa. Recuerdo en una ocasión que Michael Reich-Ranicki, el gran crítico alemán que es responsable del éxito de Javier Marías en el país, me llevó a su programa con cuatro críticos y habló estupendamente de mi obra. Aquello me benefició de manera extraordinaria.
-“La historia siguiente” aborda otra de sus constantes: el conflicto de identidad. Sus personajes ni saben del todo quienes son ni adonde van.
-Yo admiro a la gente que siempre sabe quién es o adonde va. Hay muchos en la vida real que no lo saben. Y yo también soy unos de ellos. A mí preocupan las cuestiones normales de la vida y las preguntas eternas de la filosofía. Leo mucho filosofía, poesía, cartas y diarios, y poca ficción. Prefiero las cartas de Flaubert que muchas de sus ficciones.
-¿Qué podemos decir de otro de sus libros, quizá de los más bellos, como es el relato breve de “Mokusei”?
-Está basado en un hecho real. El pintor al que le sucedió la historia estaba un poco enfadado conmigo porque yo había contado su historia. Es un tipo muy apasionado y se había enamorado de una mujer “yacuza”, que pertenece a una mafia japonesa. Los “yacuzos” tienen un tatuaje sobre todo el cuerpo, y para probar al padre de esta mujer, con la que se quería casar, mi amigo se hizo una operación de cuatro horas para hacerse un tatuaje de un pescado inmenso sobre las nalgas en cuatro colores. Le dije: “Un día, cuando tengas 70 años, estarás en el hospital y las enfermeras van a preguntarte y reírse”.
Ella no quería casarse, y él iba al Japón esperando que la joven cambiase de idea. Nunca lo hizo.
-Hablemos de “El juego del ser y de la apariencia” (Siruela), que quizá no haya sido muy bien recibido en España. Usted vuelve a plantear problemas de filosofía, de identidad.
-Sí, pero bajo mi punto de vista también es una historia ligera. Es un libro dentro de un libro, y los personajes se van por su lado y continúan viviendo.
-Usted es autor de “Cómo ser europeos”, un libro de ensayo y autobiografía. Quisiera hacerle la primera pregunta que usted se hace: ¿Cómo se convierte uno en europeo?
-Le responderé igual: siéndolo. Un holandés, un aragonés o alguien de Sicilia ya somos de Europa. No es necesaria ninguna conversión. Lo somos por derecho y debemos serlo más que nunca por conciencia, por voluntad.
Enero 17, 2011