English

Renato Sandoval (Perú)

Fotografía de Nidia Naranjo
Clausura del 20º Festival Internacional de Poesía de Medellín

Por: Renato Sandoval

 

                       Del libro Nostos (1996)

Una aurora alambrada

Era la noche de las formas boreales danzando al compás de los helechos
sobre el cuerpo retráctil de la bella, tan de pronto mía
cuando empezaba a aullar nueva alborada.
Si ella supiera del sabor gentil de su cuerpo yerto... Madre
lo decía con sus manos sumergidas en el cuáquer de los lonches nunca persignados
porque su palabra era verdad que yo, feliz,
engullía y devoraba devotamente con mis fauces, hostias
sus dedos de masa y de mampostería a diario horneándose el albo corazón.
Sí que has sido siempre blanca, si material harina que apanó todos mis huesos,
tú que sabes quién es la que hoy me roe el paso,
la que en el don me extirpa el aire, la luz, el arduo círculo del deseo.
Sabio tu aliento tornasol sobre esta frente que desde siempre te imagina,
porque en tu sangre, a diferencia de la mía, no habita
ni la inquina ni la melancolía embadurnada con colesterol;
ante ti todo el espacio y el parvo tiempo se prosternan,
saben que en tu dolor, madre, trepida la brizna turbia del origen,
porque soy de ti aun si abjuro de tu germen, ése que apaciento
en la pus renegando de mi pecho, abrazando las llamas de mi hogar.

 

Y vuelvo el rostro y estoy en la ventana a los diez años,
apenas si hay lugar para algún sueño no surgido de pronto en la mañana,
y otros hay que van y vienen a mi espalda, desde lejos
el sol ya no recuerda ese estío donde los espejos eran la noche de los ojos,
y entonces yo te miro, madre, con los dos ojos tan altamente cantando
y elevo al cielo el gusto de saber que en mí mismo se fugan todas las guaridas,
yo el celador, el policía de los grandes dones y de los sables de espuma y palo
blandiendo una y otra vez el amor en los erales,
una y otra vez soy el ladrón, la presa, la lluvia prometida;
y es allí que surca al vuelo la piedra audaz, la espada canora,
y yo soy solamente asombro en su belleza de bala proyectándose en sí misma;
miro ya sin ver su zarpazo en mi ojo de fruta, la pepa maldita
rodando al acaso, exánime, por la cuesta prohibida de la memoria.
A tientas voy ahora buscándolo entre las matas crecidas en el rostro de mi hermano.
Y ahora mi patria es una nube donde todo es virtual y nunca cierto;
sueño y en el sueño Polifemo cuenta las ovejas, falsas
como el infinito, risueñas porque ellas saben que el vellocino a nadie pertenece,
que hay otro sueño aún dormido después del mar,
y otro más en la cuenca hueca de mis ojos;
allí está el pozo de un sueño más perfecto, indeclinable él,
fuente de las fuentes donde agonizan todos mis deseos,
porque soy el argonauta ciego en busca de ovejas despeñadas;
amo la piel curtida y el pellejo ensangrentado bajo las córneas,
ahora que llevo mi ojo en cabestrillo
y cuento con mis dedos el número ganador de la lotería.
¡Por fin, por fin gané mi patria sin destino, hacedor dinero de la dicha!
Sí que estaban lejos la mujer de al lado, el aliento,
el gesto de la muerte que acunaba rabioso en mis rodillas.
Todo porque sí;
la razón nunca existió como patrón preponderante;
apenas si el rocío aprendía a rodar por las lúbricas quebradas del mastuerzo
y el gallo primerizo afilaba su canto en otro matorral.

 

Ver siempre fue el más verde anhelo y el pensamiento
el oleaje de tul entre la sombra tumultuosa.
Pero si seré ése que yo viera un día escalando los manzanos:
las manos eran peces de limón amargo y en los hombros
una joven testuz reía de sí misma señalando el horizonte.
El mozo ascendía como salmón entre las parvas
y las cigarras silbaban la canción de una fuente que se transformaba en mar.
Está bien zambullirse en el acaso, pensé
sin saber la hora en que empezaba mi serie favorita.
Pero no está bien decir que esta fruta es mía
si la rama es quebradiza y vulgar como este sueño.

 

Otro día vi las entrañas de una piedra, de excursión por un bravío roquedal.
Era como si una niña me dijese cuéntame un cuento
y yo, desarmado, implorase a Andersen ayuda peregrina.
Pero allí al fondo estaba yo acuclillado, chupando el dedo de la muerte,
mientras la savia de la piedra me circulaba en la vejiga
y una música de miel se dejaba oír en otras peñas sepulcrales.
Yo sabía que uno mismo es un misterio
y que saber demasiado no era de ningún modo conveniente.
De manera que al primer descuido de la piedra me arranqué de sus vísceras
y sin pensarlo dos veces puse pies en polvorosa.
Corrí, corrí y corrí hasta olvidarme de por qué corría.
Al primer recodo me detuve, deposité en el suelo lo que atenazaba con las manos,
y entonces me vi reptando sobre la arena, alto ya y primoroso,
con corbata y una flor sujetándome el pelo
y al parecer con un poema en los bolsillos.
Parecía un destino promisorio, qué párvulo ese Homero, y qué bandido.
Reí y reí con lágrimas de intenso placer, y las lágrimas formaron una nube
y la nube me impidió ver cómo una lagartija salía de su escondrijo,
tragaba al niño en un instante y oronda se perdía por donde vino.
No vi nada, pues.
¿Será por eso que dicen que ni el mar ni la muerte nunca lloran?

 

Ver siempre fue el más verde anhelo y el pensamiento
el oleaje de tul entre la sombra tumultuosa.
Pero si seré ése que yo viera un día escalando los manzanos:
las manos eran peces de limón amargo y en los hombros
una joven testuz reía de sí misma señalando el horizonte.
El mozo ascendía como salmón entre las parvas
y las cigarras silbaban la canción de una fuente que se transformaba en mar.
Está bien zambullirse en el acaso, pensé
sin saber la hora en que empezaba mi serie favorita.
Pero no está bien decir que esta fruta es mía
si la rama es quebradiza y vulgar como este sueño.

                                                                          

De El revés y la fuga:

 

Para festejarme
a mí mismo me mentí
en lo que al fondo de la lógica respecta.
Ya que demás estaba el lugar donde el verbo
responde al improperio de ser y cer-
ebro es lo que aquí arriba a la intemperie se condensa;
basto el crujido de la mente en celo
mientras la tierra resana sus medidas
y en la quebrada la urraca
plañe al fin una carcasa.
Y tantas veces que he dicho cuál, cómo,
dónde y quién
y el porqué ha caído dando torpes tumbos
por la garganta de un anuro;
y yo, al pie de la guadaña,
me he dicho que dejé de ser
cuando alguna vez amé tu voz
sin asco y sin sapiencia, solo en mi brevedad, inflando al tiempo
mi tráquea desdentada, apurando
la lluvia que se filtra por mis poros,
como si en el endocardio
todo fuese sol, arroyos,
trigales de riscos púrpuros
al borde de la nada.
Pero a la postre todo es igual
y ni siquiera la guadaña
me apacienta;
tal vez habrá al otro lado de su hoja
un peldaño de luz
que me atraviese de cabo a lado
y donde con verdad
pueda al fin reposar mi sombra.

 

El día que supe que mi nacimiento
tuvo que ver con la explosión
de un enjambre de avispas,
el corazón se me puso como piel de gallina
y los astros se amontonaron en el firmamento:
era una huelga estelar
protestando por tan reaccionario
suceso.
Yo no hablo de ello por temor a molestar;
sería de veras riesgoso
con tantos factores desencadenantes.
Selena me ha dicho que en mí
la libertad se encuentra acogotada,
y yo que me sigo retorciendo el cuello
para que mi voz suene gentil y nunca desentone.
Esa mujer tiene sus ideas y yo las mías;
la verdad es que a ella la vi una mañana
lamiéndose los pezones
mientras trataba de recortarse
las uñas de los pies
al compás de un joropo
que se le allegaba desde la guajira;
y cuando a mi vez
quise hacer lo mismo,
una avispa que feliz libaba
de los pechos de Selena
cruzó de un solo trazo
el desierto que se interponía entre nosotros
y, sin pensarlo dos veces,
me atravesó el glande
que yo en esos momentos esmaltaba con mi boca.
Designios de Dios, como le llaman unos,
golpe de suerte, bien le dicen otros.

 

¿Quién dijo pues que esta historia no es más que una,
franca y circunspecta, con lo fraternal que son todas las envidias
y con lo caro que son el seso, los trojes de orquídeas,
la prensa sicoanalítica y la adoración a ingentes manadas
de becerros de oro y mantequilla? ¿Quién habló del número primo
y del primo incestuoso, del vergel de olivos sobre el canal de atoro,
de la noche de gala cuando dijiste sí sabiendo que no me querías, del hastío,
de la urbe del miedo, un pan y otro pan, boletos
de amor enano y gazmoñería? No pensarás
que creí en la luz sólo porque ahí estaba, como si
el pelambre de los años no se hubiese desprendido ya
de lo gastado que se veía mi aliento, alergia triple
ante el polvo redimido posándose al interior de los espejos, garrapata
del adiós redoblando calcinante en el pecho, una única espiga
inclinándose por todos, marcador de la memoria de camino a la derrota,
muy de tarde en tarde yo me doy cuenta
de que alguna vez estuve aquí.

 

Antes de volver a casa
-a dónde, dónde-
me recosté contra un terebinto
y soñé que de pronto moría.
Una niña pernituerta pintaba mis labios
con su sangre
mientras cantaba una copla
que me hacía olvidar el mar.
Un alce rozagante descendió del árbol
como un querubín navideño
y en su cornamenta vi inconmensurables calcetines
rezumando miel y mil regalos.
La niña

hurgó en uno de ellos, extrajo
un paquetito y me lo entregó dándome un abrazo.
Era una clepsidra de esparto que en vez de agua
tenía sangre coagulada;
lo supe porque aunque la agitaba
con todas mis fuerzas
ese rojo negruzco de ningún modo se movía.
En ese magma, por cierto, estaba yo
diluido como en los tiempos en que era sólo un germen,
sin temor ni lágrimas entonces,
un humor sencillo y apaciguado.
Si seré un inicio promisorio, pensé
con la rebanada de mi frente;
tantas aventuras me esperaban
en este bosque que ahora me parece umbrío;
tantos goces,
suplicios
y fragores,
como cuando voy al trabajo
cada mañana.

 

De Suzuki blues

 

No digas mañana
si adiós es un tiempo insomne,
la colina un alma ignota
que a duras penas
se yergue y expira,
un espolón alzado al viento
de las sombras primeras,
el río de un dios
azorado en la penumbra.
Cavo ahí
donde el aire se agosta,
el último bostezo
de una noche en cinta,
el pórtico de luz
suspendido entre la nada
y esa espuma que aprieta
al otro lado del día.

 

Compasión absoluta
al otro lado del estío;
una frente de sangre
ilumina la trocha
que hoy supura en el mar.
No temer, no
reír, no
callar el nombre constante
que ahora se desploma, recoger
con el párpado erudito
el sigilo de la hora, la caída
inconclusa de quien tanto
se escuece, no
reñir, no pacer, no
santificar al padre ni mentir,
nunca en la gloria, no
callar, no ver, ya no estar
aquí
no.

 

En el tejado el nombre
y el oro de los miserables
tan de pronto mío que ahora aúllo
de pudor y de quebranto.
La fiesta sin alcurnia
redobla en cada pecho,
nadie en la sala bailando
sin pies y en contradanza.
De los balcones un estertor
que trastabilla en la plaza,
un doble engaño:
ríe en el sol la última marmita
y a la luna señala
con doble dedo índice en la nada.

 

Apenas no
y el sentido es la luna de hiel
estampada en la orilla de otro miedo
o el mismo gesto
de alientos olvidados
que hoy se elevan
sin pasmo ni perdón.
El ciego de aquí
es el mismo sordo que antes
dirimía las leyes del hastío
y de la ira, cerca
ya la alabarda de la noche
y el celo en paz de la parda mora.
Esas manos, esas manos
serpenteantes en este pecho de plata
turban el ojo antiguo
que en ellas se pierde
cuando calla un violín.

 

Biblos (Líbano)

Doble afecto
para el que ve lo mismo:
escarpada es la planicie del ojo
donde se cuecen todos los deseos.
Ahí te vi sobre una zarza
airada entre los cedros pusilánimes
de la desidia y el error.
El valle de las sombras en vilo
y esos naranjos de tiempo
que solo sabe a sí
son una deuda de palabras,
el oro maronita
que no se entrega
ni nunca más nos salva.
Frente al mar Biblos desciende
por los ralos papiros de la hora tercia
y bate las peñas contra las olas
de un minarete sumergido.

 

De 24 x 1

 

I

Dios es una mónada que engendra una mónada, y refleja en sí mismo una sola llama de amor

 

Entonces el punto
la escueta cava del encanto
el norte imbuido en su propia especie
a tientas en el umbral de la razón no concebida
el murmullo de las manos replegadas contra la mente
un escozor en una palma y un orificio en la otra
por donde se cuelan todos los talentos
el munífico saber de los más débiles
crepitando azules entre las llamas del despojo
a ciencia cierta o desierta
la voz en su ola de aliento y deseo
como la afrenta en su día más plano
o la desidia empozada sobre la cuesta no vista y sin palabras.

Es causa numeral de los entornos, una duda supina, una garra
de luz catatónica y el suplicio de mil enjambres en flor. Cifra, folio
en su tinta y garrapata del adiós que solo sabe de albricias. Una fusa
en extinción o un nuevo par que ahora clama sin desdoro.

Si solo fue sin apenas ver lo que nunca estuvo, un puñal
en la frente, un atado de espadas, un manojo de sombras escindido
entre las matas, nubes de añil y de centeno entre tanto barullo y esperpento.
Del dos y del uno tan solo el tercer amante yace inerte
en la esfera aparcada junto al cauce de la gloria. Añejo
el placer ajeno que en bocanadas se desgrana a su antojo, antro
de cera esculpida en el panal de luz que entonces
se hizo y ahora se apacienta entre los dedos.

Sin par o sin non, aupado en la certeza de lo que está fuera de sospecha,
un manubrio de espejos bajo la selva contrita que se refleja en el relente.
Único entre ninguno, total bajo la nada, en sí mismo brasa,
holgura, parquedad, errancia en los cañaverales, sola sospecha
de mareas tremebundas y rostros que se arrastran por las sendas
de ausentes asteroides, aros de tul, confetis en llamas, una sola
esperanza para tanto revuelo y extravío. Sabio el placer
de brillar en suspenso como ninguno, la noche de puertas entreabiertas
y el ojo avizor afilándose las pupilas: más terciar en la pareja
ensimismada, reclusa como el número que la expone o apenas sencilla
o dupla por diversa a cambio de nada.

Una en sí misma la imagen que imagina sueños y ansias, siempre certera,
febril o pusilánime, un florete de idas sin tropiezos, un traspié
florido entre estrellas sin firmamento.

Qué rayo aquel de subsuelos trinitarios, una lonja de amor
que a dentelladas
poco a poco se aviesa.
 


Renato Sandoval nació en Lima, Perú, en 1957. Poeta, narrador, ensayista y traductor. Siguió estudios doctorales en Filología Románica en la Universidad de Helsinki. Ha publicado los poemarios Singladuras, 1985; Pértigas, 1992; Luces de talud, 1993; Nostos, 1996; Lindhard og Ringhof, 2000, Nostos / El revés y la fuga, 2000; Editorial 1000, 2003; Suzuki Blues, 2006. Ensayos: El centinela de fuego. Agonía y muerte en Eguren, 1988 y Ptyx: Eielson en el caracol, 1994. Su poesía –parcialmente traducida al francés, italiano, finlandés y danés– ha sido incluida en diversas antologías, como Poesía peruana siglo XX, 1999; Hallazgos en el espejo. Poetas por la tierra, 2000 y Caudal de piedra: Veinte poetas peruanos, 2005. Obtuvo el primer puesto en el Concurso de Cuento de las 1,000 Palabras de Caretas en 1988. Como narrador, ha sido incluido en las antologías 13 años de los mejores cuentos de 1,000 palabras, 1995 y Últimos y recientes narradores nacidos entre 1950-1965, 1997. En el campo de la traducción, son conocidas, entre otras, sus versiones de Pavese, Quasimodo, Tabucchi, Arnaut Daniel, Tieck, Rilke, Kafka, Södergran, Ågren, Haavikko, Saarikoski, Dinesen, Boberg, Drummond de Andrade y Sylvia Plath, así como un par de piezas de teatro escritas en francés por César Vallejo y una antología de cuentos de Quebec (Canadá) bajo el título La mano de dios. Dirige la editorial Nido de Cuervos y las revistas Evohé y Fórnix. En la Pontificia Universidad Católica del Perú dicta alternadamente Literatura Alemana, Literatura Nórdica y Literatura Francesa Medieval, y tiene a cargo el Taller de Poesía de la Facultad de Literatura.

Última actualización: 20/11/2021