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EL REPLANTEO DE LOS AÑOS 80

EL REPLANTEO DE LOS AÑOS 80


Por: Enrique Saínz

Fueron apareciendo entonces conflictos personales en los que el yo había empezado a ser el centro de la existencia, en la medida en que la construcción de la sociedad y el quehacer colectivo iban desplazándose hacia planos menos importantes en la elaboración del texto. Una poesía distinta hizo acto de presencia a mediados de la década de 1980 –y aun antes, a finales de la década anterior– en las obras de Reina María Rodríguez, Ángel Escobar, Lina de Feria, Raúl Hernández Novás, Aramís Quintero, Emilio de Armas, Jorge Yglesias, Roberto Méndez, cercanos en variada dimensión a los poetas origenistas y a algunos autores de la generación del ’50, como Francisco de Oraá y Roberto Friol. Esos jóvenes habían experimentado un saludable alejamiento de los firmantes del manifiesto «Nos pronunciamos», acaso los mejores representantes del conversacionalismo junto a los integrantes de la generación inmediatamente anterior y a algunos nombres pertenecientes a la misma promoción de los que conformaron el primer Caimán. En aquellos que muestran los signos de un retorno a otras poéticas desaparecen gradualmente el desenfado prosaísta, antipoético, y el humor, elemento constitutivo de esa voluntad de ruptura con la retórica origenista, voluntad evidente sobre todo en los textos de Luis Rogelio Nogueras. De las posibles objeciones a la cosmovisión origenista, quizá la más endeble en el plano conceptual sea la que sostuvieron los conversacionalistas, sin que ello signifique que sus aportes a la poesía cubana carezcan de calidad, de riqueza expresiva y de aportes al conocimiento de nuestras realidades.

En aquel decenio comienzan a publicarse importantes textos que se habían venido escribiendo desde algunos años antes, obras que mostraban una vuelta a los conflictos del individuo y que en esencia eran ajenas a los cantos de alabanza y a la mirada exteriorista del conversacionalismo, con sus derivaciones empobrecidas y ya insuficientes en sus pretensiones de reflejar la realidad. Si fuésemos a detenernos en esas figuras que traían por entonces una voz distinta, de vuelta hacia los conflictos del individuo, en primer lugar habría que citar a Raúl Hernández Novás, cuyo poemario Enigma de las aguas (1983) fue escrito entre 1967 y 1971, como aclara el propio autor en nota de puño y letra, según refiere Jorge Luis Arcos en la edición de Amnios, antología de aquél preparada por éste y Norberto Codina en 1998. La lectura de ese primer libro de Hernández Novás nos revela de inmediato las enormes diferencias con el conversacionalismo, en primer lugar las preocupaciones que nutren al poeta, su visión del mundo, caracterizada por una angustia más o menos velada, de enorme fuerza dinamizante. Son páginas en las que lo exterior se nos entrega con una enorme carga simbólica, signo de un diálogo de naturaleza metafísica, ajeno por completo a la imagen exteriorista, exultante, de un júbilo que quiere dar relieve al quehacer histórico del hombre. Nada parecido en la poesía de Hernández Novás. Cuando nos acercamos a su obra, lúcidamente caracterizada por Jorge Luis Arcos en varias aproximaciones a lo largo de algunos años, nos percatamos de inmediato de que estamos ante una poesía de otro linaje, diferente por completo de las preocupaciones y búsquedas de los más renombrados poetas de la generación del 50. Su quehacer puede ser tomado como ejemplo de esa vertiente que a mediados del decenio de 1980-1990 vuelve la mirada hacia adentro, hacia una intrahistoria muy personal, en la que el poeta despliega sus conflictos e inquietudes desde su propio drama íntimo, manera muy suya de estar en el mundo y concretamente en su historia, todo un estilo de percibir la existencia y expresarla consecuentemente en una poesía que lo distingue de sus coetáneos. Raúl Hernández Novás, visto como paradigma de ese cambio que se manifiesta en la poesía cubana con algunos de los jóvenes creadores que comienzan a escribir en los sesenta o inicios de los setenta, representa, en líneas generales, ese replanteo de la poesía como vivencia y testimonio de una insaciable angustia, de la cual derivará poco después el grupo reunido en torno a la revista Diáspora(s). Ciertamente, Hernández Novás nos entrega una poesía paradigmática en ese sentido transformador, de ruptura con el fácil y muchas veces superficial conversacionalismo, para adentrarse por senderos de mayor complejidad y hondura, si bien ello no constituye un juicio axiológico por cuanto las calidades y perdurabilidad de una obra no descansan en los temas y preocupaciones del creador, sino en la trascendencia y en la carga de futuridad de sus textos. No estamos afirmando que los libros de estos jóvenes que se vuelven hacia sí mismos sean mejores ni posean una mayor significación dentro de la poesía cubana que los que nos han dejado los representantes del coloquialismo. Sólo queremos señalar la diferencia, la aparición de un pensamiento poético que se ha planteado una relectura distinta de la tradición al mismo tiempo que pretende expresar realidades y experiencias íntimas, centradas primordialmente en el yo, no en el nosotros. Los temas de esos autores, tocados con la impronta conversacional, a cuya influencia no escapan no obstante su profunda necesidad de ruptura con esa poética, poseen una ascendencia secular, pero a su vez difieren de esos predecesores en la medida en que han alcanzado una expresión propia y han asimilado creadoramente la lección de aquellos maestros. Así, de la poesía de Hernández Novás, por ejemplo, puede afirmarse que posee vínculos entrañables con la poética origenista, pero al mismo tiempo es otra cosa por cuanto los conflictos esenciales de este poeta son otros, de ahí que este creador haya realizado su propia obra asumiendo el rico magisterio de esos poetas mayores precisamente desde esa su condición diferente.1

Entre los rasgos distintivos de la poesía de Hernández Novás están sus temas, reveladores de un profundo e insalvable drama personal, centro de sus libros y de su diálogo con la realidad. En uno de sus acercamientos valorativos a su obra, Jorge Luis Arcos nos habla de lo cosmogónico, lo maternal, lo material, lo femenino, el viaje, la insuficiencia o incapacidad ontológica, cognoscitiva, del ser humano, y lo autoparódico, problemáticas interrelacionadas hasta conformar una poética muy personal, causa y consecuencia de una actitud frente a la realidad, actitud indagadora y que al mismo tiempo cuestiona la existencia propia como una continua pérdida, vivencia radicalmente distinta de la que experimentaban por entonces los poetas conversacionalistas. El tema de la insuficiencia del individuo ante las grandes preguntas esenciales, si bien constituye un rasgo particularísimo de la poesía de Hernández Novás, comporta a su vez un significativo distanciamiento con relación al acontecer sociopolítico del país por aquellas décadas, si bien no son ajenos a su sensibilidad los hechos históricos que por entonces tenían lugar en Cuba, sustentada como estaba la cosmovisión del poeta en un humanismo en el que habían influido significativamente la obra de César Vallejo y la singular religiosidad que desde siempre cohesionó su pensamiento desde los textos anteriores a su primer libro, Enigma de las aguas. El universo afectivo en el que Hernández Novás nos muestra su existencia toda lo aleja sustancialmente de las preocupaciones y el estilo de los coloquialistas, cuyas realizaciones parten de lo que podríamos llamar un historicismo de lo inmediato, de lo cotidiano, suceder sin otra trascendencia que el hecho mismo como posibilidad de realización ontológica, de evidente raíz materialista. El materialismo de Hernández Novás tiene otros ascendientes, otro linaje, se adentra en otras zonas de lo real en busca del yo interior, en busca de una intelección de la realidad que rebase lo más externo del suceder. Esa vuelta hacia un realismo de esencias lo emparienta con la poética origenista, a la que admiró precisamente por ese adentramiento indagador, como expresa en una entrevista que le hiciera Bernardo Marqués Ravelo en El Caimán Barbudo en enero de 1983, parcialmente transcrita por Arcos en el ensayo referido. A propósito de esa su condición materialista dice Arcos lo siguiente acerca de la poesía del autor de Enigma de las aguas:

     En el caso de la poesía de R.H.N., su discurso poético, incorporando el mundo material iluminado por los origenistas pero también el de toda la tradición poética cubana anterior, [...] ofrece una cosmovisión poética enfáticamente materialista, es decir, alejada de toda ontología religiosa, que busca toda trascendencia en la propia materialidad del mundo, incluyendo con un alto grado de significación a la propia conciencia de lo material, lo que ya conduce el problema al ámbito de la epistemología poética, al ámbito del pensar, de la razón, de la gnosis poética. [...] Mundo material, visualizado en su devenir ontológico, nutrido de imágenes primigenias: luz, agua, aire, tierra; mundo dialéctico, imágenes simbólicamente recreadas y relacionadas entre sí. Y mundo material en su devenir social, sobre todo axiológico y existencial: el análisis de la conciencia de lo material.2

Pero su diferencia con la poesía predominante en la lírica cubana de las décadas 1960-1980 no está en su carácter materialista, sino en su reasunción de la tradición, su avidez incorporativa y la mirada a la existencia, mirada que en este joven poeta posee una dimensión filosófica que el conversacionalismo nunca tuvo como preocupación primordial. El propio poeta nos revela un fragmento de su cosmovisión en estas palabras de una carta que dirigió a Arcos, afirmaciones reveladoras en sí mismas de su pensamiento, sin necesidad de la mediación de la crítica. Allí confiesa:

     Tal vez por eso haya en mi poesía esas obsesiones acerca de lo materno como paraíso anterior, la mezcla terrible de lo puro y lo impuro –de lo que es maternal y no lo es– que significa la vida, el naufragio del nacimiento, el mar como elemento materno identificable con el ápeiron de los presocráticos, de Anaximandro, la vuelta al vientre materno –no es un determinismo biológico sino psicológico, pues más bien es ese segundo vientre que la madre crea sin quererlo y que rodea al niño y lo protege después que ha nacido. Incuestionablemente la realidad del mundo no es ese vientre materno, y de ahí yo creo que nacen en mi poesía temas como los de la imposibilidad, la tragicidad de la experiencia amorosa y, en general, la imposibilidad de configurar una adultez como se ve en uno de los poemas de Da Capo [...], en el que está implícito el juicio, el fallo condenatorio de todo aquello que no es materno sino paterno, entendido por tal todo lo que kafkianamente nos rebasa sin comprendernos y nos condena sin entender que nunca podremos ajustarnos a sus normas. De esa imposibilidad de configurar una adultez derivan las visiones autoparódicas del sujeto lírico como antihéroe [...]3

Semejantes conflictos están bien lejos de la poética conversacional y de toda concepción exteriorista de la poesía, distantes a su vez de los cánticos en los que se elevan ditirambos a la construcción de la sociedad. La poesía que comienza a aparecer en la década de 1980, en cada poeta con sus peculiaridades propias, se abre hacia la herencia precedente desde la perspectiva de un nuevo diálogo con la realidad, teniendo como centro un drama ontológico que guarda esenciales semejanzas con el de Hernández Novás. Esos creadores jóvenes tiene en su pasado la lección de los mejores poetas de nuestro conversacionalismo y cuentan asimismo con la extraordinaria herencia origenista, y entre ambos extremos se adentran en busca de una escritura que sea capaz de exponer sus inquietudes fundamentales, muy distintas ya de las que conformaron la poética de los más altos representantes de la llamada primera generación de la revolución triunfante. Ya habían pasado los tiempos de los cambios radicales en la visión del mundo, al calor de los cuales se introdujeron las transformaciones en la vida política, social y económica del país durante los primeros años de revolución. A mediados de los 80 eran otras las circunstancias, transcurridos ya los momentos de júbilo y exaltación, y realizada la experiencia literaria de contrastar las nuevas realidades con el reciente pasado de desesperanza y desamparo del poeta. El caso de Hernández Novás, quien comenzó en la propia primera década a escribir desde sus angustias e insuficiencias, se explica precisamente por esa conciencia lúcida de su menesterosa condición, sus imposibles y las frustraciones que le impidieron entregar un testimonio similar al de tantos y tantos poetas que en aquellos momentos cantaban a los hechos desnudos y simples de la nueva época. Si nos detenemos, por ejemplo, en la obra de Ángel Escobar (1957-1997) podremos ver claramente el riquísimo proceso de interiorización de su concepto de la realidad y de su percepción de la poesía. Similar transformación tiene lugar asimismo en Reina María Rodríguez, en Omar Pérez, en Aramís Quintero, en Emilio de Armas, en Ramón Cabrera, en Jorge Yglesias, en cuyos textos definitorios hallamos hallamos una mirada indagadora que quiere adentrarse en la extraña e incomprensible urdimbre de lo real para conocerla en una dimensión profunda, desentendidos todos ellos del suceder inmediato, simple, de tantos contrastes ingenuos con el pasado, mirada a la pura superficie, sin ahondamientos que permitan ir más allá. Todo lo que había que decir de las transformaciones que se iban sucediendo en la vida diaria había sido dicho ya, y no podían haber sido cantados de otra manera, pues ya habían agotado sus posibilidades expresivas. Del entusiasmo han pasado los poetas a la meditación, del júbilo al conflicto, del canto a la búsqueda del conocimiento, del afuera al interior del individuo, de lo más externo a lo más íntimo.

Ese replanteo de la naturaleza de la poesía que trae la década de 1980 a la literatura cubana se evidencia en el estilo de esos poetas, en su retorno a un lenguaje tropológico de mayor densidad, imprescindible para encontrar la expresión exacta de sus inquietudes y búsquedas. Adentrarse en la realidad para una más rica intelección de su naturaleza y del sitio del poeta en ella, requería de un léxico y de una sintaxis diferentes, menos nítidos, más cerca de cierto hermetismo típico de los origenistas. Ya no eran suficientes, para conformar el suceder, los relatos de la cotidianidad ni la desnudez de las alusiones, el lenguaje directo; estos jóvenes necesitaban maneras más complejas en la medida en que intentaban aprehender sus conflictos y los oscuros entrelazamientos de lo real. Su experiencia histórica difería sustancialmente de la que caracterizó a los miembros de la generación del 50, pues aquéllos no habían vivido el pasado y no podían, en consecuencia, establecer las diferencias con los nuevos tiempos, de ahí que no sintieran como suyas, en la misma medida, esas transformaciones, decisivas en la integración del pensamiento poético de los años iniciales de la Revolución. Si bien se inician en la poesía en un contexto de realizaciones sociales ya logradas y sustentado en una visión del mundo de ascendencia materialista, tan significativa en la poesía de Hernández Novás, como ha subrayado Arcos en el ensayo citado, no tienen el pasado como referente afectivo ni existencial, sino como conciencia literaturizada, como testimonio de los poetas de la generación anterior, de quienes aprendieron las primeras lecciones poéticas. No puede hablarse entonces, en el caso de los más jóvenes de la década de 1980, de una reacción propiamente dicha contra el conversacionalismo, sino de un relativo retorno al magisterio de algunos de los poetas con los que aquel movimiento se propuso romper en su momento. En ese sentido observa Osvaldo Sánchez citando a Roberto Fernández Retamar y hablando de lo que llama «el patrimonio imperativo»4 de los poetas de los ochenta, que ese patrimonio «sería esa misma necesidad de «un objetivismo que no excluyera el lirismo»»5, con lo que de hecho sostiene la tesis de que los textos de esos creadores se sitúan entre los renovadores de los sesenta y el pensamiento y la visión de la poesía de los origenistas. No es posible negar, ciertamente, la estrecha relación de los conversacionalistas con los que comienzan a darse a conocer a mediados del decenio 1980-1990, como tampoco puede negarse la impronta de los maestros de Orígenes en los más importantes representantes de las transformaciones de la lírica cubana en los primeros años de revolución, con la diferencia de que en éstos hay una voluntad de ruptura que no hallamos en la generación posterior. Los más importantes nombres de la generación del 50 tienen una actitud vanguardista que permite establecer una homología con los representantes de nuestra vanguardia histórica, en especial en la necesidad de desestructurar los cánones del origenismo, de igual manera que aquéllos sintieron el apremio de romper con los presupuestos teóricos y la conceptualización del modernismo, representados entre nosotros en las obras de Boti y de Poveda. La crítica ha establecido cierto paralelo entre esos poetas orientales y sus preocupaciones ideoestéticas, y los que se reunieron en torno a Lezama. Con argumentos semejantes puede establecerse también entre los renovadores de la década de 1920 y los creadores que revolucionaron la lírica cubana en los inicios de los años sesenta, en cuyas obras hallamos numerosos elementos comunes con aquéllos, en primer lugar el prosaísmo y el desenfado de poetas como Tallet y Martínez Villena, de incuestionable impronta en éstos últimos, así como los postulados sociales en los que, en ambos grupos, descansan las respectivas poéticas.

No sería posible realizar un paralelo semejante entre los jóvenes que emergen a la vida literaria en los años ochentas y los maestros de Orígenes, si bien, como ya quedó dicho, hay un retorno en algunas de esas figuras jóvenes hacia una visión de la poesía como modo de conocimiento y un replanteo de los conflictos del individuo en su diálogo con la realidad, un retorno hacia adentro, hacia el drama interior del poeta, pero desnudo ahora del trascendentalismo origenista. Las reflexiones de Cintio Vitier acerca de la obra de Ángel Ecobar, por ejemplo, nos iluminan algunas de las similitudes posibles entre aquellos maestros y estos poetas que suceden a la generación del 50. La obra de Escobar nos muestra, como ninguna otra del grupo de los que emergen a mediados del decenio 1980-1990, ese proceso de adentramiento que caracteriza a esos creadores. Sus textos evolucionan desde las frecuentes alusiones a las nuevas realidades sociales –presentes en su caso en menor medida y como un contexto natural, en el que el poeta se formó desde su primera infancia–, hasta el entremezclamiento de imágenes caóticas de un barroquismo que se constituye en todo un estilo, manera muy suya de decirnos el incesante fluir de un drama personalísimo, sin otros referentes que el desequilibrio esquizofrénico que padecía el poeta. Los elementos de la realidad aparecen en estos poemas como símbolos indescifrables para el lector, inteligibles sólo en una dimensión íntima, signos de conflictos que el propio autor no ha podido esclarecer en sus búsquedas en torno a su propia existencia. Cuando leemos la poesía de Ángel Escobar se tiene la impresión de haber salido a una extraña intemperie entre innumerables objetos y experiencias diversas. Nos queda una sensación angustiosa como de imposible, conciencia lúcida y al mismo tiempo sombría de que no es realizable un diálogo real y profundo con la realidad, con la vida, con nosotros mismos. Estos son los poemas de un hombre en perpetuo desasosiego, poseído por un mal incurable y devastador que apenas le permitió entrever y disfrutar algunos momentos de paz y sosiego, momentos en los cuales alcanzó a ver y aprehender el entorno y su propio destino último como posibles, si bien sólo desde una memoria no ciertamente feliz por lo que entrañaba de ausencia, de pasado irrevocable en su dureza corporal. Desde sus primeros textos hasta los últimos es apreciable una paulatina transformación hacia un caos que desestructura todas las imágenes convencionales, ordenadas, «hechas», de la realidad. En Viejas palabras de uso (1878), merecedor en 1977 del Premio David de Poesía para escritores noveles, auspiciado por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, hay un discurso más coherente, signado por cierto orden propio y sustentado en recuerdos y percepciones que aún no se han deshecho en fragmentos irreconocibles. En La sombra del decir (Zaragoza, 1997) entramos en un laberinto sensorial que nos revela cuán insondables son para el poeta los signos de su existencia, la memoria de su pasado y los objetos que pueblan su vida. Esas diferencias entre sus páginas iniciales y las postreras nos dicen que el poeta ha transitado todos esos años en busca de su verdad esencial, su verdad imprescindible, el conocimiento de sí mismo desde una dimensión absoluta, sin concesiones a imágenes banales que sólo nos muestran un suceder externo y nos ocultan hechos capitales que no podemos apreciar si no nos son revelados por la poesía.

El poeta y ensayista Víctor Fowler alude a la eticidad de Escobar como el centro de su obra, en estos términos: «Hablaré sobre la eticidad, es decir, sobre la muerte, el vacío, el dolor y el esfuerzo para resistirlo, la destrucción, el orden, el límite, su traspaso, sobre la poesía como posibilidad y lugar donde resistir.»6 Conducta vital que rebasa el ir y venir, viajes, placeres, hedonismo buscado a cualquier precio, complacencias del cuerpo, todo ello desechado para ir en busca de otras experiencias, desgarradoras en el caso de Escobar, desgarradoras y lacerantes hasta el suicidio. Habría que preguntarse si nuestro poeta estaba en condiciones de elegir entre ese hedonismo superficial y frívolo y las visiones angustiosas que pueblan sus poemas y que finalmente lo condujeron a quitarse la vida en febrero de 1997, cuando ya se le había hecho insoportable continuar viviendo. Su escritura es el testimonio de su vida, testimonio de una autenticidad ejemplar, pero el poeta pudo elegir entre el silencio y la palabra, entre el sufrimiento callado y su poesía angustiada, o entre una poesía tonta y la suya, desesperada y anhelante de transparencia, de conocimiento. Se establece entonces una paradoja: Ángel Escobar ha ido en busca de su entrañable verdad, ha ido en busca del conocimiento absoluto, como ser radical de su vida, pero al mismo tiempo nos dice al final del poema «El escogido», de Abuso de confianza (1992): este recinto donde lo más arduo es / no poder escapar del conocimiento. El conocimiento ha resultado ser una experiencia atroz, intolerable, de la que es preciso huir, escapar para librarse de las imágenes alucinantes, de los ruidos inquietantes, del horror que la cotidianidad despierta en el poeta, siempre insatisfecho porque quiere asir el cuerpo de las cosas y de su pasado, y se le desvanece mientras contempla el suceder, los objetos y su propia existencia.

El conocimiento en Escobar no tiene pretensiones de objetividad ni quiere erigirse en antítesis del caos de la realidad, sino que consiste en un saberse, la posibilidad de verse en el cosmos con un sentido, y entonces sucede que el poeta vuelve a ver su vida (los recuerdos que aparecen una y otra vez en ciertos textos suyos) y quiere, al mismo tiempo, ver la relación que los hechos y objetos inmediatos, su paisaje afectivo, guardan entre sí y con él como descifrador de su ontología, un conocimiento amoroso, no intelectual. Ello le revela que no es factible alcanzar la intelección deseada y que su universo (la infancia y el presente, ayer y hoy) es esencialmente caótico, irreconocible, como nos lo dice en sus mejores textos, saturados de cosas de naturaleza diversa en un desorden que no permite que nos adentremos en su significado más profundo, pues el propio poeta se siente incapaz de darse una interpretación coherente del suceder y el estar de sus visiones, de ese cúmulo enorme de percepciones que no acierta a organizar en un discurso que integre las partes en el todo. De ahí que sus poemas más ricos y perdurables, los de su última etapa, sean una irrefrenable aparición de asociaciones y nombres y adjetivos y verbos absolutamente disímiles, cuerpos y estados de ánimo cuya simple presencia comunica al autor una angustia indomeñable, irrebasable, y de ese modo se constituye en causa y al mismo tiempo consecuencia de sus alucinaciones y desarreglos esquizoides. Puede verse en su obra una cruenta batalla por descifrar la realidad, y en ella la agonía de las contradicciones, la más importante de todas su ser más profundo, su yo, en alternancia con el Otro, con Nadie, ese juego de la pérdida de sí y por ende de la pérdida de Todo. Sus páginas nos sitúan, en sus más acabados y trascendentales momentos, en un extraño afuera, afuera desde el que se contempla lo real y afuera también como separado de un centro al que nunca pudo acceder Escobar de un modo íntegro, cabal. Ahí está precisamente la imposibilidad del conocimiento a la que aludí antes y a su vez la conciencia de desterrado, de desamparado que nos llega con la lectura de sus libros. La temprana armonía de algunos textos en los que evoca a la madre o exalta a la Patria –textos escasos en sus poemarios y pocas veces logrados, cercanos a mucho de lo que por entonces se escribía en Cuba, trabajados con una retórica un tanto desgastada ya por otros– ha ido desapareciendo en ese diálogo trágico del creador con la Historia social y consigo mismo, en esa cruenta relación con lo desconocido. Creo que puede afirmarse que esa línea de la evocación familiar y de la exaltación patriótica tiene en su poética el significado de la búsqueda de un espacio vital, de un aire vivificante frente al desasosiego radical en que vivió sumido el poeta durante años, sometido a la enfermedad que lo llevó a la muerte. No era esa línea la más auténtica de Escobar en la medida en que esos temas aparecen en sus creaciones más como intentos de reconciliación con los hechos desde una profunda afectividad que como problemáticas que él desee escudriñar desde ellas mismas. Se ha perdido ya para siempre el sosiego que traía la madre al niño, y a su vez la Patria y sus batallas acontecían más en una dimensión ética que factual en la vida de este hombre acosado por la enfermedad.

Si nos detenemos en la poesía escrita en Cuba en las décadas de 1960 a 1990 veremos una exaltación patriótica que acaba por parecernos falsa, inauténtica, ajena a ciertos conflictos reales del individuo, los eternos conflictos existenciales, de los que tantos textos se desentendieron a lo largo de esos años. Durante ese período se empobrece notablemente nuestra lírica con esa politización superficial, de una retórica que se desgasta con rapidez desde un imaginario insuficiente, incapaz de aprehender en toda su riqueza las transformaciones sociales de entonces. Nuestra rica tradición de poesía social atraviesa durante ese lapso por una decadencia que no era ajena, desde luego, a la falta de creatividad de los autores que la cultivaban, pero que también tenía raíces en la renuncia del poeta a exponer su drama individual; los temas no formaban parte esencial de su cosmovisión ni constituían conflictos o motivos de alabanza del todo genuinos en la sensibilidad de los diferentes autores. En los textos que Escobar publicó en la década de los 80 vemos la impronta de algunos de aquellos temas, asumidos por sus lecturas de los coetáneos y por su temprano y fecundo acercamiento a Vallejo, pero en su segunda época, e incluso en lo mejor de los libros anteriores, nos trae otra manera, otra poesía, hecha de problemáticas en las que estaba toda la vida del poeta. Carlos Alberto Aguilera ha observado con gran sagacidad lo siguiente a propósito de la poesía de Escobar:

     En Ángel (como en los buenos poetas) [nos dice el ensayista] el yo se impulsa desde una especie de lengua diferente, por tensiones y aortas mentales que lo hacen funcionalizar –escribir, reciclar, procesar– los poemas de otra manera, con giros bruscos o desplazando en una especie de distanciamiento brechtiano, el sujeto hacia el borde de un imaginario que se hace llamar con nombres que significan.7

Aunque Aguilera no está comparando en su ensayo la obra de Escobar con la de otros poetas, esa diferencia es precisamente la que lo separa de aquéllos a los que aludíamos en el párrafo anterior. Es evidente la diferencia de calidades ya desde las preocupaciones que mueven a escribir al autor de El examen no ha terminado, sin contar el talento, que en el creador del que ahora hablamos era de la mejor estirpe. Su relación con la realidad; las alternancias del Otro, el Ajeno, Yo; el caos alucinante de su escritura; la fuerza y la intensidad de su léxico y su sintaxis; el drama que desborda estas páginas; el desgarramiento que nos comunica esa imposibilidad de armonizar con la vida; ese vivir en la angustia desde la poesía; esos poemas desesperados en los que tantas veces hemos visto nuestra propia existencia, no tienen nada que ver con la banalidad de muchos de sus contemporáneos. El juego era en Escobar, como han visto los más sagaces críticos de su poesía, con su propia identidad, una actitud lúdrica que en su caso no se vuelve ingeniosidad y broma simpática, sino que compromete todo el ser de un modo trágico y lo sitúa en los límites de la muerte. La batalla inacabable por ser él, por el conocimiento, por el sentido último de la vida, fue en su obra de una entereza absoluta, total, sin fisuras ni tonterías. Una insaciable sed de verdad, como decíamos al comienzo de estas palabras de presentación, nutre estas páginas intensas y dolorosas, fuertes en su desesperada búsqueda de la secreta unidad del poeta con la realidad. Poesía «tortuosa, inclemente, suicida»8 la llama Efraín Rodríguez Santana, su amigo entrañable y lector inteligente, poesía de una experiencia intolerable como insufrible resultó ser para el poeta la pérdida de sí, de su Yo solitario y al mismo tiempo ávido de los otros y del conocimiento inaccesible. La poesía lo salva del horror en determinada medida, la poesía como oficio y como confesión, como posibilidad de autoanálisis y de adentramiento en lo real, en sus innumerables signos: objetos, hechos, relaciones, sueños, angustias, ausencias, vacío, nada. Sus libros son una perdurable lección de autenticidad indoblegable y de fidelidad a un destino, aunque éste sea el suicidio. No hallamos en sus textos anécdotas insulsas, ni rememoraciones banales, ni artificios formales que quieran asombrarnos con hallazgos tontos, ni cantos inauténticos a la historia personal o social o a una naturaleza libresca, nada frívolo o prescindible ni digno de ser olvidado. Otra es la sustancia de la realidad en su poesía, otro el sentido del poema, en nada semejante a lo que nos entrega la generación del 50.

En Escobar hay un desajuste que lo arrastra al caos, una ruptura que se hace evidente incluso no sólo en el agónico mirar y sentir el suceder que revela el poeta, sino además en el propio lenguaje, en ese estilo entrecortado que en ocasiones interrumpe las frases como quien no sabe bien qué quiere decirnos o qué puede escribir, jadeo angustioso que se impone más allá de cualquier ordenamiento del idioma y de toda voluntad de intelección de lo real. Hay un drama ontológico insalvable en el poeta, un drama existencial que no tiene sus raíces en una situación dada, sino en su ser más profundo, en ese desamparo que con tanta fuerza nos llega cuando leemos sus libros. Nada, en sus páginas, de complacencias ni armonías o dichas y regocijos ante el devenir de la historia social o ante la esperanza de un mundo mejor, la utopía que alimenta a tantos y tantos libros cubanos desde la década del sesenta. Como desgarrado testimonio de los rasgos esenciales de sus búsquedas y preocupaciones puede citarse el trabajo de prosa reflexiva que publicó el autor en la revista Credo, de la Cátedra de Estudios Cubanos del Instituto Superior de Arte, de La Habana, una página que tituló «El oculto manifestado» y en la que vemos con gran nitidez el profundo diálogo que había iniciado Escobar con la poética origenista, patente no sólo en sus citas de Vitier, a partir de uno de cuyos poemas expone sus ideas, sino especialmente en las problemáticas que nutren su pensamiento, de una raigal conciencia de lo que podríamos llamar la angustia por la enajenación del yo, tema del más alto linaje, central en su propia vida y en su obra a largo de sus últimos libros, inquietud que le viene no sólo de sus acercamientos a los mayores poetas reunidos en torno a Orígenes, sino además de Rimbaud, con quien Escobar había tenido una fructífera relación durante sus mejores años como creador. Los entreveramientos de la prosa recuerdan mucho la de Lezama, y no sólo por el estilo, de un barroquismo en ocasiones desenfrenado en busca de la iluminación de una zona de la realidad espiritual que quiere aprehenderse, sino también por los sucesivos encontronazos con sustanciales imposibilidades ontológicas, como cuando nos dice:

     El yo vuelve los ojos a lo propio que es, a un tiempo, personal y lo contrario, también transferible y lo opuesto a la transferibilidad, y absuelve como rey y mendigo, como menester y sobreabundancia, a los heraldos de la mala (o buena) nueva que traen la enajenación, el cuidado de los modos que lo expulsan, lo convierten en un rebelde, sin casta y sin posibilidad de llamarse hijo: la casa se torna entonces en vórtice del conflicto como única realidad ineludible y en germen del terror como suma del miedo a lo naciente en su secularidad cumplida; abandona, mueve a la fuga, a la inexpresibilidad con los propios de otrora, a la costumbre que no alimenta como memoria: repele, cansa.9

En las meditaciones de ese texto hay múltiples lecturas, a las que fue llevado con toda seguridad en sus acercamientos a los ensayos de Lezama y de Vitier. Las semejanzas de algunos de los presupuestos de las tesis de Vitier en Experiencia de la poesía (1944), La luz del imposible (1957), Poética (1961) y en los cuadernos reunidos en Vísperas. 1938-1953 (1953), con las confesiones de «El oculto manifestado» y los poemarios pertenecientes a la etapa final de la obra de este discípulo enajenado y siempre en busca de su sentido y razón de ser; esa continuidad que se observa entre esos maestros origenistas y este poeta joven –similar, pero a su vez muy diferente de la que vemos en Hernández Novás– nos hablan por sí mismas de las diferencias enormes de su poética con respecto a la de sus predecesores inmediatos, los poetas de El Caimán Barbudo y los miembros de la generación del 50. De singular importancia en Escobar y, en general, en sus coetáneos es lo que podríamos llamar la ausencia de toda pretensión vitalista, de alardes de ingenio y de desenfado, rasgos de suma importancia en las obras de Raúl Rivero, Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera y otros autores integrantes del grupo de El Caimán Barbudo, frente a cuyas maneras de asumir la poesía edifican su poética los miembros de la siguiente promoción. No es apreciable en esos textos jóvenes la necesidad de mostrar ingeniosidades y agudezas, tan visible en los predecesores inmediatos y en buena medida en los miembros mayores de la generación del 50. Más oscuras e impenetrables son las asociaciones que quieren mostrar. Ahí tenemos el ejemplo de la poesía de Roberto Méndez, representante del replanteo de los años 80, si bien el autor pertenece al grupo de poetas que nutre la siguiente década. La poesía de Méndez ha alcanzado una singular plenitud dentro de su estilo, ese diálogo entre la penumbra y la luz, entre la realidad inmanente, cotidiana –con sus gestos tocados de extraña inmovilidad–, y una nítida conciencia de la sobrevida, vida que trasciende los límites del ser carnal, espléndido y al mismo tiempo deshaciéndose por ese su vivir alejado de la gracia redentora. Diríase que las palabras tienen en sus libros una sosegada armonía y que se van disponiendo en el poema como los colores en un cuadro o las líneas en un dibujo, hasta entregarnos una imagen soñada o real, con detalles precisos y difusos, percepción esclarecida o indescifrable. La memoria reconstruye en estas páginas un fragmento de la vida, espacios y cuerpos que el paso del tiempo ha degradado, pero que sin embargo permanecen ahí como testimonio de la fugacidad o del imposible, testimonios de un deseo insatisfecho, sed de eternidad. El poeta mira al entorno o al pasado y rememora, recrea, detiene el ultraje que la muerte infunde a las cosas y a la existencia. Esta poesía reconstruye la realidad, la rehace en las melodías de la música, en las imágenes de la pintura, en las revelaciones de la fe o en las percepciones del propio poeta de sus experiencias intelectuales o vitales, como sucede en los extraordinarios textos que cierran esta antología.

Sentimos con mucha fuerza, desde la primera lectura, el sabor de la ausencia, vemos el no ser de lo que ya no está y ha quedado no obstante apresado en la música o en el cuadro, en la poesía o en la reflexión trascendente. Las frecuentes alusiones de Roberto Méndez a obras de Beethoven, Mozart, Chaikovski, a maestros de la pintura o del pensamiento, a poetas o a danzantes, tienen una significación integradora, redentora en la medida en que transforman la realidad y le dan otro linaje, una jerarquía y una fuerza de la que carece por su condición perecedera, efímera. Cierto sentido de eternidad alcanzan entonces los hechos, los cuerpos, los movimientos, los paisajes, todo ello tocado ahora por una memoria que los revive y los reedifica. La gestualidad de estos poemas es solemne, grave, un estilo frente al tiempo y la muerte, y ha de ser vista como un hecho del espíritu. Esta es una poesía espiritual en tanto revelación profunda de un suceder que rebasa la factualidad externa y se adentra en la esperanza de la resurrección. Vemos una voluntad de representación, figurativa en un sentido pictórico, voluntad de creación sensorial, para organizar y entregar una historia que el poeta quiere contarnos, relato de una estirpe: el pasado que gravita sobre nuestras vidas de un modo esencial, fundador en una dimensión ontológica. Las realidades íntimas, como el amor, son aprehendidas en este poemario como un pasaje musical o como un gesto o una posición del cuerpo, maneras bien alejadas de la retórica al uso, y ello es así porque el poeta percibe una oscura interrelación entre lo cotidiano y lo absoluto, entre el ir y venir de la vida en su ser visible, para los sentidos, y su oculta intemporalidad. Es esta una poesía que podríamos llamar ascensional, que busca el otro sentido de lo real más allá de su simple estar o hacer, poesía trascendentalista, pero al mismo tiempo diferente de la poesía de los autores reunidos en torno a la revista Orígenes, cuyos libros tan bien conoce Méndez y con los que guarda innegables afinidades cosmovisivas, la primera y más importante el catolicismo, que comparten como fuente nutricia, si bien asimilada por cada uno a su modo.

Los libros de Méndez son portadores de un discurso en el que se establece una jerarquía bien definida, jerarquía de orden temporal donde se fijan las imágenes en una memoria primigenia. Los mejores textos de esta antología –numerosísimos a todo lo largo del libro, de tanta calidad como los que el autor dejó fuera– nos entregan un paisaje y unos personajes extrañamente desolados, cuya más fuerte impresión en los lectores –esa es al menos mi experiencia– es la de una enrancia y un profundo desamparo cuyo término está en lo que podríamos llamar la sobrevida. La música, la pintura, la danza, vienen a ser entonces vislumbres de una eternidad hacia la que esos paisajes y esos personajes se encaminan. La conciencia del destierro está en el centro de estas páginas, el destierro teológico, y esa conciencia se torna en una insaciable avidez de redención, de búsqueda de una Verdad que no encarna en ninguna experiencia de raíz historicista. En el Cuaderno de Aliosha (2000) encontramos quizá el más intenso y revelador ejemplo de esta poética, en esas sus dualidades aparentemente antagónicas, pero que en realidad son momentos distintos de una entidad espiritual única. Ese cuaderno alcanza una extraordinaria plenitud, no sólo dentro de esa línea de poesía, sino en la poesía cubana toda de cualquier época, virtud nada insignificante si tenemos en cuenta la historia del género en este país y la riqueza de muchos de los libros que se han venido escribiendo entre nosotros en la década del noventa y en los primeros años de la siguiente. En las restantes entregas de la obra lírica de Méndez reconocemos igualmente la voz de un poeta pleno, totalmente hecho, sin dubitaciones formales o pobreza o insuficiencia en la integración de su mundo y de las preocupaciones e inquietudes que lo conforman.

El relato de las historias de Autorretrato con cardo, reciente antología hecha por el propio autor en la que recoge sus mejores páginas, no es el de los sitios y hechos de nuestra cotidianidad, sino el de espacios y acontecimientos que no alcanzamos a definir en sus detalles, en el sentido de su dimensión última, pero que sabemos portadores de una simbología intemporal, ahistórica en la medida en que sus personajes están despojados de todo causalismo circunstancial, condicionado. En las alusiones que hallamos a la vida cotidiana del autor hay siempre un sobrepasamiento de lo externo, visible, factual, para adentrarnos en asociaciones y detalles de otras historias, ajenas, como ficticias, pero al mismo tiempo secretamente nuestras, pues ellas se nos aparecen como posibilidad, destino, salvación. Los movimientos físicos, la luz, los espacios, poseen en este poemario una fineza inaudita, adquieren categoría onírica, como si todo fuese una extraña visión que sólo puede ser contemplada en el sueño y fuese allí donde alcanzan su verdadero significado. Ese ahondamiento de la mirada es otro de los rasgos definidores de esta antología, uno de los rasgos que la convierten en un ejemplo de la mejor poesía cubana de estos años. Decíamos que no podíamos definir los detalles de estos relatos, y entramos ahí en una sustancial contradicción aparente: personajes, gestos, percepciones, objetos, sitios, todo se nos aparece con una significativa nitidez, luz suficiente, de manera que podemos llegar a su conocimiento en tanto realidad externa cognoscible. Sin embargo, el carácter simbólico de esas realidades les da otra dimensión ontológica, perceptible de un modo diferente por cada lector. No es esta una poesía desestructuradora, sino todo lo contrario: una poesía que quiere integrar lo que podríamos llamar una visión ulterior, visión de las postrimerías, y para ello se vuelve hacia un pretérito desde el cual reedifica, en su alternancia de luces y sombras –lo visible y lo invisible–, un modo de vivir, una ética, traducible en estos poemas en esperanza redentora.

El cuidado formal de estas páginas, el acendramiento de sus estructuras lingüísticas, está en absoluta consonancia con la conceptualización que sustenta esta poética, su búsqueda de signos trascendentes para integrar un corpus en el que se suceden las imágenes paradigmáticas. La lectura discurre lenta, con una lentitud imprescindible para una justa y acertada intelección del sentido de los poemas, su significación más allá de acercamientos puramente hedonistas a estos textos. Cuando nos adentramos en el mundo lírico de Roberto Méndez –poesía tocada asimismo por cierta epicidad, especialmente en esas figuraciones de gran fuerza plástica que el poeta logra en muchos de estos cuadernos, como sucede por ejemplo en la frecuente alusión a las ruinas, de enorme carga semántica en la cosmovisión del autor–, tenemos la sensación de que sus libros han sido escritos tras dilatadas y sustanciosas meditaciones y siguiendo una poderosa impulsión de oscura raíz romántica. No quiere decir esa afirmación que esta sea una poesía pensada, cerebral, al modo de la de Octavio Paz, conclusión imposible ante poemarios de tanta intensidad emocional. En realidad esa afirmación nos dice que este poeta escribe desde una profunda reflexión de rango espiritual, no desde la asimilación de la cultura como apropiación de la inteligencia y sólo como eso exclusivamente. No es esta una poesía de ideas en un sentido filosófico o académico, sino una poesía que antes de la escritura ha llegado al conocimiento por la vía del diálogo detenido con una sabiduría que en última instancia nos viene de la mística, tan cercana a la formación de Roberto Méndez. Esa raíz romántica a la que hicimos alusión en líneas anteriores tiene igualmente sus fundamentos más lejanos en la necesidad de llegar a un conocimiento revelador de los insondables misterios de nuestra identidad, de nuestro sitio en el cosmos, en medio de tanta incertidumbre ante las fluctuaciones de la fortuna, las incomprensibles fluctuaciones de la historia y la ausencia de un sentido de la vida que colme en verdad nuestro irreductible anhelo de sobrevida. Y añadamos: este poemario no es sólo un testimonio del conocimiento, sino también de la búsqueda de la sabiduría. Es pues un libro de hallazgos y además de indagación. En sus páginas tenemos el relato de una visión del mundo y al mismo tiempo de sus incertidumbres y tanteos, momentos que el poeta no logra percibir con total claridad y no puede entonces expresarlos sino con imprecisiones sensoriales de diferente naturaleza y significación.

El conocimiento desplegado en estos poemas no pertenece a la especulación intelectual ni a teorizaciones sistémicas. Su génesis hay que buscarla en las vivencias más profundas de la vida espiritual, desde las cuales Méndez ha integrado su poética. Por ello decíamos que no es esta una poesía pensada o de pensamiento, sino esencialmente emocional, raigalmente hedonista, fruitiva. En su lectura sentimos una avidez que se nos comunica de un modo indetenible, avidez suya y nuestra, con ese tempo lento del discurso, su fluir pausado, que en ocasiones alcanza mayor rapidez, pero siempre dentro de límites que permiten un refinado regodeo de múltiples lecturas. En Maurice Blanchot hallamos una objeción a Mallarmé –quien distinguía dos lenguajes, uno para la poesía y otro para el diario vivir– en esta lúcida afirmación: «La palabra poética no se opone sólo al lenguaje ordinario, sino también al lenguaje del pensamiento».10 La palabra adquiera así una categoría extraordinaria en el poeta hasta buscar el ser de las cosas. En esa dimensión trabaja Roberto Méndez, para darnos en sus poemas su singular iluminación de lo real, la sustancia misma de su identidad, pero una identidad, un ser, que antes le ha llegado al creador por sus relaciones afectivas, por sus deseos, y no por sus estructuras geométricas o su existencia per se, absoluto al final incomunicable a nosotros. Las palabras tienen entonces en la poesía de este autor –y de todo aquel que realmente merezca llamarse poeta– un valor más allá de su puro y simple significado primario, un valor que entraña asimismo sus cualidades formales, sonoras, musicales, traducibles a su vez en signos. Asistimos todo el tiempo de lectura de estas páginas, y después, durante las reflexiones que esa lectura genera, a una batalla visible entre la pasión y la mesura, la angustia y la reflexión, el desequilibrio y la serenidad. Los temas poseen aquí una plenitud y una grandeza que sólo escasamente lograron poetas de las dos generaciones inmediatamente anteriores a la de Méndez. Los temas surgen en estos poemas como obsesiones que crecen de previos estados de angustia, y esos estados a su vez agudizan la percepción de la realidad exterior o interior con la que el creador dialoga y sobre la cual escribe. Esa escritura quiere penetrar en lo real –como ha dicho Cintio Vitier en su Poética (1961)– para ver y crear la posible armonía de lo aparentemente disociado, incomprensible, deshecho, y con ello lograr el autor un conocimiento más hondo de sí mismo. En la poesía de Méndez no hay intentos de ruptura de un estilo, ni propuestas de desestructurar la imagen del mundo heredada por el poeta ni pretensiones de iluminar zonas de la realidad desatendidas por la tradición de la lírica nacional, actitudes iconoclastas que vemos en poetas más jóvenes, nacidos en la década de 1960. Las preguntas, observaciones, matices, sutilezas e imágenes que nos entrega esta poesía testimonian una recia voluntad edificadora, reivindicadora de una esperanza que se nos aparece delante, como destino, porvenir. Los instantes sombríos de este libro, numerosos y fecundos, son portadores también, por contraste, de una luminosidad de suma importancia para la poesía cubana de estos tiempos. Esos pasajes son indagaciones sobre nuestro ser, nuestras carencias, incertidumbres, ausencias. Allí vemos lo que ocurrirá por lo que fue y entonces cobramos conciencia de la necesidad de sobrevivir.

En su obra poética nos entrega Roberto Méndez su diálogo con la vida, esa conversación entrañable en la que el poeta anhela ver la realidad en toda su plenitud, aunque sabe que ello le está definitivamente vedado desde nuestra condición mortal. No es esta una poesía visionaria ni de rupturas ni estridencias, no quiere serlo. Es, en cambio, una poesía angustiada, cuestionadora, de genuinas inquietudes existenciales, siempre en busca del conocimiento, un conocer que fusiona cultura y vivencia, pensamiento y pasión, luces y sombras, hecho de experiencias múltiples, de intuiciones y percepciones claras, de certidumbres y dudas. Sentimos, en la lectura de estas páginas, el sabor de una sabiduría esencial que la historia de la cultura le ha revelado al poeta en sus ya dilatadas indagaciones en la literatura, la filosofía, las artes plásticas, la danza, objetos de estudio sobre los que ha escrito en numerosas ocasiones, hecho infrecuente entre nuestros poetas, tantas veces desentendidos del devenir de la cultura y atentos sólo a unas cuantas vivencias personales, asumidas entonces como suficientes para hacer la propia obra. Méndez se ha enriquecido creadoramente con el pasado y con sus contemporáneos, mirada imprescindible para llegar a una acertada intelección de sí mismo, en la que estén implícitas sus más perentorias necesidades espirituales, de las que habrá de emerger más tarde su escritura. Su poesía nos trae la gran lección de esa herencia –herencia que no aparece como simples alusiones a obras o autores, vana erudición que nada nos diría–, asimilada como un estilo de vida, como posibilidad redentora frente a la Nada y la Muerte. Los poemas reunidos en esta antología, realizada por el propio poeta, nos comunican los diferentes estados de ánimo y las diversas problemáticas que han venido conformando su visión del mundo a lo largo de los años, y a su vez nos conmueven –y eso es lo más importante– y reedifican en la medida en que percibimos en nosotros similares cuestionamientos, inquietudes, angustias y anhelos. En la génesis de estos textos estamos también los lectores que percibimos y hacemos nuestras sus fruiciones y sus pesadumbres, sus penumbras y sus luces. Hay una singular gravedad en esta poesía, como de quien padece las insolubles situaciones límites de la irredenta condición humana. Pero hay además en este libro lo que podríamos llamar una esclarecida memoria del porvenir, esperanza profundamente cristiana de la que el autor se ha nutrido durante largos decenios y que está en el centro de su palabra. Leer Autorretrato con cardo es una experiencia altamente gratificante por sus calidades formales, su adentramiento en la realidad, las imágenes que nos entrega, sus hallazgos e incertidumbres, sus preocupaciones y respuestas.

1. A propósito de algunos de los elementos que separan la cosmovisión de Hernández Novás de la que sustentaba la obra de los origenistas, véase el ensayo de Arcos «La poesía de Raúl Hernández Novás», en su La palabra perdida. Ensayos sobre poesía y pensamiento poético. La Habana, Ediciones Unión, 2003, p. 318-351. Los restantes trabajos del mismo autor acerca de esa poesía aparecen consignados en la página 320 del citado libro, en las notas 4, 5 y 6. El más abarcador y profundo es el titulado «La poesía de Raúl Hernández Novas. Para una poética de la materia», publicado en Anuario L/L

2. La Habana, n. 23, p. 41-84, 1992, órgano del Instituto de Literatura y Lingüística del Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente. Para Reina María Rodríguez véase el interesante trabajo de Víctor Fowler, «El viaje de Reina María Rodríguez», en su Historias del cuerpo. La Habana, Editoroial Letras cubanas, 2001, p. 187-213.

3. Arcos, Jorge Luis. «La poesía de Raúl Hernández Novás», en ob. cit., p. 329-330.

4. Citado por Jorge Luis Arcos en «La poesía de Raúl Hernández Novás», en su ob.cit., p. 340. 167 Sánchez, Osvaldo. «Herencia, miseria y profecía de la más joven poesía cubana», en Revista Iberoamericana. Número especial dedicado a las letras cubanas de los siglos XIX y XX. Dirigido por Alfredo A. Roggiano y Enrico Mario Santí. Pittsburgh (EE.UU.), vol. LVI, número 152-153, p. 1129-1142, julio-diciembre 1990. La cita en la página 1132.

5. Ídem. La cita de Fernández Retamar se halla en la página 123 de su libro Para una teoría de la literatura hispanoamericana y otras aproximaciones. La Habana, Casa de las Américas, 1975 (Cuadernos Casa, 16), y pertenece al ensayo «Antipoesía y poesía conversacional en Hispanoamérica», p. 111-126. Dice «excluya», no «excluyera».

6. Víctor Fowler. «El muro anterior a toda pérdida», en Ángel Escobar: el escogido . Textos del coloquio homenaje al poeta Ángel Escobar (1957-1997). Compilación y prólogo: Efraín Rodríguez Santana. Ciudad de La Habana, Ediciones Unión, 2001, p. 109-131. La cita en la página 109.

7. C. A. Aguilera. «Funny papers. Apuntes sobre la poesía de Ángel Escobar», en Ángel Escobar: el escogido, ed. cit., p. 147.

8. Efraín Rodríguez Santana. «Prólogo», en Escobar, Ángel. Fatiga ser dos sombras. (Antología poética). Selección y prólogo de Efraín Rodríguez Santana. Madrid, Editorial Betania, 2002 (Colección Antologías), p. 7-10. La cita en la página 8.

9. Escobar, Ángel. «El oculto manifestado», en Credo [La Habana], año I, p. 15-17, octubre 1993. La cita en la página 16.

10. Blanchot, Maurice. «Cercanía del espacio literario», en su El espacio literario . Versión castellana Vicky Palant y Jorge Jinkis. Buenos Aires, Editorial Paidós, 1969, pp. 29-42. La cita en la página 35.

Enrique Saínz (La Habana, 1941). Ensayista. Director de la revista Unión, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Es autor, entre otros, de los siguientes libros: Trayectoria poética y crítica de Regino Boti (1987), Ensayos críticos (1989), La obra poética de Cintio Vitier (1998), La poesía de Virgilio Piñera: ensayo de aproximación (2001) y Diálogos con la poesía (2003). Ha recibido en cinco ocasiones el Premio de la Crítica y en una ocasión el Premio Alejo Carpentier, en el género Ensayo. Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y de la Academia Cubana de la Lengua, y correspondiente de la Española.

Última actualización: 28/06/2018