English

Emilio Adolfo Westphalen

Emilio Adolfo Westphalen
o la ciega vislumbre del poema


Por Luis Bravo

E. A. Westphalen (Lima, 1911-2001), hombre de pocas palabras, fue reacio a hablar de sí mismo porque su interés se centró en el poema antes que en el culto a la figura del poeta. “Me atrae la operación de dar cuerpo y materia, aunque volátil, a las palabras del poema”. Para él, el papel del poeta “se limita al del simple oyente y transmisor de lo oído”. Podría coincidir con Novalis en que los poetas “son a la vez aisladores y conductores de la corriente poética”, y en que “todo poema es un individuo viviente.” La diferencia radica en que para el contexto romántico la palabra es un agente de reintegración a una Totalidad de la que el ser se siente desgarrado. En Westphalen, ya atravesado por las vanguardias, dicha Totalidad sería el Lenguaje, y su operación no consistiría en un “regreso a la unidad perdida” sino en una exploración de lo desconocido, incluso para sí mismo. Esto lleva al camino casi opuesto; si no a la escisión, de seguro al desdoblamiento o multiplicación del “yo” en las voces del poema. El español Jorge Rodríguez Padrón señala que “el meridiano imaginario de su escritura” es resultado de una dialéctica en la que quien “habla” es el lenguaje, y el poeta es quien decide atravesar, o no, la opacidad de sus formulaciones.

Más atento al poema que le “cae encima” que a la voluntariosa expresión del “yo”, Westphalen es, entre sus contemporáneos, quien más se acerca a José María Eguren (1874-1942). A este y a César Vallejo (1892-1938) los identificó como fundadores indiscutibles de la poesía moderna en su país. “El maestro y genio tutelar del grupo en que soy considerado, junto con César Moro, Oquendo de Amat, Martín Adán, Enrique Peña, Luis Valle Goicochea, ha sido sin duda alguna Eguren (...) La deuda principal que tenemos con él es que nos hizo patente la fragilidad y el poder, a la vez, de la expresión poética, más poderosa cuánto más frágil.”

De Vallejo y Eguren observa que llegan a la “música de la palabra” por caminos distintos. Vallejo por el arcaísmo, el neologismo y por la preeminencia del significante y su tono: “su voz es ruda y bárbara (...) y así, en el caos, habla y grita.” Eguren por un “colorido visible” capaz de atesorar “inflexiones para los seres y las cosas, para los matices del sentimiento y la forma”. Rescata de este algo que es opuesto a Vallejo: la distancia del “yo”. En aquel, “el cuadro es presentado sin que se haga mención alguna del maestro del retablo. Eguren cuida mucho de no hacerse presente, de mover escondido los hilos de sus títeres, de cambiar las tramoyas sin descubrirse”. Coincide con Eguren en que la palabra poética es la “que llega justa como una confidencia milenaria, como un secreto transmitido” del cual el poeta es sólo “la clavija que vibra con la cuerda sin saber qué manos la rasgan ni dónde está el otro extremo.”

Westphalen se pregunta: “¿Cómo se llega a ese estado que podríamos calificar de tiernamente delirante?” Su respuesta es comparar al poeta con un ser encantado por un canto de ninfa o sirena y, “ya incauto o vidente”, se rinde a la nostalgia de sentirse una y otra vez cautivado. Insiste en que no hay fórmulas ni rituales efectivos para seducir a la musa, esa deidad en la que los antiguos encarnaron las potencialidades del acto creativo. Incluso “pocas veces nos llega más que un barrunto engañoso de una voz tal vez oída o, más probablemente, tímidamente presentida.” De ahí que el don de la poesía sea “tan prestamente otorgado como abolido” y que sus resultados no sólo sean inciertos o engañosos sino “la mayoría de las veces decepcionantes.” En la fidelidad a estas convicciones reside la explicación de una obra tan escasa como rigurosa, de sus largos períodos sin publicar, así como de sus textos al borde del silencio.

Afinando el lápiz y las antenas

A fines de los años veinte da a conocer sus primeros poemas en revistas, pero de esa época sólo rescata “Mundo Mágico” (publicado en la holandesa Front), que comienza así: “Tengo que darles una noticia negra y definitiva / Todos ustedes se están muriendo / Los muertos la muerte de ojos blancos las muchachas de ojos rojos.” Participa en mauta –dirigida por José Carlos Mariátegui- baluarte de la vanguardia peruana y reivindicadora de Eguren como un disidente estético del provinciano, por prejuicioso, poder cultural limeño. “En mi país, en los años veinte, treinta (y aplicable a períodos posteriores sin excluir el actual), era mal visto dedicarse a la Poesía (...). Aun los intelectuales consideraban broma que se escribieran poemas.” Así lo vio también César Moro al afirmar: “vivimos en esta prisión mortal del Perú”, y lo sufrió en carne propia Vallejo cuando, habiendo publicado ya Los heraldos negros (1918), fue encarcelado durante meses por acusaciones absurdas de “incendio, asalto, homicidio frustrado, robo y asonada.” Imprimió en los talleres de la cárcel su Trilce (1922) y al salir se marchó del Perú, para siempre.

Por un lado “el traje de poeta”, dice Westphalen, “casi siempre le queda holgado a quienes lo han querido vestir.” Por otro, ser poeta fue una marca que le valió a él y a sus coetáneos más desprecio que prestigio. Una anécdota al respecto. Una tarde, en el colegio Alemán, estando apartado de todos en el recreo –era tímido y silencioso-, de pronto se le acercó un niño de esos alborotadores y le espetó en la cara: “Tú vas a ser poeta”. Él, que en aquel entonces no escribía siquiera en la revista escolar, no entendió el por qué de tal oráculo. Por el tono entendió que se trataba de una burla, de algo peyorativo que le presagiaba un futuro “de persona inocua y despreciable, un don Nadie.” A los quince años, lo comprobó. Tras haber escrito efectivamente unos poemas, estos “me acarrearon mala fama”. No fue aceptado en la Escuela de Ingenieros, frustrándose así su otra vocación: la aviación. Porque siendo poeta no era confiable para “tareas serias” y no merecía seguir estudios de ese tipo. Años después, en Contra viento y marea, Mario Vargas Llosa afirmaría: “todo escritor peruano es a la larga un derrotado... resulta un ser anómalo, sin ubicación precisa, un individuo pintoresco, excéntrico, una especie de loco benigno.”

Las lecturas que primero lo apasionaron fueron de etnólogos, no de poetas. Menciona las obras de M. W. Stirling (sobre los jíbaros y el origen religioso de las tsantsas, que de niño observara impactado en una vidriera limeña), así como la traducción de K.T. Preuss de los mitos y leyendas de los huitotos, esa “poesía de lo primitivo” que siempre lo acompañó. En 1926 cursa Letras en la Universidad de San Marcos, junto a Martín Adán, su compañero desde la escuela. Allí traban amistad con el ya vanguardista Xavier Abril (1905-1990, residente en Uruguay desde 1952 hasta su muerte) y José María Arguedas, a quien dedicará luego “El niño y el Río”. Con él aprende a valorar la voz ancestral del quechua, lengua que lamenta no le haya sido enseñada: “no sé si hubiera contribuido a esa ambigua ‘integración nacional’ que tanto se predica (en el Perú), pero habría permitido un conocimiento mayor de su cultura, y la apreciación de las cualidades poéticas que Arguedas le adjudicaba.”

Aprende francés e inglés leyendo a escritores, diccionario en mano. Descubre a William Blake y a las “figuras extraordinarias” del Conde de Lautréamont, cuyos Cantos, dice, explica la tendencia de sus textos primerizos y “buena parte de mi obra posterior”. Comparte con Pierre Reverdy, otro predilecto, la siguiente concepción: “La poesía es a la vida como el fuego a la madera. Emana de ella y la transforma. Durante un breve momento se engalana con toda la magia de las incandescencias. Es la forma más ardiente y más imprecisa de la vida. Después, ceniza”.

Declaró que sólo pudo ejercer a tiempo completo ese “fuego creador de la poesía” en un período corto de su vida, entre 1929 y 1934, lapso en el que publica los dos únicos cuadernos que le valdrán, por cuarenta años, resonancia imperecedera. El primero, Ínsulas extrañas (1933), toma el título de su admirado San Juan de la Cruz. Según confesara, las imágenes y el lenguaje del libro (apenas nueve textos, en un tiraje de 150 ejemplares) provenían de lecturas fragmentarias de Ezra Pound, Tristán Tzará y del pintor Giorgio de Chirico. Pero lo que lo llevó a componer los poemas fue una necesidad de afinar sus antenas para recibir “el dictado” de la voz interna. “Se notará en ellos una aparente contienda y exacerbación de imágenes, un entrecruzarse y desdoblarse (...), para finalmente ser arrojadas en cataratas, suprimidas en el tiempo, disueltas en espuma entre uno que otro fulgor mortecino de relámpago enfermo”.

Surrealismo y silencio

En 1934 conoce al pintor y poeta César Moro (1905-1956), de regreso de París tras ocho años de vinculación con el surrealismo, cerca de André Breton y Paul Eluard. De inmediato organizan la Exposición Surrealista de Lima y un año después lanzan un libelo que parodia al gestor del creacionismo: “Vicente Huidobro o el obispo embotellado”. Aparece Abolición de la muerte (1935), que Westphalen ya tenía escrito, y para el que Moro ilustra la carátula. En 1939 dan a luz al único y mítico número de la revista El uso de la palabra; en 1947, con Moro en México, inician la publicación de otra revista, Las moradas (homónimo de la obra cumbre de Santa Teresa de Jesús), con siete números en dos años. Por estas acciones y por estar ligados estética y amistosamente, Moro y Wetsphalen serán identificados como la yunta histórica del surrealismo peruano. Sobre la poesía de Moro, a quien consideró el mejor de su generación, dijo: No creo que exista en la poesía surrealista en cualquier idioma (...) un tono tan violento e igualmente impositivo. Uno queda, después de la lectura, triturado y pisoteado por las fieras salvajes del amor, desconsolado por el hálito infernal que despiden los poemas”. Lo desconcertante era que una poesía tan desgarradora “fuera la obra de un ser de tan buen ánimo, que no se permitía con nosotros sino bromas de humor sutil, y a veces terriblemente hilarante”. Remiso a cualquier encasillamiento estético, y al igual que otros después (Octavio Paz, Julio Cortázar), Wetsphalen apreció la impronta surrealista, pero fue crítico ante los contradictorios avatares y dogmas de este movimiento así como de sus técnicas creativas. Celebró la propuesta de “valerse de los efectos mágicos de la palabra y de la acción poética, identificadas indisolublemente, aunando sus fuerzas e inspiración en las corrientes más tumultuosas y soterradas del ser”, pero rechazó la consigna “dictadura del espíritu”, acuñada por Breton y atemperada por Louis Aragon, como surgida de una “imagen poética”. Se me permitirá, dijo en conferencia de 1990, “dejar constancia de mi rechazo de toda dictadura, la del proletariado (todavía posibilidad teórica), de un partido, una oligarquía, una multitud o un mandamás cualquiera”.

En cuanto al “automatismo psíquico”, confesó sus fracasos por recuperar en el texto la materia de los sueños: “Lo que retenemos de un sueño no son sino pecios de naufragio (...) , las palabras son de una incapacidad patética para hacer justicia al sueño, no alcanzan a ser sino distorsión, mistificaciones falaces”. Como “sentidos de entrada” a la dimensión poética, destacó el oído y la vista, reconociendo inspiración en la música (Erik Satie, Bela Bartok, el jazz) y en el primer cine, “el mudo, en blanco y negro, con sus primeros planos, sus cortes y deformaciones”. Y sobre todo, subrayó: “atención extrema a lo que se oye y al cuidado máximo puesto en el olvido de sí mismo”.

Lejos de quienes repiten un estilo, su actitud fue la de quien busca ciegamente, esperando una y otra vez, la vislumbre del primer asombro. El español José Ángel Valente –ese gran poeta que se consideró heredero rezagado o tardío de Westphalen- caracterizó las palabras del peruano como una “teoría de las resurrecciones”. Visualizó en sus composiciones “frases que, recién nacidas, se sumergen en el silencio como en agua lustral para volver a nacer de él en nuevas y no reconocibles formas (...). Recurrente morir de la palabra en su mero principio, en su natural silencio, del que sin cesar renace.” Valente leyó a Westphalen en los cincuenta, en la Historia de la Literatura Hispanoamericana, donde Anderson Imbert lo presenta como un: “solitario, marginal, excéntrico, imprevisible (...). Polvo de palabras arrastrado por un oscuro soplo de emoción”.

Entre 1940 y 1971 no produce poesía. Asiste a la peña literaria “Pancho Fierro” dirigida por las hermanas Alicia y Celia Bustamante, junto a casi todos los de su generación. Escribe artículos culturales, en especial de pintura, y traduce a autores tan diversos como Goethe, Jules Supervielle, Edith Sitwell, Saint-John Perse. Difunde poesía quechua y la obra de Eguren, Vallejo, y traduce la poesía de Moro, escrita mayormente en francés. De 1967 a 1971 dirige una tercera y última revista, Amaru. Entre 1976 y 1982 es agregado cultural en Roma, México, Lisboa, y traductor de las Naciones Unidas en Nueva York. En 1977 el reconocimiento le llega a través del Premio Nacional de Cultura, y en 1980 publica en México su lúcido testimonio generacional, Poetas en la Lima de los años treinta.

De esos cuarentaicinco años de silencio poético, en los que paradójicamente su prestigio fue en aumento, solía declarar: “Lo sorprendente es crear, no dejar de hacerlo”, y hablando en tercera persona, agregaba: “Westphalen estuvo callado simplemente porque, como se decía en otras épocas, las Musas no tuvieron nada que ofrecerle”. Bajo el nihilista título de Otra imagen deleznable (1980) reúne sus dos libros de juventud e incorpora los poemas dispersos de Belleza de una espada clavada en la lengua. Allí figuran “Poema inútil” y “Términos de comparación”, que dan cuenta de esta etapa hecha de “vestigios de silencio”, de fantasmas de palabras y de preguntas que reflexionan sobre la poesía al filo de su propia negación.

Desde 1982 da a conocer breves cuadernos, a veces con textos de dos líneas, alternando prosa y verso: Arriba bajo el cielo; Máximas y mínimas de sapiencia pedestre; Amago de poema –de lampo- de nada; Porciones de sueño para mitigar avernos y Ha vuelto la Diosa Ambarina (personaje tomado de Eguren). Sobre esos escritos dirá que “se pretende, aunque lo más probable es que no se logre, hacer virar al extremo de lo insostenible unas imágenes más bien tenues, una suerte de briznas de poesía”. En 1989 André Coyné rescata un inédito de 1935, Cuál es la risa, prosas poéticas que son lo más cercano del autor al surrealismo. Ya reconocido en Portugal y traducido al francés, en España Valente consigue reunir su poesía completa (menos el rescate de Coyné) en Bajo zarpas de la Quimera.

Con dificultades respiratorias y en silla de ruedas, una de sus últimas intervenciones públicas fue en el encuentro de poetas hispanoamericanos, realizado por la Universidad de Lima en 1994. Allí se despidió con éstas, hoy tan vigentes palabras: “Este homenaje a la Poesía –una de las actividades más desinteresadas, exquisitas y turbadoras del espíritu- tiene, además, cariz de firme reivindicación de toda actividad de cultura. No hay que ceder a las tentaciones de la bestia que nos ronda. No nos queda sino estar alerta a no contagiarnos de la horripilante acumulación de crímenes asumidos en nuestra época, por individuos, grupos, sectas, partidos, estados, comunidades enteras. Con frecuencia recuerdo la angustiada pregunta de Hölderlin ‘¿para que poetas en tiempos de miseria?’ Todavía existe la buena Poesía; juntémonos a su alrededor y oigamos lo que nos dice. El volcán ruge; mientras ruja tenemos tiempo para la danza, el canto; si viene la lava, nos cogerá en nuestro mejor momento”.

Tomado de Evohé, Revista del Taller de Poesía
Universidad de Lima. Fondo de Desarrollo Editorial

Luis Bravo nació en Uruguay, en 1957. Es poeta, crítico literario, editor y docente. Su libro de poemas Árbol Veloz, es una obra multimedia, (realizada con la colaboración de Silvina Rusinek en la realización informática), que fue publicada en libro y Cd Rom (Ediciones Trilce, Montevideo, 1998) y en cassette (Ayuí/ Tacuabé, 1998).

Última actualización: 28/06/2018