Necesidad de poesía
Por:
Louis Philippe Dalembert
Traductor:
Rafael Patiño
Como la mayor parte de mis compatriotas escritores, entré a la literatura por la poesía. Dejo a los investigadores el cuidado de explicar porqué la poesía juega un rol tal en la entrada en literatura de más generaciones de autores de este pedazo de isla, bamboleada por todos los vientos contrarios de la historia, que es Haití. Eso constituye lo general. Lo particular surge más bien desde lo íntimo, una madre preceptora que amaba declamar, mientras interrumpía sus ocupaciones, poemas de Coicou*, Hugo, Lamartine y otros. Hasta donde puedo recordar, se trata de una de las más sustanciales referencias de la infancia. Una de las imágenes más fuertes también. Indeleble. Mi madre, con bigudíes sobre la cabeza, tuteando a Bonaparte y conminándolo a descender, « ¡Napoleón, desciende de tu poder! ». Exceptuando, sin duda, aquella imagen de mi abuela, con sus gruesos anteojos de carey sobre la nariz, la Biblia sobre las rodillas, señalando con el índice y mascullando alguna ordalía * que acababa cuidadosamente de extraer del antiguo testamento, no existe, en mi memoria de hombre, una imagen más obsesionante de la infancia que la de mi madre declamando esos « clamores de Toussaint Louverture » de Arnold Laroche. De allí -¿quién podría pretender lo contrario?- esta tendencia mía a recitar, mientras los escribo, mis textos en voz alta, que es también una manera de intentar el diálogo más allá de la absoluta ausencia. Más tarde, habría igualmente, para explicar semejante propensión, uno o dos discos de poesía, escuchados hasta la saciedad, entre los cuales un viejo 33 revoluciones, Mi país, hete aquí, de un hombre llamado Anthony Phelps, que terminó por rayarse forzosamente. Yo lo guardo todavía atesorándolo, reliquia de una época en la que esta poesía estaba prohibida. Pero esa es otra historia.
Es así como por la poesía entré en la literatura. Un género que yo no abandoné para nada desde la publicación, a la edad en que un tal Rimbaud puso fin a su carrera literaria, de mi primer libro de poesía. Entonces mi juventud inculta no concebía la poesía sino comprometida en el combate en favor de los más desposeídos y de la liberación del país estrangulado por una dictadura hereditaria de casi un cuarto de siglo. Yo descubrí la larga tradición haitiana de poesía militante. Descubrí los poetas franceses de la resistencia. Otros utopistas lanzando sus versos desnudos y sus cantos desesperados al asalto de las Bastillas del mundo. Aragón, Char, Depestre, Éluard, Guillén, Hikmet, Neruda...pero así mismo Gramsci, Castro, Marley y el Ché Guevara, a quienes, ambos, dediqué dos de mis primeros textos. Un gesto político pues, la poesía, en el sentido en que la entendía un J.-P. Sartre. Ni siquiera pudiera pensarse, entonces, en reducirla a farfullar tontas declaraciones de amor.
Yo me acuerdo, a este respecto, de la inflamada discusión con un tal Jacques Roche, cruzada en el patio de la escuela religiosa de niñas de la capital y quien a largo plazo habría de convertirse en un amigo. Disputa tanto más sin tregua puesto que una doble y tácita rivalidad nos separaba: aquella por conquistar los favores de estas damitas de buena familia y aquella, más antigua, que habíamos heredado a pesar nuestro y que oponía, desde siempre, nuestras dos instituciones escolares. Cada uno, Roche el cantor del amor loco y yo el poeta comprometido, campeaba sobre sus posiciones, bajo la mirada de las muchachas rotundamente más reconocida en contra de mi rival. Todo eso, en el momento en el que una barbarie sin nombre acaba de separar a Jacques al afecto de los suyos, hoy en día me parece tanto más pueril como que, en el intervalo, yo me volví más tolerante. Como mi poesía fue provocada, ella también, al sol de tantas risas y cuerpos femeninos.
A partir de allí, la relación con la poesía se sitúa, para mí, más allá. De entrada en una cierta inmediatez que constituye, en el acto, una necesidad. Una necesidad, que no soporta siquiera ser postergada a fecha ulterior, como puede ocurrir con la prosa. Una necesidad como el deseo irreprimible del cuerpo de una mujer amada. Que surge no importa dónde, no importa en qué momento. Y que demanda ser satisfecho sin apelación. Por ejemplo en el transcurso de un viaje, hace una decena de años, en pleno desierto de Asuán, en Egipto. Yo ruedo en un automóvil sin aire acondicionado, bajo el sol de plomo, y no hay menos de 42° C. Sólo la majestuosidad de las dunas me impide sucumbir en cuerpo y alma a los bruscos accesos de sueño que me absorben, por momentos. Y esta necesidad súbita de poesía. ¡Ni un estilógrafo ni una punta de portaminas de papel en la mano! Y el poema que toca a la puerta. Reclama salir. Mientras el animador aúlla en la radio palabras en árabe de las cuales yo no entiendo ni pío. El poema tamborilea su rabia por ver la luz. Mientras que nos encontramos lejos, él y yo, del destino. Faltan tres horas de ruta hasta los templos de Abou Simbel. He debido redactar muchas versiones en mi cabeza, memorizarlo antes de poder retranscribirlo a la llegada. Eso produjo « Duna »: « duna de una/belleza que originan/ el tiempo y las lameduras/del viento… » Vuelvo a ver la cabeza del turista japonés obligado a esperar, cinco buenos minutos, a la sombra de Ramsés y del gran templo, que yo le devuelva su estilógrafo. Luego el cuerpo y la cabeza como vaciados. Sigue la lasitud. La letargia.
A partir de ello, la relación con la poesía se sitúa en esta urgencia. En la irrupción, según la expresión de Édouard Glissant, de la palabra. Que será necesario calmar más tarde durante días, meses, incluso años. A sacudidas. A pequeños toques de pulimiento. Ese ha sido también el caso de aquel poema para acompañar la ausencia en el que se trataba de elaborar un duelo. (Uno de los más largos ya que rinde homenaje a la edad adulta. Desnudo.) Entre la soledad y la ausencia de los rituales ancestrales. En el que se trataba, en cada nuevo encuentro, de reanudar y de prolongar el ritmo dejado en barbecho: aquél del poema como aquél de los ritos. De conjurar el dolor precisamente reavivándolo. De beberse las estrellas y el ron, ese pedazo de tierra natal, entre la lejanía de los suyos esparcidos entre el mundo. Una palabra que es necesario cambiar en encantamiento. Que cuenta también, de forma parecida a un poema de Georges Séféris o de Álvaro Mutis. O en una velada, cuando padres y amigos se reúnen entre la tibieza de la noche y el clamor de las voces para un último homenaje al difunto. Una palabra capaz de exorcisar todos los dolores. De decir todas las alegrías.
*Massilon Coicou, o Massiyon Kwakou, fue un poeta, dramaturgo, novelista y político Haitiano -1867-1908-
*Ordalía es una prueba divina por medio de un elemento natural tal como el agua o el fuego
9 de abril de 2011.