English

RIMBAUD, ¿PASADO O PRESENTE?

RIMBAUD, ¿PASADO O PRESENTE?

Rodolfo Alonso

Con una intensidad hasta entonces prácticamente desconocida, con una devoradora pasión tan ineludible como fogosa, un violento y deslumbrante cometa cruzó el cielo por entonces opaco de la cultura europea, allá a mediados altos del siglo XIX, precisamente entre 1854 y 1891. Dentro de ese período, que es el de su corta vida, en el brevísimo instante de unos dos o tres años, otros tantos no demasiado voluminosos libros vinieron sin embargo a trastocar en su totalidad, de raíz, de fondo, no sólo el criterio sino también la práctica de la poesía. Acentuando de manera absoluta, hasta sus últimas consecuencias, una tendencia que había reiniciado magistralmente Baudelaire, le tocó a otro poeta francés, un adolescente de provincias, de no más de quince o dieciseis años, de carácter probablemente poco estable y moral nada rígida, nacido seis años después de los graves sucesos de 1848 y tres años antes de que se publicaran Las Flores del Mal, franquear impetuosamente aquellos límites que intentaron confinar a la poesía para devolverle todos sus dones y sus potencias naturales y ocultas.

Más cerca de la experiencia que de la literatura, y por lo tanto más próxima felizmente a convertirse en una evidencia (aquello que Husserl definiría algo más tarde como «la vivencia de la verdad») antes que en un mero ejercicio retórico, al mismo tiempo esta escritura sin duda revolucionaria pero también tan precisa como inquietante e infinitamente enriquecedora iba a concretarse -tal como comenzaba a hacerlo contemporáneamente Mallarmé-, en la potenciación de un lenguaje a la vez específicamente poético y deslumbradoramente humano.

Aquellas características del cometa (fugacidad, intensidad, perduración) que asumen tanto la vida como la obra de Jean-Arthur Rimbaud, se acentúan aún dentro de lo acotado de su existencia -tan sólo unos treinta y siete años desde su nacimiento en la ardenesa Charleville hasta su fallecimiento el 10 de noviembre de 1891-, donde el momento digamos de incandescencia se concreta en un período, inicial, y mucho más breve. Entre 1871 y 1873 no sólo escribe alguna correspondencia milagrosamente premonitoria y reveladora, entre ella la indeleble Carta del Vidente, sino que también echa a navegar El barco Ebrio y el Soneto a las Vocales, inscribe para siempre en la historia de la gran poesía universal a Las Iluminaciones y retira de imprenta apenas unos pocos ejemplares de Una Temporada en el Infierno. A la vez, con prisa y sin pausa, vertiginosamente, agota los turbulentos días de su propia vida también signada de significación, desde la estruendosa escapada con Verlaine hasta su proximidad con un acontecimiento tan emblemático como la Comuna que nació en 1870 para ser masacrada al año siguiente.

Prometeico y mesiánico, hijo pródigo y padre fundador, capaz de sumergirse en los abismos más bien a la manera de Orfeo que como el Alighieri, niño prodigio y ángel del mal, mientras las más diversas familias ideológicas, espirituales y estéticas siguen tratando de apropiarse infructuosamente de su contagiosa reverberación, quizás me animaría a sostener con humildad pero no sin firmeza que el único astro que guió a ciencia cierta su destino no fue otro que el de la poesía. Pero una poesía que implicaba por supuesto mucho más que una mera actividad literaria.

En el mejor estilo del «poeta maldito» pagó con su propia vida los límites que traspasó pero también, al mismo tiempo, los vislumbres y las certezas que alcanzó. Y quizás el mejor testimonio de su desdén ejemplar por la equívoca «vida literaria» (denominación contradictoria si las hay) se cifra sin duda en su espontáneo llamado a silencio, y en su también voluntario abandono de toda posibilidad de subsistencia digamos convencional. Un abandono que puede ser también huída o entrega, pero un silencio que sin embargo habla estrepitosamente, un silencio que lo dice todo a grandes voces.

Porque otra característica del fenómeno Rimbaud, como en los más sutiles explosivos, fue su capacidad de efecto retardado. Impreso originalmente en 1872, Las Iluminaciones sólo llega al conocimiento público en 1886, pero justamente a tiempo para influir en el desencadenamiento de la revolución simbolista, que para tantos constituye la culminación de la poesía del siglo XIX. Mientras que Una Temporada en el Infierno, que es de 1873, sólo llega a ser divulgada en 1895. Y la más que significativa Carta del Vidente, como es sabido dirigida a Paul Demeny en mayo de 1871, el mismo año en que publica sus iniciales Poesías, recién empieza a ser difundida con más amplitud en 1912, justamente a tiempo para fecundar el corazón y el espíritu de los jóvenes que estaban por desencadenar los grandes movimientos llamados de vanguardia que modificaron raigalmente la poesía y el arte a comienzos del siglo XX.

Nunca quizá como en este caso las circunstancias de una vida por demás tormentosa, turbulenta y convulsionada fueron tomados tan en cuenta para calibrar una obra poética. Y, al mismo tiempo, indisolublemente, pero también de algún modo con carácter antípoda, nunca obra poética alguna llegó a alcanzar una repercusión tan virulenta y prodigiosa, capaz no sólo de influir en las concepciones estéticas sino directamente de transformar las personalidades de aquellos a quienes rozaba. Así se explica, por esta dialéctica entre vida y poesía, pero sobre todo por otra dialéctica también interna, orgánica diría, precisamente de esta obra poética y de esta vida en particular, tanto el carácter sintomático cuando no directamente profético o premonitorio con que una y otra, vida y poesía, no pudieron dejar de verse signadas.

Los hechos, los actos, las anécdotas pueden resultar, en cuanto a su interpretación, quizá tanto o más ambiguos que las mismas palabras. Así se llegó a especular en uno u otro sentido, casi siempre contradictorios entre sí, con respecto a los muchos sucesos como dije nada convencionales de su vida. Que si participó en la legendaria rebelión de la Comuna o fue sólo un contemporáneo que la vio indudablemente con simpatía. Que hasta dónde llegó el alcance de sus intimidades con Verlaine o la intensidad de sus relaciones con una mujer abisinia. Que si pidió la extremaunción antes de morir por haberse convertido o simplemente por no atribular todavía más a su crédula hermana. Y así se llegó también hasta a producir aquel resonante escándalo literario que conmovió a París con el fraguado descubrimiento de un inédito suyo, por supuesto fraudulento, que sirvió sin embargo para desenmascarar a ciertos pretendidos especialistas.

Hay ambigüedades que forman parte del lenguaje porque también forman, me animaría a creer, parte indisoluble de nuestra condición humana. Y de esa ambigüedad, para mi gusto prácticamente orgánica, raigal, constitutiva, que bien puede considerarse de algún modo una carencia, hace la poesía no obstante su cantera. De esa incapacidad del lenguaje humano para decirlo todo claramente, que tanto inquietó en nuestra época a un Ludwig Wittgenstein («Si el signo y lo designado no fueran idénticos en lo tocante a su pleno contenido lógico, entonces debería haber algo todavía más fundamental que la lógica»), la poesía intenta extraer justamente su capacidad para decirlo todo. En la mismísima obra de Rimbaud, un título como el de Las Iluminaciones, al cual es prácticamente imposible no otorgar un sentido visionario, cuando no místico y hasta en cierto modo heráldico, fue sin embargo subtitulado por su propio autor, en inglés, como Painted plates, lo cual amenaza reducirlas sin más a meras ilustraciones.

Lo que también resulta singular, en la vida de Rimbaud, es la forma directamente irradiante con que las circunstancias concretas de su existencia se entretejen misteriosamente con los acontecimientos digamos históricos y, a la vez, de qué forma también sus propios textos se enhebran con su vida y con su tiempo, e inclusive se adelantan a épocas posteriores. De tal forma que una y otras (vida, época, poesía) se nos van presentando con diversas facetas de acuerdo con la forma en que las percibamos relacionadas entre sí. Es decir que, a la natural ambigüedad como intuimos congénita del lenguaje humano, de la cual justamente la escritura de Rimbaud vino a extraer una de sus vertientes más hondas y fecundas, se le agrega la inevitable disparidad de nuestra percepción individual y de nuestros enfoques, de nuestros ineludibles y felizmente diversos puntos de vista ideológicos, espirituales y/o estéticos.

No ha de ser entonces responsabilidad de una poesía como la de Rimbaud, quien fue capaz de llamarse a sí mismo a silencio, demostrar qué vígencia tiene aún hoy, después de más de cien años de su muerte. Por el contrario, es un problema nuestro, es un grave problema de nuestra civilización y de nuestra cultura y, dentro de ella, muy especialmente de quienes nos creemos destinados a la poesía, demostrar si su ejemplo y su palabra tienen todavía hoy una vida útil y una digna descendencia. Es en nosotros donde se decide si la de Rimbaud es hoy una lengua viva o una lengua muerta.

Porque es aquí y ahora, en este nuevo siglo donde la humanidad prácticamente entera parece haber sido compulsiva o seductoramente impulsada a preferir el tener o el parecer antes que el ser y hasta el hacer, es en medio de esta anomia que quieren presagiarnos posmoderna y que parece quitar todo sentido no sólo a la pasión sino directamente al apasionamiento, donde la rabiosa sed de belleza del adolescente Rimbaud, que supo decir que «Es necesario ser absolutamente moderno», puede volver a resultarnos fecunda y favorable. Al menos, como contraveneno y como antídoto.

Porque si se trata de un auténtico clásico, en el sentido que me permito asignar a dicho término, es decir alguien capaz de darnos vida, de traernos vida, de seguir siendo fértil en nosotros, no siento que podamos pensar a Rimbaud sino como un acicate y como impulso. Aquel que supo anunciarnos la llegada del «tiempo de los ASESINOS» pero también que vendrían en su estela «otros horribles trabajadores», aquel que imaginól primero al poeta como «encargado de la Humanidad» pero que supo percibir al mismo tiempo que «Yo es Otro», aquel que pudo predecir las más modernas barbaries y al mismo tiempo plantearnos como evidencia concreta la nostalgia de las barbaries inocentes, contra toda opacidad, contra manipulación, desde el ejemplo de su poesía y de su entrega, precisamente porque «Toda luna es atroz y todo sol amargo», ha de seguir incitándonos a «cambiar la vida».

Última actualización: 28/06/2018