Judith Beveridge, Australia
Por:
Judith Beveridge
Traductor:
Mario Licon
(Inéditos)
Situación
Ahora anochece sobre las casas.
¿Quién vive en ellas?
La calle es un sello negro
que mi voz no logra romper.
Sola, subo a mi cuarto
mi corazón está callado y caliente
como arena donde sólo el sol
ha cruzado por siglos.
Desde las otras casas escucho
voces, humedecidas con risas.
Los corazones de los niños burbujean
dentro de ellos como grumos de sorbete.
Mi lengua está muda como un feto.
Ni siquiera puedo recordar
poemas para instalarlos como rejillas
sobre este abismo de silencio.
Esta noche, si los sueños llegan
serán pequeños y distantes.
Ninguna luna desafiará
lo negro del infinito.
Habla Dhaniya el alfarero
No hay nada
que yo no haya soñado
poner
sobre mi torno.
Pero sí te he visto
dirigiéndote
hacia mis manos
¿fuera de qué?
¿deberé yo hacer
el pedestal?
Y si reúno
mis lunas
¿cómo tendría
que hacer otro
figurín?
¿Qué puedo hacer?
Buda, enséñame
a centrar la pieza
aquella
que lleve en sí
el Dharma
el fluir. Una
Que yo pueda formar
libre del torno.
Habla la esposa del barrendero
Ahora, tú podrías tomarlo
por un saddhu, la manera
como deambula, sin bañarse.
Ahora piensa que puede barrer
con todo en este pueblo,
incluso con los chismes. “Mira”, dice,
“el polvo se eleva plateado,
y desciende dorado” Pareciera
que todo el día se deslizara sobre una pista,
flotara sobre cada pestilencia
con pies olorosos. Yo ridículo,
Yo gruñón, tose suavemente
y me dice cómo cada acción
siembra su semilla. A veces
sueño de una mujer
que cuando barre sus pisos
es visitada por su Señor.
Buda, ¿cómo estoy trenzada?
Todo el día fantaseo sobre cuando
barreré los portales
de los talladores de madera y los hacedores de guirnaldas,
y ofrecer a mis hijas otros refinamientos
no sólo polvo, una vida por encima
del desprecio de los insectos.
Sunita se enrosca y acurruca
su cabeza en el suave
pelambre de su cepillo.
Buda, ¿qué es lo que tú enseñas?
Cada noche él se acuesta
más feliz en su cuneta.
Si no lo hubiese sabido mejor
juraría, Buda
que tú lo has liberado de su polvo.
El mar
The sea should have settled him
Derek Walcott
Por ahora el mar debería haberme calmado,
una mujer corre las cortinas a través de la distancia tenue dentro de la espuma del mar y la niebla,
así va la luna raspando
a través de mi visión, como un cauri que desaparece bajo
el rápido oleaje. El viento me calma, las nubes claman y reclaman la ráfaga a través de mi ventana
donde ninguna gaviota renueva su grito
todavía ningún sol azota la luz gris del mar,
todavía están las mismas apuradas mañanas,
y los mismos horizontes.
Donde cada día el mar y el cielo convergen
hasta que el aire comienza a ser tangible,
mis nervios se juntan en el espacio blanco
entre el reposo detrás del picaporte y mis ojos cerrados.
Algunos marineros se juntan en el aire.
Como páginas saladas
las cortinas soplan como enormes olas sin gaviotas
que les ofrece lo que ya conocen del oleaje…
El cardumen que es parte del alma madriguera
dentro de aquel hoyo, hambrientas y preparadas para morir.
Una mujer en el puesto de la feria
Ella rompe la forma encima del cántaro.
Me gusta mirar cómo la luna
agrega hielo a la orilla transparente de sus labios.
Ella prueba para que sea muy picante,
yo la observó a suficiente distancia;
esos palitos de cimarrón flotando en medio
de sus largas y planas cucharas.
¡Ah! puede que haya un pájaro aleteando
fuera de la inmensa maleza.
Por su dulce oasis, donde el hombre también
huele a suspiros de cedros y polvo,
es él quien ha venido a pagarse a si mismo.
Escucha el dúo de cucharas y brazaletes…
Mira su rostro encima del vaporoso cántaro.
Encima de la dilatada leche donde la imagino
solitaria con todos sus recientes disfraces;
abierta a las intimidades de su sed de aquellos días
llenos de escenas, de tierras sombrías,
de anhelos agitados ante la oscuridad.
Del remoto sonido de las dunas moviéndose
bajo las alas del pájaro.
Son el sonido bucal que hace su mirada,
encima de su líquido trémulo.
Ella examina los ingredientes,
las cucharas van adentro,
y sus brazaletes rebanan el aire
con una música suave de marimba;
la misma que tú has escuchado en algún remoto lugar.
Así es como prepara la más solitaria de tu tarde…
Ella absorbe la última cuchara, moja el aire,
revuelve los granos picantes de las hojas verdes de la belleza esta mujer que nos llama hacia adentro,
nos dibuja su talento en un aromático artificio,
como una ilusionista,
y sabe lo que puede y lo que no debe ganar
Desde aquel inconmensurable filo…
esta mujer que trabaja en la ardiente suplica
de su ilusión, de su distancia,
aquellos que la escuchan cualquier cosa que pueden,
en medio de suaves resoluciones y enormes brazaletes….
Ella sopla el fino silbido del vaho,
lentamente como si sostuviera en sus labios
la húmeda mejilla de aquel hombre,
si bien ella consuela a todos
los que han venido arrancando de algún lugar
para dibujar en la calle la necesidad de la ternura.
El nudo
Grennan toma otra hebra de la cuerda entre sus dedos,
la mueve como un avión. Entonces la entrelaza
dándole dimensión, utilidad y belleza,
luego, de su botella se toma un trago.
Sopla como si fuera a dar un tono de corneta;
moviendo de nuevo sus dedos delicadamente,
como si estuviera cantando los versos gracias al ron,
o los salmos en el alfabeto de los sordomudos.
Davey dice: ‘Él tiene una docena más’, sus dedos
también hacen camino en un laberinto,
yo persisto mirándolo maravillado
como este hombre que todo el día hunde los rollos resbaladizos,
en piezas de los motores.
Y culmina adentro de la trementina,
que corre por sus dedos.
Son esas manos que han sentido
la brutalidad helada del mar
y el nido lúgubre cruzando la matanza de gaviotas
las que pueden hacer una mancha minúscula,
dar vuelta y conjugar la belleza.
Él se limpia su boca con sus mangas
dejando una mancha impasible, estrecha en el mar
un liquido sangriento a las afueras de Noruega.
Entonces consciente de que lo he estado mirando
mueve el nudo como si este fuera un pez vivo
y hendiendo el pulgar lo abre con un golpecito
y le da vuelta para que las aletas trencen algo,
o se da vuelta y lo tiende ante la lengüeta
y lo tira desde su garganta…
Siento un desenmarañamiento dentro de mi
como si fuera la segunda hendidura que tengo que decidir:
si pescarlo o no.
Judith Beveridge nació en Londres, en 1956. Vive en Australia. Ha publicado los libros de poemas: La domesticidad de las jirafas (1987); Un paracaídas de azul (1995), La gracia accidental (1996). Ha ganado diversos premios de Poesía en Australia, el Premio Christopher Brennan, 2013; Premio de poesía Peter Porter, 2015; Premios Literarios del Premier de Nueva Gales del Sur, preseleccionados, Premio Kenneth Slessor de Poesía por Poemas de Devadatta; Premios literarios del primer ministro a la poesía de la música solar, 2019.. Se ha desempeñado como docente de Literatura y como colaboradora habitual de revistas y periódicos en su país. Fue incluida en la Antología de Poesía Contemporánea de Australia, editada por Trilce Editores, Bogotá, 1997.