Gabriel Jaime Franco
Gabriel Jaime Franco
I
Puesto que se es un hombre
no se es grande.
Mas es haber venido aquí tan grande,
que haber creído ser un día
es haber sido.
Ahora hago en verdad esto o aquello,
mas no entiendo muy bien
por qué no soy un hombre que embetuna o hace fila,
quien ofrece cursos de ingles o enciclopedias,
algo así,
porqué no sería yo quien ora,
quien ahora muere,
quien intenta ser en esto
o en esto
o en aquello
Porqué sólo soy quien se pregunta,
quien se deshalla y se descentra,
sólo quien intenta no sabe muy bien qué.
Por qué soy al fin quien soy, si fuera.
Mas fue creer haber sido tan grande,
que sólo haberlo creído es haber sido.
II
Toda poética excluye e
intenta
construir su onanista paraíso.
Lo que mis ojos no vieron
lo vieron otros ojos.
Donde mi corazón no estuvo
otro se exaltó de dicha o de dolor.
Toda poética se ciega a sí misma,
despedaza su sextante,
a sí se siega.
De donde no extrajo nada
mi razón ofuscada por su obsesión de soles,
otro trajo su porción de luz.
Toda poética construye su casa
con ladrillos que también son míos.
Por qué entonces hacerla sin ventanas?
Lo que no alcancé a soñar otros lo soñaron,
y mi pasión no fue más alta ni más baja,
sino tan sólo mi pasión.
Toda poética es orín de perro,
límite,
miedo de ser lo que ya se era.
De donde no penetró mi ojo limitado otros trajeron su fulguración, su chispa.
Allí donde no pensara otros pensaron.
Un alguien que algo supo a mí me hizo saber.
Yo nunca miré solo. Yo nunca miré solo
Cuando tu muerte se te acerque
no veras sino
tu ojo,
tu ojo,
tu ojo.
III
Un nombre propio ofende.
Pienso un rostro, y ese rostro
ya no será más si lo nombro.
Toda precisión excluye,
taxa.
Mas la poesía es como niebla,
visible y viva,
lenta y móvil,
anónima e inaprehensible.
Pero la palabra hombre evoca:
Por eso un poco ahora sé cuánto me llamo Josefina,
Roberto y Luis Arturo,
cuánto ahora estoy diciendo y en otra parte sí,
don Francisco, cómo le parece,
cuánto ahora
pateo una piedrita en una calle de Skopje
cuánto estoy ahora
acodado en un pequeño balcón de Porto,
y cuánto ahora nada digo,
si dijera,
pues se dice o no se dice.
Nombrar es un accidente, si se nombra.
Esta es una silla y es ésta la piedrita,
don Francisco, cómo le parece.
En algún sitio alguien nombra,
reduce.
IV
¿Hablé un día?
¿Pronuncié palabras hiladas de tal modo que aquellos que viajaban conmigo volvieran los ojos, aguzaran sus oídos?
Que, al menos, se dijeran entre sí: «¿Entiendes lo que dice? ¿De qué sueño, de qué universo nos habla con palabras que también son nuestras?»
Nada. Nadie. Ninguno volvió sus ojos.
¡Y yo volví los míos sobre mi corazón de bruto, hacia mi sangre animal viva y cálida en su torrente vivo!
Bruto entre los brutos, pero con un ojo alerta, tampoco era nuevo mi corazón, ni más elocuente que la hoja muerta reposada de humedad entre el mantillo, donando su pequeña porción de luz, su delgada nervadura que volvía al torrente lento de la savia.
Una voz había allí, lo supe, bajo su magnífica humildad abandonada al flujo de lo vivo.
Y yo leí sobre la hoja y su tenue cedazo de nervios la alta metáfora de lo viviente.
Nunca tuve voz, también lo supe. Sólo palabras. Y oídos, maravillosos oídos para el eco.
Y la hoja muerta me conduce a la certeza de una soledad irremediable, pues yo no tengo voz para decirte todo aquello que en mí se mueve como una savia muda.
VIII
Soy este hombre.
O aquel. Sí: yo es otro. Soy un chino, un canario, un irlandés.
Yo es otro. Cualquiera. Hasta el rostro es el mismo, si se mira bien.
Es mío el miedo de un hombre. Cualquiera. Me he puesto su pijama, esta noche. Me pondré su mujer.
Miedo de sí. De ser esto o lo otro. De ser arrastrado por las aguas. De no ser arrastrado y tener entonces tiempo para mí y mirarme en mi espejo.
Soy un chino, un canario, un irlandés. Y tengo miedo.
Quizás trice el espejo cuando me detenga.
Cruzaré por la visión del milagro de lo vivo como un pequeño astro que se acerca a un hueco negro:
seré un chino, un canario o un irlandés
bajo la tierra memorable.