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Fuegos nocturnos

Por: Lucía Estrada

XXI

Entro en la fiebre. Desde mi ventana veo el nacimiento de los mares, colinas que la espuma reviste, novias muertas, sumergidas. Temo ser encontrada con esa visión, que descubran mi deseo de correr tras una legión de ahogados. El cuerpo se precipita, resplandece. Soy una con el todo; los pies me liberan del camino. Convulsa la espada, el oro del estanque. La llama va en ascenso, corta el hilo de la resistencia. Hay una mano perdida para la escritura, otra que la rescata, que sostiene las agujas del ser. No lo teje, sólo cuida de la verticalidad del sueño. No, no paro de caer. Mira esta lluvia de malva: ha encontrado otro linaje, un anticipo místico, un animal de fondo que se recuerda y nos recuerda.
Es el frío, la exaltación, la mano volcánica que te abre, y el goce.
No sueltes la flor.

XXIV

Hoy encontré mi rostro entre lo muerto; lo guardé con espanto ¿existes?
y he salido en busca de un símbolo mayor. ¿Acaso sabes quién lo ha dibujado? ¿para quién? ¿sabes lo que significa? ¿cuánto estuvo allí esperándote? ¿quién dijo por primera vez la palabra y creyó que era su destino, el destino de otros? Busco hasta volverme amarga, hasta no distinguir lluvia de sol, y apenas tengo unos pocos nombres escritos, y los pronuncio y acuden bajo formas fantásticas; pero me dicen que hay más, entre las piedras, bajo los huesos, que los han visto esconderse entre las copas de los árboles, y yo subo, subo hasta en sueños y agito las ramas. No me mires, con todo esto no soy lo bastante hermosa para agradarte, y en mi cesta ni siquiera llevo lo suficiente.

XXXII  

Pan y agua surten el efecto de la claridad sobre los reyes. Es su vínculo con lo extraño. Así la ciudad construyó una celda para sus invocaciones, dibujó en las murallas formas sibilantes, fórmulas que cifrarían su corazón protegiéndole, mas, para el último relámpago, éste se abrió hacia la medianoche y allí permanece.
Diablos flagelantes, ocupan lo que resta de ella.
 

XXXIV  

Redimir la noche, mezclar su escritura y comprender. No es posible huir luego de haber iniciado la cacería mayor, brazos y ojos señalados por el fuego de la búsqueda. El dedo que fijó la página, el agua que vemos resplandecer en el poema. Todavía, ese leve gesto se repite. La luna del comienzo no declina ni se oculta.
Un instante: se descifra el movimiento de la llama.
Otro: el humo que asciende.
Ahora se prueba el fluir de la sangre, ahora un círculo de correspondencias.
El silencio explora su laberinto. La estela de ese otro sol se mantiene. El rito de la noche no termina. Viejos hombres deambulan hoy bajo su antorcha.

XL

Un silencio seco rodea la palabra. Todo termina y todo vuelve a comenzar. Son estos los minutos por venir, ya en la memoria. Un tiempo pasado y un tiempo futuro reunidos. Un tiempo dentro del tiempo. Y así como el coloso inmóvil, sus pies en ambas orillas, la palabra se abrirá al paso de las olas, y el arriba y el abajo, el mar golpeará con fuerza.
En este vuelo del dragón a la serpiente, agua, no aire tibio.
Habitantes de hondos sonidos, lentas sílabas sumergidas, vendrá un segundo en que las aguas se retiren, y la palabra seque sus maderas hasta convertirlas otra vez en fuego.
 

XLI

Escucho música lejana, como de palabras que van a decirse, las últimas de una lengua en extinción. El aire trae sus capillas, recintos aislados, semillas de luz en el espacio negro. Dentro de sus cristales, robustas plantas tejen un canto silencioso: habla de dioses perdidos, de aves fabulosas, seres vegetales, edénicos, a la búsqueda de un tiempo semejante al vacío. Van a decirse, van a fluir en ausencia de bocas, todas las palabras, las del principio, las de la muerte; van a recorrer lo inmóvil, lo consumado, abrirán la tierra, separarán las aguas, río contra río, el fuego será rodeado, barrerán nuestros huesos que ocultan el primer jardín, derribarán los sarcófagos del oído y la lengua, y todavía ese viaje sería el inicio.
Reinas de sí mismas, las palabras, somos apenas su tránsito misterioso, no la región que las espera.

XLIX

Estamos en juego. Golpes de tambor anuncian la batalla: sombra o claridad.
Pero nuestro pacto asciende en ambas direcciones.
No hay abismo entre pájaro y tigre.

LI

Habrá un instante en que la luz de lo conocido sea retirada, y el polvo de ciudades perdidas, el rostro de un dios antiguo, brillen con el fuego de la primera luna. Despertaremos, y nuestro despertar abrirá la tierra, la perforará en su centro como un fruto al que se le quiere extraer la semilla, y se oirán voces de norte a sur, gritos como de quien no volverá a tener boca. Levantaremos uno a uno los nombres olvidados, y llamaremos a la criatura que fue arrojada de nosotros por temor y respira en la profundidad de la nada.
Vendrá también el pájaro que custodia por siglos el secreto, vendrá su sombra, libre al fin, de las ruinas.


Lucía Estrada Nació en Medellín, en 1980. Ha publicado los libros de poesía Fuegos nocturnos, 1997; Noche líquida, 2000;  Maiastra, 2004; Las hijas del espino, 2006; El ojo de Circe, Antología, 2006; El Círculo de la Memoria, Selección de poemas, 2008; La Noche en el Espejo, 2010; Cenizas de Pasolini, 2012; Cuaderno del ángel, 2012; Continuidad del jardín – Selección personal, 2014. Con su libro Las hijas del espino obtuvo el Premio de Poesía Ciudad de Medellín, 2005. Recientemente recibió el Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá 2017 con su libro Katábasis, 2018.

Con su libro Cuaderno del Ángel obtuvo la Beca de Creación en Poesía, otorgada por el Municipio de Medellín en 2008, y en 2009 fue nominada por la UNESCO al Premio Internacional de Poesía “Ponts de Strugas” de Macedonia. Ese mismo año (2009) obtuvo el Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá con su libro La noche en el espejo. Actualmente hace parte del comité editorial de la revista literaria Alhucema, Granada-España.

 

Última actualización: 02/10/2023