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Antonio Porpetta, España

Por: Antonio Porpetta

La herida

Poesía es respirar
por la herida.

Leopoldo de Luis

Si vuestra herida es, sencillamente,
una simple lesión de los tejidos
penetrante o contusa,
una ofensa a la piel originada
por violencia exterior,
más o menos extensa o lacerante,
más o menos profunda…
la solución es fácil: una cura
con la asepsia debida,
una limpia sutura realizada
por un buen terapeuta,
y sólo os quedará la cicatriz.
O ni siquiera eso: puro olvido.

Mas si la herida oculta su amenaza
en hondos laberintos,
y extiende la espiral de su amargura
por secretas regiones, invadiendo
los huecos intangibles, las calladas
raíces de lo humano,
lenta será la lucha, imposible
su exacta curación.
Habitará en vosotros como un huésped
cercano y duradero,
sangre será de vuestra propia sangre,
testimonio implacable del latido.
Con el tiempo será la compañera
de tristes aventuras:
quizá lleguéis a amarla porque os ame
con su aterida voz, con la certeza
de su tenaz caricia.
                    Y algún día
despertaréis sin miedo respirando
por ella, y en su imperio
quedará encarcelada vuestra vida.
Aunque os ciegue su llanto, aunque os pese
su carga de dolor.
Porque sólo seréis lo que ella os duela.
 

Un día

Un día. Sólo un día. Casi nada.
Un montón ordenado de minutos,
un simple recorrido
por la redonda senda
estelada de números y dudas.
Una pizca en el torrente
voraz del universo.
Una huella en la niebla,
un humo que se marcha,
un vuelo ya olvidado
de aquel insecto mínimo
cuyo nombre jamás preguntaremos.

Y sin embargo, siempre, nuestra vida,
acaba siendo un día, sólo un día,
un día irrepetible ocupando su centro
y una serie de años sin sentido
sirviendo de ropaje a su memoria.
Es aquel claro día
en el que amanecemos al asombro,
porque todo es verdad a nuestro paso,
y sin ira miramos el espejo,
y por primera vez nos descubrimos
como queremos ser:
indemnes,
     plenos,
          limpios,
               libres,
                    nuestros.

 

El niño

 

Hay un niño que llega cada día
ofreciendo su mínima intemperie
sobre el claro mantel del desayuno.
Levemente se asoma
por la ventana gris de algún periódico,
sin lágrimas ni risas en su rostro:
sólo pura mirada
y un humilde cansancio de terrores
derramado en sus labios.
Viene desde muy lejos:
de las tierras del fuego y la tristeza,
de selvas y arrozales,
de campos arrasados, de montañas perdidas,
de ciudades sin nombre ni memoria
donde la muerte es sólo
una muda costumbre cotidiana.
Tal vez trae en sus manos
algún pobre juguete:
el fusil que encontró en aquella zanja
junto a un hombre dormido,
las inútiles botas de su padre,
el arrugado casco de aluminio
del hermano más alto y más valiente,
el trozo de metralla
que derrumbó su infancia en un instante.
Se sienta a nuestra mesa, quedamente,
como si no estuviera,
y contempla asombrado los terrones
de azúcar, las galletas,
la alegre redondez de las naranjas,
la taza de café, con su recuerdo
de humaredas oscuras.
Nunca nos pide nada: sólo mira
desde un viejo silencio,
con un largo paisaje de preguntas
remansado en sus párpados.
Y permanece inmóvil,
clavándonos el tiempo en su palabra
que nunca escucharemos.
Como si fuera un niño, simplemente.
Sin saber que en sus ojos
lleva la herida grande
de todo el universo.

 

El amor

Ella duerme despacio
con un lento galope de gacelas
reclinado en su frente. Es hermosa
como una fruta fresca, como un ágata,
como un tallado capitel. Escucho
la lejana andadura de sus párpados,
el navegar inmóvil de su olvido,
su exacta placidez de hierbabuena.
Una fragancia leve
de ocultos hontanares
me descubre su cuerpo, esa clara campiña
de juncos y laúdes
donde mis labios posan su algarada
fluvial, perseguidora. No hay distancia
más corta hacia la llama
ni amanecer más puro. Se adivina
una alquimia voraz, un burbujeo
debajo de su piel,
como una permanente sembradura
de vides y crisoles.

Y sin embargo, el tiempo
maneja oscuramente sus cinceles,
su taladro tenaz:
Yo sé que el triunfo
será suyo, que nada puede huir
de su terca presencia.
Y sin quererlo, veo
la yedra recubriendo los alcores
de sus pechos, su boca desolada,
abatida y sumisa su cintura,
arrasado su vientre luminoso,
y un surtidor de hielo
sobre esa isla bruna que ahora emerge
feraz y retadora
sobre su mar de ópalos ardidos.
Pero ella duerme, cálida y ajena,
albergada de espumas.
La contemplo
serena mi palabra, confiado:
porque jamás el tiempo
derrocará su sueño,
y seguirá su frente con un lento
galope de gacelas,
por el amor salvada, redimida.
 

Historia del hombre

1


¿Y qué decir del hombre,
cómo cantar su llanto,
su tempestad callada que me ahoga?
Ese montón oscuro de temblores
que lanza desde el frío
su mirada de arbusto
dueño fue de un imperio de mañanas,
dominador de ventisqueros.
Nunca
pudo ponerse el sol en su oceanía
ni doblegó la lluvia
la altivez de su nombre.
A su paso
las selvas despertaban
con un clamor de musgo,
rendíanle los montes sus cinturas,
desplegaban los ríos
su larga mansedumbre,
y las gemas ocultas en la entraña
alzaban a su frente destellos lejanísimos.
¡Ah, el hombre inmenso, encerrando en sus brazos
una constelación de avispas y jilgueros,
bronco señor del trueno y de la aurora
ensordeciendo el mundo
con sus himnos de cíclope!
Bastaba un breve gesto de sus dedos
para que bronce y pluma se hermanaran,
y el volcán derruyera sus presagios,
y reclinara el templo sus ojivas,
y el corazón se abriera
en cárcavas profundas.
A su voz poderosa
un huracán de sangre
deslumbraba los cielos,
y el tigre más soberbio
besaba entre la hierba sus espuelas,
mientras trémulos astros entonaban
una coral doméstica
de tímidas cantatas.
¡Qué digno frente al mar
numerando sus islas en los ocasos rojos,
apretando en sus manos las galernas,
dormida entre sus dientes
la llave que amordaza
la libertad del viento y sus espumas!...


2


Pero el hombre tenía
vocación de alimaña.
Con sus uñas de jade iba cavando un fosco
entramado de sombras,
pozos interminables,
secretas galerías,
oquedades remotas
donde jamás la luz le descubriera
ni florecieran pájaros o espigas.
Lentamente
la noche fue dejando sus amargas raíces
en el pecho del hombre,
minando su memoria,
recubriendo su lengua de una cansada herrumbre.
Aquella hermosa imagen del héroe coronado
de luna y madreselvas
pulverizó su mármol
dispersando su gloria y su ceniza
sobre el yermo dominio de la ruina.
¡Ah, su lenta ceguera,
su diminuta voz
que ya no escucha nadie,
sus garras convertidas
en manos humildísimas!

Cayeron las columnas. Un verdín infamante
eclipsó los metales. Los topacios sirvieron
de pasto a las cornejas.
Tocaron los clarines
un larguísimo canto funerario.
Y una seda invisible
que tejieron arañas implacables
fue encadenando al dios en su guarida,
robándole sus alas,
cercenando su sed,
su nostálgica sed de viejos albedríos.

Desde aquí lo contemplo
en su terrible soledad,
indagando la vida con sus ojos de esparto,
defendiendo del tiempo sus horas oxidadas,
casi perdida huella,
polvo apenas.
Y un alacrán antiguo
se me posa en los párpados,
al ver esa intemperie derramada
en mis propios espejos.


Antonio Porpetta nació en Elda, Alicante, España, el 14 de febrero de 1936. Realizó estudios de Filología española y de Derecho. Su primer poemario, Por un cálido sendero, data de 1978. Desde entonces ha publicado: Meditación de los asombros; Ardieron ya los sándalos; El clavicordio ante el espejo; Los sigilos violados; Territorio del fuego; Década del insomnio; Adagio mediterráneo; Silva de extravagancias; Penúltima intemperie, entre otros; y también los libros de ensayo (Escritores y Artistas Españoles y El mundo sonoro de Gabriel Miró, entre otros) y de narrativa (El benefactor y diez cuentos más, Manual de supervivencia para turistas españoles). Ha sido traducido a diez idiomas. Ha recibido, entre otros, el premio Fastenrath (de la Real Academia Española de la Lengua), y el José Hierro. Ha dictado seminarios y conferencias sobre la creación poética en Universidades y centros culturales de los cinco continentes. En el prólogo de Como un hondo silencio de campanas, afirma el poeta salvadoreño David Escobar Galindo: «La relación entre Antonio Porpetta y la poesía es muy original. De entrada, se alió antes con el silencio que con la palabra. Su primer libro es de 1978, cuando ya estaba en sus 42 años; y, según su propia confesión, no es que se tratara de una publicación tardía, sino de una escritura a la que el poeta llegó con el tiempo. Era poeta sin escribir; poeta recogido, de seguro sin concienciarlo, en la bodega de los materiales interiores. Desde aquel primer libro, Por un cálido sendero se trazó la ruta. El sendero ha ido haciendo y recreando estaciones. Las estaciones de una conciencia que revive con disciplina impecable los asombros de siempre: ante la vida, ante el tiempo, ante el amor, el destino, la nostalgia, la muerte…» y más adelante afirma el poeta salvadoreño: «En un verso limpio, blanco, fluyente y cautivador, nos va desvelando su experiencia de vida. Y la faena finísima nunca deja de ser lo que fue desde el principio: una alianza feliz entre el silencio y la palabra. «Hay un silencio azul», dice en uno de los poemas de Meditación de asombros. Y la nostalgia de la palabra se le manifiesta al poeta como anhelo de la voz mayor: la del mar vecino, pero distante. El amor hace el milagro: Pero llegaste tú, y el mar llegó contigo. El amor trajo la palabra.»

Última actualización: 11/01/2022