Gerardo Fernández Fé (Cuba)
Por: Gerardo Fernández Fé
Tibisal
Lola, jolongo, llorando en el balcón. El pathos y las torciones (porciones)
del cuerpo. Subir lomas: latidos en la yugular. Subir lomas hermana
los fragmentos del cuerpo. Del cuerpo solo. Surgen las palabras
entre el tinglado y la talanquera. El nombre salta y se trenza: se
imbri(n)ca. La última opción del guerrero es la de nombrar, numerar
sus restos con el índice, asirse a la santidad de las palabras: José
Gabriel, Abrahán, rosario al cuello, café cimarrón.
Aun el día antes de su muerte, Martí no logra desligarse de su idea
de la trascendencia. Cuerpo disipado, evanescente. Nombrar como
acto patético: tragicidad del taxonomista. Para existir es preciso
primero haber sido nombrado, escribe Edmond Jabès. Otro aunador...
Martí nombra ahora antes de morir, o para vivir en las palabras que
hace suyas. El afán es cada vez más acumular la blanca lencería,
voces lenitivas que lo separen de la muerte.
No es aún un anciano, pero cuando se sabe que se va a morir se
llena el aparador (¿acaparador?) y las artesas. Altesa pues entre
objetos y discursos: el albornoz abandonado en New York, el
arenque (las arengas en Tampa) y los olores del peciolo. Fragmentos
todos del cuerpo total. De la santidad.
No hay distinción entre la voz y la voz. Nombrar para imantar los
residuos del cuerpo orgánico (Lyotard). Toda entrada no conforme
es reprimida: la ironía socrática, la anarquía del discurso, la parodia...
Nombrar empecinado para no fragmentarse. Vanidad del testamento.
Artaud se admira al saber que los indios tarahumara evitan nombrar
las letras de su dios. Les basta el tamboril: instrumento musical de
guerra. No hay pathos: palabra occidental. Les basta el peyote, las
rocas en forma de pecho de mujer, la máscara obscena de quien
ríe irónicamente entre el esperma y la casa (Los Tarahumara,
Tusquets, 1985, p. 33).
Según el indio, el cuerpo está hecho para la desaparición. No aúnan:
ahúman sus restos. Como los tarahumara, Martí parte a la guerra:
necesarias pulsaciones en la yugular. Pero se resiste a entregar el
Cuerpo Trascendente. En la manigua, el peyote indio es el sentido
del deber. La hombradía. Que a veces llama altivez. Mitemas del cuerpo
ungido (uncido a los aceites). Entonces nombra. Filigranas. Palabras
lacustres. Fuga de tos.
Hoja del pan
Hay un vaho cuadriculado sobre la hoja del pan. Los números se
extienden, caen, se suman. De otros colores, otros puños. Del día al
día hoja no es: masticaduras.
Grotesco el giro del dos que sobresale su marco. Cinco fugaz, como
no queriendo, casi uno... Dolor del pan que se hace escritura. Trazo
ingurgitado.
Hoja de apuntar los gramos del mes, la piel cirrosa de los ancianos,
el murmullo. No hay escogencia (arte de escoger): todos al mismo
oir y desoir. Ante la mesa de la apuntadora se erigen las manos
desleídas. Las venideras. Se ignora qué dan, cuál el ofrecimiento.
Quizás nalifka (licor ruso). Quizás Liptauer, queso de oveja de los
Cárpatos.
Para Pedro Marqués
Como en el Temple Bar, sobre las vigas, al borde de los hierros-
camino del tren eléctrico, ya en la provincia, quedaban las cabezas
de los decapitados.
Una sonreía. No, llegaba al carcajeo. Los ojos sobresalientes. La
llagadura, donde acaba la piel.
Atrás los mangos colgaban. Casi rojos.
Duro en Tréveris
para Carlos A. Alfonso
Duro, en Tréveris, Carlos Marx pensaba en el desposorio.
Los fundidores fundadores del té
marchaban en francachelas.
Madre, decía, déme mi fragmento de herencia,
aun el saladero, la última recámara, lo que queda del vigor. Duro, en Tréveris
Carlos pensaba en la economía
en los vinos de Mosela
. La vieja leontina colgaba.
Dibujaba filigranas.
De la labor
Después de Trois Rivieres, Quebec
otoño de 1995
En el Scrabble (palabra de la herida, del tajo en la piel), único lugar
donde bailan las más desnudas muchachas de Trois Rivières. Yo
era la mosca primeriza que ausculta la hez. Ellas, obreras calificadas
de Roland Barthes (Mitologías, S.XXI, 1988, p. 153) inmersas en el
performance. Repartir el goce, arduas bodegueras. Pero todas,
religiosamente una tras otra al concluir la música, desde el estrado
y el tubo para volteretas, cubrían sus pechos como quien cela hijas
sin siquiera descubrir lo que "segundos atrás" había provocado
la hervidura. Así pasaban ante mis ojos con sus cestas de manzanas
al pecho. De regreso del mercado.
Pescados en cecina
En una época, en un imperio (otomano quizás), jugábamos a borrar
de los mapas el escurridizo pedazo de tierra que hoy llamamos
Albania. Desaparecía la estepa, los caldos de la arena. La nación
dejaba de mapear. Como el cuerpo helado "en espera" de Walt
Disney o como pescados salados (con cecina) que cuelgan en los
almacenes portuarios.
Al habla con uno de los cartógrafos, me dijo: Borrar no es lo más
difícil, pero sí lo más trabajoso.
Viendo áridas (no arias) películas alemanas.
Ella estaba conmigo.
En una escena, un pescador extrae del mar una enorme cabeza de
buey,
de donde brotan anguilas de 30 cm de largo y 2 pulgadas de espesor.
Luego las vende.
En ese momento no recordé haber leído aquella escena en la novela
de Gunter.
Lo importante era que a ella no le diera asco.
Eso: ella nunca tuvo asco.
Gerardo Fernández Fé nació en La Habana en 1971. Poeta y traductor. Ha obtenido el Premio David de la UNEAC; el Premio de Poesía de La Gaceta de Cuba, y ha sido finalista del Premio Italo Calvino de novela en 1997. Ha publicado: Las palabras pedestres, 1996 y La falacia, 1999.