María Rosa Lojo, Argentina
Por: María Rosa Lojo
REVELACIONES
«Visto bastante. La visión se ha encontrado en todos los aires.
Tenido bastante. Rumores de las ciudades, por la noche y al sol y siempre.
Conocido bastante. Los altos de la vida. ¡Oh rumores y visiones!»
Arthur Rimbaud
(Iluminaciones)
I.
Así es como conozco la mañana; alarmada por su cántico trémulo. Viene a darme lo que aún no soy, atravesada por exclamaciones y promesas. Es anunciante y sin embargo ya estima a los hombres como cadáveres; adorna los sentidos y barre las aldeas con su guirnalda múltiple y su gloria. El hijo de David aún no ha nacido. Veo el pequeño camino del campo por donde han de pasar los carros afanosos, pobres y alegres libélulas indómitas. Toda mi palabra es una gran torpeza, ducha en entrelazar visiones indecibles. Una raja de malvón, como un fruto prematuro, me quema las manos. Las maderas benefician el aire con su rigor nórdico y su calidad lustral y su dureza consolada por el oro que un donador arroja contra las puertas.
II.
Los días nublados no te ofenden con la claridad. Bajas la cabeza requerida por la minucia terrena y el arduo crepitar de los suelos y el leño demasiado nuevo. He aquí la casa y la hoguera y el panal. No vayas a buscarlos más lejos: tu cabeza es la copa y el surtidor. Todo lo apresta quien mira, el que ensalza lugares y lagares consumidos por otros, sin agotarlos nunca. He aquí la memoria de tu estirpe difusa. Te han legado la grava y el cincel y las calles ventosas en las últimas cuevas del Sur, cuyos techos son el cielo sin límite. Caminas entre los zarzales de la niebla, con el frío, tu perro cazador. ¡Aleluya! Has rescatado lo que no se ve. ¡Píntalo!, dicen. El horizonte otea y jadea. Qué lobo es y qué azul, como si la fiereza supiese ser pura… Entre tanto amor de la tierra que te es dado la lucha se privilegia, se enaltece a sí misma con su hierro en tensión y su inflexible grito de alborozo. Aquel rayo que lanza lo indominable tiene amor: ama al ser. Nacemos en la lid, cuya más íntima quietud es combativa, cuyo más ávido temblor es tan sereno.
III.
El polvo de los vasos y la pesadumbre de sentarse a contemplar. Vas desciñendo los hilos de las vidas: la delicada herencia de los mayores se abre como un cofrecillo herrumbroso. El polvo iridiscente no es su fuerza; pero los has visto golpeando en las ventanas otoñales, humildes como la lluvia, con sus voces delgadas que aman el cielo acerbo. Ellos quisieran ver sus cuerpos abandonados en las playas, sepultados por el limpio viento del mar. Pero les han impuesto la carga de la tierra: abrumados y oscuros yacen a solas, sin la carcoma purificadora de la sal. El polvo ya no es el vidrio: el polvo es toda la niebla de la tarde que se concentra y se acongoja en la intimidad de los cuartos, en las paredes que contemplan los árboles yermos de invierno y la estrechez de las ráfagas errátiles como ciervos. Ciervos helados: bosque del Norte que asedian tradiciones y caballos de guerra, bendecido por pétreos druidas que levantan altares: santos antiguos con su cuchillo sacro y su elevada cabeza rezadora. Bosque del Sur tan nuevo como lo es la muerte para cada hombre; prístino reflejarse de las murallas verdes sobre los lagos. Allí ves el fondo: dientes puros las piedras, almas de indios que miran desde el hielo las cimas duras del amanecer. Esta mirada no es la ilusión, lo sabes bien. Alerta más que nunca vas custodiando al sol mientras se enciende la soberbia de las luces: crepúsculo acerado donde se cifra todo lo que podrías haber sido y todo lo que puedes ser aún, en otros reinos. El ser se pone en pie, inmenso, abierto.
IV.
Mañana vivirás. El sueño te acongoja y te exalta con la sólita promesa nocturna. Cierras los ojos; te cierras tú misma en la transparencia feliz de una crisálida que espera. Ves el portón acabado de barnizar, el olor crudo y brusco del cemento reciente; esos burdos umbrales de la casa nueva por donde aún asoman trenzados el hierro y su golpe sin cincelar, vibrante. Esta irrupción desmantelada de todas las primicias, estos jirones del rápido percibir. Se abre una hendija, un puñalito saja ya las brumas del día próximo. Te han de coronar con las olivas, has de montar en ese júbilo que se te ofrece, joven, flexible y gozoso como un animal selecto que ignora la cercanía del sacrificio. Oyes los salmos recién cantados. ¿Oyes? ¿Alguien ha dicho tu nombre en el sendero de arena? ¿Alguien te ha señalado? Quédate en paz. Aún no tienes destinación y cárcel. Eres. Mañana estarás viva.
***
Todos los atardeceres la mujer se sienta en el patio de la casa. |
Si alguien la acompañara vería cómo su cuerpo se vuelve transparente al compás de la sombra. Primero surge un mapa encendido de venas y de vísceras, luego, más abajo, una población de huesos huecos por donde el viento corre como un golpe de música.
La mujer sonríe y levanta un brazo en la noche incipiente. |
Unos minutos más y se apagará el resplandor del hueso iluminado por canciones remotas y ocultará la piel el color de la sangre.
Cuando todo concluye, ella guarda la silla bajo el alero y vuelve a la |
cocina, llevándose el secreto de la transparencia del mundo.
Desde el jardín
El pequeño jardín se expande en la oscuridad. Crecen los cuerpos verdes dilatados por la luz invisible de la lluvia. Crecen las floraciones pesadas como campanas y resonantes con el latido de los corazones de la tierra.
El hombre y la mujer respiran con un solo pulmón el aire húmedo y dormido. Alargan las manos como ramas que buscan el ojo de la luna, entrelazan las piernas en la curvatura de la hiedra, entremezclan líquidos radiantes y olores que fosforecen. A la luz de su amor comienzan a verse los colores olvidados, y las flores y los frutos se reúnen con el rojo y el azul, el oro y el violeta. Cuando el rito del amor termina las corolas se pliegan y se guardan y los cuerpos humanos se amparan uno en el otro, cumplidos y cerrados en el regazo del mundo.
Madres
Las madres de las demás protegen a sus hijas desde el Cielo. La mía no. La mía quizá no está en el Cielo, o se le ha olvidado la dirección de esta casa, donde vivo en la tierra. Las hijas de esas madres son mayores, como yo. Ya no van a la escuela, no calzan mocasines de taco bajo, no se comen las uñas. Sin embargo creen, como si fueran niñas, que su madre es una estampita de la Virgen de Luján, colocada bajo la tapa de vidrio del escritorio de Dios, y que las mira desde allí, ejerciendo poderes bondadosos y ministeriales, acelerando el trámite de su felicidad como si se tratase de un expediente burocrático en las oficinas celestes. Yo no lo creo. La mía no mira. La mía estaba ciega y no quería ver luz ninguna. La luz la desollaba y la desgarraba como una mordedura de ácido. Mi madre era frágil como un vampiro asustado, temeroso del dolor de esa
luz, |
Pero también, sobre todo, de la carga de la vida inmortal. Por eso no puede estar viva, en ningún cielo. No puede ser una estampa piadosa la que no tenía piedad, ni aun de sí misma. Quizá Otro se habrá apiadado de ella. Quizá flote sobre una tierra crepuscular, entre dos resplandores, cuando
ningún rayo hiere. |
Quizá el único contacto entre nosotras sea esa ausencia: el roce de un
soplo, de una brisa, de un aliento, |
Las palabras que no se dijeron, el hueco de un cuerpo en el aire.
Pero ese hueco es tan resistente y opaco y compacto como un muro. Mi madre es un agujero negro detrás del muro, la boca del vacío, la muerte. Algún día mi mano traspasará el aire hostil de la pared. El muro cederá, y tomaré el vacío, el agujero negro, la muerte, lo daré
vuelta del revés, |
Como se da vuelta un guante, o un vestido, o las letras de un mensaje cifrado. Me pondré esa nada como quien se pone un vestido de fiesta. Bailaré en la fiesta. Dejaré de temer.
Del otro lado mi madre crecerá, como una niña nueva en un jardín.
María Rosa Lojo nació en Buenos Aires, Argentina, en 1954. Es poeta, narradora, ensayista y doctora en Letras de la Universidad de Buenos Aires. Algunos de sus libros de poesía son: Visiones, 1984; Forma oculta del mundo, 1991 y Esperan la mañana verde, 1998. En narrativa: Marginales, 1986; Canción perdida en Buenos Aires al Oeste, 1987, La pasión de los nómades, 1994; La princesa federal, 1998; Una mujer de fin de siglo, 1999; Historias ocultas en la Recoleta, 2000; Amores insólitos, 2001 y Las libres del Sur, 2004. En ensayo: La "barbarie" en la narrativa argentina (siglo XIX, 1994; Cuentistas argentinos de fin de siglo, 1997; Sábato: en busca del original perdido, 1997 y El símbolo: poéticas, teorías, metatextos, 1997. Obtuvo, entre otros, el Primer Premio de Poesía de la Feria del Libro de Buenos Aires, 1984; el Premio del Fondo Nacional de las Artes en cuento, 1985, y en novela (1986). Ganó la Beca de Creación Artística del Fondo Nacional de las Artes en 1992. Es conferencista y profesora visitante en universidades argentinas y extranjeras. Participa a menudo como escritora invitada en Ferias del Libro y Congresos internacionales. Es colaboradora permanente del Suplemento Literario de La Nación, de Buenos Aires.