PROMETEO No. 53 Editorial
Editorial
De todos los despojos del día, de su lastre de palabras que son dictámenes, órdenes instauradas por frases que son guijarros en el desierto de la producción y de los medios; de todo el infierno kafkiano de la palabra maniatada por los formalismos, de todo ese dédalo de contingencias, brota la palabra engendrante, la palabra que se hace memoria y nos conecta con lo maravilloso.
Con el imaginario que se nutre de las potencias de la vida, la poesía avanza, manifiesta su fuerza fundacional.
Cuando las palabras vienen como olas cargadas de plenitud, el poema surge en el desierto. En el desierto de los eslogans y sus signos que no irradian sino que succionan los imanes de la significación, detienen su luz.
Los poemas de un autor son parte de un gran himno, transmitido de generación en generación. Lo que surja de esa errancia, lo que perviva de todo ese movimiento, es el poema que vendrá.
Hay el poeta del vértigo o el del sosiego, el que tiene un clavel en la solapa o el que se olvidó de los buenos modales en las calles "que no ahondan el poniente"; hay el poeta en el palacio, el poeta del periódico o el poeta que resiste, encerrado en una ratonera.
Nuestro tiempo está invadido de truculencias. Es un tiempo que ha querido hacer de la poesía una caricatura para uso decorativo del verbo en los salones. El poema no puede ser una pieza municipal de museo literario ni caballito de tiovivo en el circo de las tertulias.Un poema es un tragacuchillos o un león alucinado en la fronda de las visiones.
Cuando el poeta interroga, a todos nos hace partícipes de la orfandad de luz o de un vacío por el que se ensancha nuestra mirada y nos vamos quedando sin palabras, sólo nos van quedando muchas preguntas y como expresara el poeta Gregory Corso: el gozo está en saber que no hay respuesta.