María Baranda (México)
Por: María Baranda
Dylan y las ballenas
1.
¿Qué son, Dylan, esos sonidos que se oyen
desde el blanco bosque
de tu boca de agua?
¿Qué cal ardiente alimentaste
en tu ciudad de tiempo ya vacía?
¿Qué piedra arrojó por ti
el grito de ese Herodes de paja y sal
que estremeció tu sangre?
¿Qué santo a punto de caer
ya se desploma entre las vetas cálidas
que desgarran tu herida?
En dirección al mar,
bajo la luz del búho,
está mi vida imaginada por el poder de un muerto,
precario príncipe a orillas de este cielo,
que me permite hablar al fuego del guerrero,
poder decir mi sombra en la ebriedad del agua
donde nombrar la luz es dibujar la noche,
abrir el cáliz a la razón del alba.
Aquí la muerte mantiene su dominio,
donde alguien, acaso un dios
esclavo de la lluvia,
un olvidado monarca de las cosas,
se abre ávido al silencio de la sangre
en el vértigo y el miedo de la noche
para decir que va, que arde profundo
en las copas de polvo que gotean su sed en el vacío.
Esta es la hora en que conozco la parte rota de mi historia,
fragmento cincelado sobre la fría noche del suicida.
Ficticia
(fragmento)
Pido la lluvia. Reclamo para mí toda la arena.
Olas y olas que encalan a un mar de espinas.
Ríos que me ciñen, fervores marinos,
árboles de untuosa corteza y falsa copa,
llamas de un cielo sobre un bosque de incendio.
Zánganos. Riscos. ¿Quién dispersó la voz del mar
como si fuera el cielo? ¿Quién dijo que volar
era espesar el fuego de la sangre,
el corazón más vivo de los vientos?
Yo deseaba un avión,
una flecha que me propagara por las nubes
rápida y anónima y sin palabras.
Yo quería volar.
Cruzar la sinrazón, la apuesta de la sombra,
la ceniza abierta de las alas.
Era mi privilegio vivir al compás
del insecto en las ondulaciones del agua.
Entonces el campo era la fragancia de mis trece años,
la cuneta abierta para las puertas del exilio y de la gracia.
La pluma veloz en el anuncio de ser la única,
la atronadora luz de los relámpagos
en una noche de fiebre y de extintas tormentas.
No puedo recobrar aquella fábula
perdida en viejos paraísos, la primera vez
inalcanzable en que supe que mi voz sería mi grito.
Me he extraviado en el muro de mis limitaciones.
Busco una sombra en un balcón de un trópico lejano,
una costa abierta a los deseos y la promesa azul
pintarrajeada en una vieja libreta negra para el abuelo:
escribiré en la grieta.
Ahora me tambaleo en las huellas
de mis cuarenta años en un jardín que balbucea,
entre ruinas, antiguos encantamientos.
Ángeles de proa
I
Hemos llegado
y no es del mar donde somos,
aquí hace tiempo estaba nuestra casa,
en el Oriente de los vientos;
las mujeres veían pasar las nubes lentas,
había plantas muy distintas
arraigadas al sol que tanto se recuerda,
y era la voz de helechos y largos chayotillos
lo que a diario nos llamaba,
antigua era la casa de húmedas entrañas,
de árboles de sangre y pájaros,
1qs cerros y los montes
Se alzaban bruscamente,
altas las pendientes y el estanque frío
donde extraviamos lo que vimos,
después los hombres se fueron hacia el frente
hinchados de gloria y de batallas:
si alguna vez fuéramos grandes…
pero la historia
de la tierra se borraba, así,
tan solas nos quedamos
con el honor y la excelencia al hombro,
entonces por boca de la anciana
supimos de extrañas ceremonias
donde se guarda a Dios
y se lame su palabra,
árboles se erguían en los sueños
y no había
olor de azahar, de acanto o de albahaca,
los pies eran ligeros, y la lluvia…
cantaba un gallo muy lejano,
de esos guardados entre pastas
de viejas biblias ya olvidadas,
hermosos los ojos que leían, ¡ah!,
los labios, los sueños de las otras,
las olas eran altas, grandes
las piedras donde ningún sonido era eterno
en las regiones de las aguas;
luego,
vestidas con las telas
y las flores,
llegaba el momento de rezar y de llenar la noche
con palabras, porque las horas,
las horas no se escapan,
todas están habitadas,
ángeles venidos de la Altura
cruzaban muchos círculos,
ofrendas de pimientos y frutas muy jugosas
eran puestas al paso de los templos, los ángeles
con las manos abiertas, decían el Bien decían
el Mal
hasta la hora en que una estrella
aparecía en el firmamento
y toda exclamación se disipaba,
montes verdísimos lucían sus yerbas
de epazote y toronjil, arriba
la Virgen del Recuerdo
se iba lejos con la cabe/a al sol,
el mundo eran los días, calendarios
tallados a muerte, voces
de una piedra consagrada
que sabía del tiempo seco y amarillo de
los campos,
de la tierra de azúcar verde y de fuego
que soñaba con el pan dulce de la escanda,
todos estos lugares se oían en los suburbios,
y nosotros, mientras narraban, teníamos miedo
de los demonios que miran a los niños
y pensábamos en esos Santos sin ningún oficio
que ardían en las hogueras, con una mano en
la boca
y la otra en el vacío, luego
brotaban los fantasmas
de bestias hace siglos ya enterradas,
dos sílabas caídas de un cadáver
aún mojado por las tibias gotas de la lluvia:
el Padre en el abismo
que ruega por el sol y su blanca marejada,
el Padre en el principio que todo lo reclama,
el todopoderoso que guarda de noche
su ejército de dioses,
caballos de viva sangre eran su primer coro,
y la palabra pura
en el mundo
libre al aire y al mar;
de allí los hombres, los mineros,
cocina de pan y de miel
donde el Padre decía los oráculos,
y el cielo tan azul,
y su murmullo, la voz del Pez
y la derrota de aquello no escuchado,
el Tiempo decía que lo borrara de su libro
pero él, el único, el todo roca y puro para siempre,
cerró su corazón, lamió
los márgenes del terebinto y dijo al ermitaño
tu será de niña pero tu acción…
¡Señor, el mundo es tan ajeno!,
será, narraba aquella anciana, cuando se
guarde el sol
y de los montes bajen a un feudo de leyendas,
en paz con la mesura del enebro, lo harán
por la espiral del cielo, el corazón a punto
y la marea…
así fue el nacimiento
de todos los Espíritus,
engendrados tan alegres
y siempre luminosos,
que una ráfaga marina
hizo estallar en las semillas
bajo el sol;
llorosas estaban las Parteras,
las algas y las flores rojas de la mar
eran mecidas cual frutos muertos
bañados de un antiguo secreto,
toda la bondad de las raíces
en las barbas de la mujer del mar,
nosotros
decíamos la oración
sobre los dulces corazones del espliego,
sin otra cosa por hacer
que dar la vida más íntima a la tierra;
grandes eran los álamos
que acogían la ofrenda
de buena voluntad y de hermosas maneras
fermentadas en monasterios
o acaso en frías iglesias,
o en el amor que escupe el invisible pordiosero
en esos muros
hace siglos ya de pena,
y la tumba del Señor el nuestro
abierta como abierta está la playa
al extranjero,
su sombra ha quedado aquí
porque este mundo de tan ajeno
es una página,
una violencia jamás escrita,
es la luz,
la humillación suprema,
la gloria
donde se hablan y no se miran
el minero y su propia sombra,
el Uno que sigue al Otro,
ellos, los memoriosos, decían un día
haber oído al perro
y sus ladridos, de las casas
salieron sordos ruidos, hombres
vestidos de negro,
blancos por dentro,
como la noche caída en el barranco;
allí un ataúd de encino
pasaba con su cortejo de estériles mujeres,
y no sus manos y no sus rostros
eran la ofrenda de los patios
donde pálidas las rosas y dulces en su fuerza
guardaban el sueño de los hombres de la costa;
mar arriba entre las nubes
se iba el canto del ejército,
y nadie,
en la visitación de los extraños,
sintió la paz que mata
mas no alcanza a disipar
los sueños ya de siempre,
blancas eran las caras consumidas,
blancas también las piedras de la fosa
que hizo cavar aquel Sargento,
solitaria quedó la ciudad
de verdes barrios y de plazas
donde vírgenes ancianas adularon la Visitación,
y las mujeres
tan rojas como azules
en la mirada de la mar,
dóciles en las esquinas de la noche
y lentas,
más lentas y profundas,
avanzaban con el canto perdido entre los peces,
¡vive allí!, se oyó en las habitaciones
solitarias, cuando las tropas
en marcha perseguidas,
vieron el fin, la tarde de la Víspera,
¡cartílagos tendidos sobre el agua!,
yeguas magníficas
eran cobalto
en los caminos bárbaros,
y un viejo sacristán
de pie en el muelle
decía de Dios y los insectos
a tres días de la muerte,
¡guerreros de hermosas manos
y cuerpos de árbol!, desnudos van
pero gloriosos,
a ver al mediodía tallar sus frentes,
y toda la congregación de guardias,
federales, soldados viudos desde el alba,
esperan ya la gracia
en las rejas de algas de la mar,
en las jaulas de oro que costean a los sepulcros,
¡lágrimas derramamos
por los hombres incrédulos de sueños
y amarillos en la fiebre!,
y el día de San Patricio,
bajo el rayo más fuerte de aquel sol,
luchamos, la luz a nuestro lado,
el tiempo en todas partes
y la milicia de los cielos
a la voz de la traición,
crímenes venidos de muy lejos,
vestidos con grebas de bronce
y coraza escamada,
llevaron la plaga,
a los atrios y almacenes,
a los patios del herrero
donde el huérfano gritaba,
y un águila, nacida de montaña,
bajaba como loca entre la confusión;
el cuerpo ya no existe, atrás
quedó el ángel del abismo,
ardiente y blanco
por la cal del hombre muerto,
relámpagos en tal
y en tal otra parte,
refugios en la voz del monte,
gemidos,
y Dios,
errante y elevado,
también perdido entre la confusión;
aquí hace tiempo mirábamos un mundo,
quizá desesperado,
de leyes agotadas,
de héroes y de locos,
de vendedores y príncipes extintos,
un mundo donde el sol se aleja,
desciende el horizonte,
las piedras abren grietas
por donde pasa la muía
con su amo que se arrastra,
allí surgen los pueblos,
lugares que cosechan templos
para purificar a santos y a mujeres,
rebaños de vacas
que lamen las banquetas y más allá
repúblicas de hombres tristes.
¡Señor, las calles son de fuego,
la historia arde frente a su propio espejo!
¡Señor, estamos perdidos entre la confusión!
María Baranda Ciudad de México, México, 13 de abril de 1962. Poeta, editora y traductora. Fue embajadora de Embajadora de la Literatura Infantil y Juvenil de la FILIJ 2017. Ha escrito los libros de poesía: El jardín de los encantamientos, 1989; Fábula de los perdidos, 1990; Ficción de cielo, 1995; Los memoriosos, 1995; Moradas imposibles, 1997; Nadie, los ojos, 1999; Causas y azares, en colaboración con la pintora Magali Lara, 2000; Narrar, 2001; Tulia y la tecla mágica, Ediciones Castillo, 2001; Atlántica y El Rústico, 2002; Dylan y las ballenas, 2003; Ávido mundo, Ediciones sin Nombre, 2005, Cuadrivio, 2015; Ficticia, Ediciones Calamus/ CONACULTA/INBA, 2006; Ávido Mundo, Poesía Selecta. Ediciones Monte Ávila, Venezuela, 2008; Arcadia, Ediciones Monte Carmelo, 2010; El mar insuficiente. Poesía escogida (1989-2009), Universidad Nacional Autónoma de México, 2011; Bosque y fondo, en colaboración con Vicente Rojo. Taller de la Gráfica Mexicana, 2013; Yegua nocturna corriendo en un prado de luz absoluta, Ediciones sin Nombre / UNAM, 2013; Un hervidero de pájaros marinos, Ediciones Atrasalante, 2015; Teoría de las niñas, Vaso Roto, 2017.
Su poesía ha sido traducida al francés, inglés y lituano. Ha obtenido los premios: Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta 1995 por su libro Los memoriosos; Iberoamericano de Poesía otorgado por la Villa de Madrid, España, 1998, Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, 2003.