Olga Nolla (Puerto Rico)
Por: Olga Nolla
Y me encogí de hombros
Hoy a las dos y treinta de la tarde
el patio de atrás de mi jardín en ruinas
era el paraíso que menciona La Biblia.
No tuve duda dello
al sentir las caricias de la brisa y del sol
sobre mis brazos y espalda.
Los pájaros cantaban en lo alto de los árboles
y las flores lucían sus colores
pavoneándose.
Al acercármeles las lagartijas no huían.
Me miraban más bien estupefactas,
casi desafiantes.
No titubeé en probar la manzana madura
que el Diablo me ofrecía.
Lo vi llegar vestido de cantante de rap:
pantalones a la rodilla y tenis,
gorra con visera hacia atrás.
No tuve miedo.
Era tan dulce su sonrisa y era
tan simpática.
Otras veces lo he odiado.
Le he tirado piedras.
Lo he ensopado con la manguera
y lo he perseguido con la escoba.
Pero hoy un día jueves del mes de mayo
mi patio era un sueño que se imponía al mundo
y los copos de luz cubrían las hojas;
los muros derruídos
quedaban traspasados por sus rayos
infinitamente frágiles.
Miré al diablo y no quise
agredirlo de nuevo.
Acepté la manzana, que era roja
igual que nos la ilustran los pintores
del Renacimiento europeo.
La probé y era suave
y tuve pena
del Diablo y su destino.
Todo lo que él quería que yo hiciera
me parecía aburrido.
Nada podía comparárse a la luz y a la brisa
entretejidas sobre mi piel,
hoy a las dos y treinta de la tarde
en mi jardín cerrado entre muros antiguos.
Lo miré tristemente y me encogí de hombros
y él se fue maldiciendo calle abajo
con el rabo metido entre las patas.
Cierto y falso
Mi madre daba fiestas espléndidas
para los matrimonios elegantes de Mayagüez, cierto.
Mi madre disfrutaba de estos cócteles, falso.
Mi madre hubiera querido ser actriz.
Cierto, cierto.
Recitaba sus poemas de espumas y pétalos
frente a los invitados.
Le gustaba el halago y el aplauso.
Su público reía bebiéndose el champán y el ron
de su despensa.
Su público, borracho,
hablaba de negocios y de viajes al extranjero.
Mejor dicho,
los hombres hablaban de negocios;
las mujeres, aparte, de trajes y sirvientas.
Mi madre tenía buenas amigas;
nada tan falso, falso.
Mi madre dispersaba sus versos de alegría
y adentro le crecía, llorosa, una nostalgia.
Mi madre era feliz.
Cierto, cierto.
No, falso.
Mi madre era un vacío que huía de su sombra.
Mi madre no sabía que era infeliz, lo dudo,
Mi madre me quería.
Cierto, cierto, muy cierto;
todavía me empuja la tabla del columpio.
Mi madre daba fiestas, pero otras fiestas y especiales
para los amigos norteamericanos de mi padre.
Cierto, cierto.
Mi padre desdeñaba la alta burguesía puertorriqueña.
¿Falso?¿Cierto?..., no sé, era distinto de ellos,
no bebía ron ni wiski, no entendía de negocios.
Mi padre sabía cultivar la tierra
y curar las heridas de los árboles de naranja.
Le daba vitaminas y abono a las cosechas.
Los retoños de la caña de azúcar
aplaudían de gozo cuando él entraba al campo.
Mi padre prefería los norteamericanos, cierto, cierto.
¡Admiraba las sanas, honestísimas costumbres
de los altos rubios miembros de la comunidad científica
que trabajaba la estación experimental agrícola!
Mi padre
como creía lo que decían los periódicos,
pensaba que los norteamericanos eran la gente mejor del mundo.
Mi madre se aburría de muerte
en los grandes banquetes con que obsequiaba a los gringos
y bostezaba hacia adentro
al escuchar las bromas de los comenzales.
Mi madre no comprendía cómo
algunos llevaban hasta diez años en Puerto Rico
y aún no hablaban español.
A nadie se le ocurría criticarlos,
pero era vergonzoso, socialmente,
que un puertorriqueño no hablara inglés.
Mi madre se levantó un día
y acusó a los norteamericanos
de habernos colonizado sicológicamente,
falso, falso.
Mi madre se tragó su rabia
y nunca protestó.
Siguió dando las mismas fiestas
para que los burgueses puertorriqueños se emborracharan
y las mismas fiestas
para que los norteamericanos probaran comida nativa.
Mi madre una noche envenenó a los amigos de mi padre.
Falso, falso,
no se atrevió.
Mi padre
envejeció creyendo que para mi madre también
los norteamericanos eran la gente mejor del mundo.
Mi madre envejeció
fabricando versos con torres de espuma y ríos de pétalos.
Por suerte,
olvidaron bajarme del columpio.
De El sombrero de plata, 1976
Olga Nolla Nació en Rio Piedras, Puerto Rico. Ha publicado los libros de poemas: De lo familiar (1972), El sombrero de plata (1976), El ojo de la tormenta (1976), Clave de Sol (1977), Dafné en el mes de marzo (1989), Dulce hombre prohibido (1994) y El caballero del yip colorado (2000). También ha publicado el libro de cuentos Porque nos queremos tanto (1990), y las novela La segunda hija (1992), El castillo de la memoria (1996) y El Manuscrito de Miramar (1998), obras con las que consiguió reconocimiento internacional. La segunda hija obtuvo en 1994 el primer premio en la categoría novela del Pen Club de Puerto Rico. Dirigió la revista Cupey de la Universidad Metropolitana de Puerto Rico.