Tsjêbbe Hettinga, Países Bajos
Por: Tsjêbbe Hettinga
Baila los puñales en mi piel
La tarde, inadvertidamente,
ha montado el caballo de madera de la noche – y
tu piel, que migró hacia el Este, tensa como
una flecha o un arco iris los arreos de mi deseo.
Con tu oro de luna y tus murciélagos plateados
desafías bailando
el hierro candente del verano,
como suele hacer, verde botella, la noche, que da un bufido
a las altas murallas de la ciudadela del amor,
los cuchillos, las lenguas, las bocas ardientes por afilar.
Grises por el humo del tiempo y negros por los incendios
en sus corazones abrasados,
aduladores lenguaraces
arrebatan verdades arrancadas de raíz de una tierra
de luz antigua, a la desnudez de
tus dientes y al viento negro que cimbrea en tu
pelo oscuro y ondulado, que crece hasta las espinas
de sus reverencias.
Y gallos con crestas de fuego y
palos flameantes, cacareando en una ilusión de luz, se escabullen
del sudoroso solar hundido de la noche,
que con sus ojos verdes chillones yace a la espera
de un corcovo al pie de la montaña silenciosa
que baila al atardecer:
tierra junto al mar hijo pródigo
del dios dinero, que volvió con un solo ojo y una bolsa
llena de plata, con la que te ha de poseer; mar
junto a la tierra el marinero perdido, que la última
ola negra de su bigote deposita en la playa
absorta de tus pechos;
pastor hundido en uvas y resina,
que descendió de tórridas montañas
en un torrente de dolor – su destino – que quiere agotar
junto a tus puertas de Troya, con los ojos oliva oscuro
de un carnero (que alguna vez fueron los
luceros de una cabra montés);
o, con un par de ojos clavados
en la espalda, el pescador y ex campeón de sirtaki
que abraza el canto y el baile y que, cubriéndose
con éste, deposita su mano como un puente
de hambre escondida sobre el grácil lecho moreno
de tu columna vertebral.
¡Quédate, Eleni, quédate
aquí conmigo! ¡Tú sola, girando en jirones
encima de una mesa, junto a una puerta destruida
de este caserío agridulce junto al mar, sorbiendo de una montaña
del deseo la noche como un pulpo, bajo los
efectos de la frívola
luna de Dionisos,
arañadora maníaca con garras de lechuza, que se lleva a su casa
presas mansas y la vía láctea, pico rojo de la muerte,
torbellino de amenaza negra como el azabache, baila, baila
los puñales en mi piel, aparta la mirada y
baila, baila!
De repente calla la música,
como para no volver a tocar sino junto al sepulcro
de quienes clavaron los cuchillos, los heridos.
Llamar es venir; vociferar, matar; esperar es la muerte.
En algún lugar, bajo la queda luz de la lámpara de aceite,
saboreas sangre en tu boca.
Y en un calambre punzante,
que encoje las cuatro cavidades rojas de mi ego moribundo
como el susto la piel, mis cinco sentidos
se inclinan sobre tu cuerpo asombrado – y yo
caigo, caigo encima de ti como un puente
en el torrente de tu encanto.
De ultramar y más allá
El cántaro
Mientras bebía junto a la fuente en la tórrida sombra de
mediodía de unos cedros timoratos, olor a pescado y resina,
vista al mar y a las barcas, vacío, sus ojos se cruzaron con
los ojos azules intensos de la mujer de un pescador vestida de
negro, aturdiéndolos. Ella se detuvo, al tiempo que sus ojos
hundidos lo veían beber en la noche de gemidos sofocados, sed
de amor y el generoso cántaro en su hombro ahora asustado,
junto a una mula azul impávida; a través del asa blanca de su
brazo, el mar, la rompiente bordeando sus caderas, entre
ambos, acallado por las rachas de un momento de silencio:
bebieron, viendo cómo los pescadores en sus pequeñas
barcas se hacían más pequeños, las promisorias redes
chorreantes de las estrellas, más rígidas, más llenas,
y dos medias lunas que entraron flotando en el puerto verde,
la sal marina finamente dispersada por el viento sobre el
hielo picado en los vasos de una terraza con culebras negras,
baldes blancos; y ella le explicó el camino a su morada
(tras la subida al monte, por las callejuelas, debido a los
cuchillos de los pescadores), presintiendo que él vendría,
y él escaló su monte, sació la sed en su cántaro.
De ultramar y más allá
Debajo del mundo
En su olivar polvoriento con vista al sepulcro
de su hijo allá abajo, un pescador tempranero
secaba las redes de una noche que murió flotando.
Desde el valle profundo, cien gallos roncos cacareaban
la luz hacia arriba y cerca del camino que baja al mar,
las cigarras cortaban la red de silencio que rodea la casa
de padre a hijo, donde la mujer conyugada aún dormía
soñando con el marido, el pescador ciego de tiempo que,
martillo en mano (martillo, sabía, con el que alguna vez su hijo
levantó el desvencijado palomar), seguía construyendo su barca.
Ella lo atizaba con arranques desamarrados de las profundidades,
golpeando y zarandeando el ancla hundida del sueño.
Y con la muerte a sus espaldas el ardoroso pescador expulsó el sudor
de su frente y ¡oh!, corazón palpitante en madera y sueños,
de su mente asimismo negras redes que enredaron piernas blancas.
Con un clavo tras otro atravesó pasillos, cuadernas, lágrimas y tiempo,
lágrimas que licuaban ese tiempo hacia el mar de su hijo
allá abajo, un mar ascendente, en el que su isla, perseguida
por gaviotas revoltosas, navegaba con montañas quebradas
como un barco enmohecido surcando siglos ondulantes,
en aguas que veían en las nubes cielo en tierra.
Ella veía en su rostro sin cesar los estremecimientos
del seno de la Tierra, sus ojos penetrándola hasta lo más
recóndito, agujereando a golpes el casco de su frágil
alma, como ahora; y él se volvió hacia ella, soltó
el martillo, en voz baja dijo adiós al palomar y siguió
trabajando, contempló los dientes de su sierra (reluciente) y,
vio también, al sonreírle al filo de la sierra,
sus propios dientes y, en el acero azul de sus ojos, el mar –
en su reflejo el sol desnudó su indigencia.
Y como aceite verde, las sombras de olivos esculpidos
atravesaron el sueño de ella, volviendo a los troncos
seductoramente retorcidos, para brotar luego del otro lado
en forma de un saltar patilargo de sepias o serpientes.
Insistentes ramalazos de la sierra musical penetraron
en su respiración dócil, la orilla ocre de sus carnes. Y
el sudor fogoso del pescador fluyó sin parar desde su barca
hacia el mar, fluyó hacia su cara, haciéndola de plata.
Sometido a los martillazos de una barca repleta de sangre, que con
músculos de remero trajinaba contra la corriente en la garganta:
el corazón; librado a la voluntad del tiempo, que despertaría
por propio impulso en plena misericordia sólo cuando
también la mala voluntad de un espacio estrangulador, que
contuviera dentro de sí aquello que no entendía de misericordia:
el cuerpo, y las exasperadas uñas, torcidas como cuernos, luchando
a vida o muerte en pos de áridas cumbres, refugio de la cabra
montés, el arca mítica en las nieves eternas, el punzón incidente
del sol, cielo resplandeciente, rompió el magma de la Tierra.
El mar se estremeció, hinchándose; baupreses, botavaras, cangrejos
y mástiles amarillos se golpeteaban unos contra otros,
confundiéndose en una negra red de cables, estayes, escotas, trizas y
cabos, dando bandazos contra un cielo naranja sucio.
Del empinado lomo del mar azul tinta se escabulló un cardumen
de peces plateados pareados con forma de sable
y sin cabeza, que vibraba en un temblor incesante.
Mientras llovía hollín de las nubes tenebrosas del cielo,
el mar bravío y encorvado acometía contra los pies de
cerros y colinas, donde los muertos se estremecían en sus cajas.
Por un instante, los espumajes de las olas se amedrentaron
ante la cruz con la foto de un muchacho delgado de camiseta roja
descolorida levantando una haltera que lo superaba,
allá abajo, donde la colina se ladeaba y se hundía.
De las copas de los olivos que se hundían, emergió
con sus velas en luz granulosa el blanco esqueleto de una
barca pesquera, con un timón como un martillo y un overol henchido,
sin pescador y una mujer convertida en sal, que con ojos
desquiciados miró hacia atrás, hacia algo donde había estado la isla.
En lo alto, la cabeza de un oso polar muerto: la luna.
De ultramar y más allá
El arribo
En dirección opuesta a una bandada de ánsares nivales,
y antes que su pequeño puerto espejeante volviera
a ser de arena, formando un paisaje de sal y algas marinas;
alejándose de un solar patinado con su hogar de
cobre amarillo, a merced días y días de los vientos azules
del norte, como el polvo de un campo primaveral
arado en otoño, alzó las velas para que el mar,
administrando justicia sobre un alma que no
tolera las anclas, lo acogiera y que los rojos pabellones
del velamen quemados por el sol escucharan las
impertinencias de Vizcaya, el gruñir perruno de
Gibraltar y Atlas, o cola de paloma y timón crujiente
y renegón, hasta que contra un claro cielo crepuscular
rompieran montes negros el fulgor de un infinito.
Pura pasión estremeció varengas y cuadernas
en una corriente de fondo de delfines.
La paloma blanca que, forzada por la sed y el hambre,
se había posado esa mañana en la cubierta, se fugó
por el ojo de buey de cobre de la cámara
apuntando a la estrella polar, situada en el cenit de
donde emergía en penumbras una isla incógnita, como
otrora la de Calipso para un hijo de Erisos, después
de sufrir durante nueve días y nueve noches el asedio
del mar y de ocho puntos cardinales sentado
en los restos de naufragio de la viga de una quilla.
El tiempo, que tomó cuerpo por existir todavía
la distancia, hizo que entre pueblo prendido y encrucijada
repudiada los faros diminutos de un coche buscasen
perdidos estrellas, peces, como buscaba aún con ceño gris
la playa una flota que zarpara por una mujer.
En aquella búsqueda sin hallazgos, su alma
se reconoció como isla bañada por otras islas.
En el altar anochecido de la playa, donde con un
recio golpe de placer de madera en arena atracó
su barca, en una catedral de rocas escarpadas, erizos
y caballos negros cansados de trotar con estrellas
de mar entre las crines, un pequeño fuego con una
mula y media de piedra y un hombre obsequioso
envuelto en una capa marcaron a hierro su arribo.
Y así como sus manos, con ceremoniosa calma y
paciencia por la comprensión ajena, giraban el pincho
con la carne de cordero; insuflaba su boca, de rodillas
siempre, el alma al fuego y mordisqueaban
bonachonamente las rocas las mulas, así, invitándolo,
le habló aquel hombre, le ofreció su comida y,
rompiendo el silencio, le dijo: Kalispera, file.
De ultramar y más allá
El diario de navegación
Y cuando con el mar la luz azul
temprano lame bajo un manto de gaviotas
grises las costas atónitas de la isla,
ésta abre sus ojos verdes y se apresta
para la odisea del día, poniendo
manos a la obra en el puerto, donde
arriba sin sirenas la flota, plata blanca
refulgente en sus redes y ojos.
Una gaviota rodeada de dos cálidas manos
remonta vuelo zafándose de las sorprendidas
palmas de Yorgos, el buzo sordomudo
(que no conoce el lamento pero sí los caminos
a la claridad que me trae su motor),
aletea rumbo al secreto azul de la luz de sus ojos,
color de sabiduría arbórea, conocimiento
pétreo, sopesándome en el solar de la sencillez.
Bajo el desván azul de la mañana
blanqueo paredes y los pies de jóvenes
limoneros, dando la espalda al sol y
a raudas culebras por la noche, y veo
mulas estoicas guiadas por un hombre
de camisa blanca, cargando colmenas
azules hacia los campos de flores
melifluas y vacas blanquinegras relucientes,
y por entre los árboles, platinado, el mar,
que el viento lleva de estribor a babor,
gaviotas y deseo del puerto, donde
los pescadores se dedican a las extranjeras
cuando llega taconeando el crepúsculo
y la oscuridad consulta a tientas el diario
de navegación, topándose, al amparo de un vino
sigiloso, con jirones de historias de vela:
Un estrecho camino de cabras sembrado
de piedras brillosas que serpentea sin cesar
por las pendientes de colinas ondulantes
y el valle alargado con su torrente seco,
en bajada, hacia el nido agreste de algas
en grutas azules, barca y pechos opulentos
en una playa, arada otrora por caballo y
buey, con sal en los surcos y un recién nacido.
Cautivo en la voz de ninfa y mar, atrapo
sus peces en la concha escarlata del sol,
que trae a nuestra memoria el aroma y el
sabor de nuestro origen en el mar, con la imagen
reflejada de los dioses, y mientras ante mis
ojos un viento tibio seca tus pechos goteantes, aso
el pescado en una parrilla fabricada por mí y lo
desuello, como hace el tiempo con los hombres.
Los siete largos cantos marinos de su voz,
que ondulantes como los montes se dispersan
por la isla, siete años debatiendo al viento
con los abetos deseos y desgastes, son
el eterno murmullo del mar o la sangre
revoltosa en las noches cuando ya no hay canto,
noches que con dedos prestos deshacen
la larga trenza de luz trigueña que descansa
en los hombros a la altura de las blancas
lunas llenas de las axilas – y como hilaza cae
el cabello pudoroso sobre los pechos
que, convertidos en melosa seducción,
mendigan la amarga leche de un hombre
cuya embarcación y mástil se mecen en bosques
murmurantes esperando un hacha cruel,
una rada espumosa y el regreso a casa.
Un navegante a vela (¿o será un remero
que modela palabras con la arcilla de la noche?)
barre el viento del océano y en el largo
vaivén ralentizado señala con el dedo
un albatros que con su aleteo golpea
las olas cual pelele plumado, mirando a su
alrededor como si pudiera ver el viento,
hasta que, cansado, acomoda la cabeza
entre las plumas y sueña con firmamentos
zozobrantes y tormentas voladoras, con barcos
siniestrados navegando al garete - hasta que
en su sueño altanero emerge a su alrededor
un grupo de delfines, despertándolo con
su escándalo y saltando fuera del agua para
enseñarle a volar, intentando empujarlo
con sus trompas de vuelta a su reino.
Como, llegado a un océano más boreal,
cielo límpido, las olas más bravías que el viento,
el cúter de roble de un pescador de
cangrejos (¿será de Arklow o de Wicklow?)
retumba en dirección de los campos
elíseos mientras la borrosa y verde esponja
de una isla se hunde en la fuente rajada
de la que se eleva la roja yema del sol
rumbo a la gavia del tiempo, en la
cubierta bailoteante atan con cuerda
de cometa las pinzas de los cangrejos
y las doradas caballas de agosto destellan en
la oscuridad, en medio de una tormenta
cuyos truenos Dave, el barquero menudo
y pelirrojo, apacigua al conjuro de
'At sea the weather is always fine.’
Pero entre los pescadores nocturnos
se desata de pronto una agitación indefinida:
la mar llama. Con mucho escándalo, como
niños cuando se avecina una tormenta, zarpan
llevándose consigo focos y citas con mujeres
allende una frontera. Y las luces sin adornos
justo detrás de los codos del eucalipto con
el monito a sus pies se extinguen, no mucho
después de enmudecer la flota pesquera,
bien lejos, donde la nereida elude la luz. Junto
al muelle desierto, un plácido vaivén mueve
todavía el timón y la barra, pero la sombra emite
chillidos de gaviota que planean por los
caminos de la claridad subidos a una moto
sin silenciador, y por donde vive Yorgos
(llego a notar) se deslizan mudos en el mar.
De ultramar y más allá
El pastor de ovejas
La aldea de aceite, que con sus cuerdas
tensadas verde oscuras de los cipreses
descansa en el crepúsculo y la colina
como un arpa de piedra sin tocar, ha enviado
a su pastor de ovejas a la mansa lejanía,
por atávicas veredas, para arrear con cencerro
seco y ladridos coloridos la oscuridad
de mis ojos hacia los rediles de sus sueños.
Y el viento del ciego aleteo del murciélago
echa en mi cara, a la vuelta ya de mi cabaña,
una racha cargada de presencia ovejuna.
(¡Oh!, tiempo abandonado en el verde, y solar
lleno de lana limpia recién esquilada, de rodillas,
sin afeitar, Swarte Eit y frío de mayo azul intenso).
De ese olor emerge de repente Nionios.
En su rostro curtido por el sol aflora, acaso
para siempre, una sonrisa como la de un
muerto contento que al instante comerá con su
boca sin asombro la oscura tierra que lo
acogió, cuidó y amparó, quién sabe cuánto.
Y tranquilos, como el murmullo del rebaño
bajo los olivos abiertos, los ojos de
Nionios pastando en la placidez, algo
entornados por la navaja atrevida de la luz,
las puñaladas asestadas por la noche, y
balbuceando (la oscuridad del habla) de un
Job resignado las palabras de testamentos
rebosantes de ovejas, o a la muerte
un lamento de plata mate, la boca. Una
mujer como un carnero, que lo ha repudiado,
que en el tajo de sangre negra somete
con placer etéreo al hacha gallos y gallinas
y que alguna vez optó por un electricista
trepapostes, le espeta a diario en su propia
casa, otro cuarto, huraña y amargada,
un plato de bazofia. También ahí aparece
la afable sombra de su sonrisa, su paraíso
incombustible. Cuando a ella por la noche
le saltan los fusibles y en los sueños de él
estalla el cortocircuito del amor, Nionios
se desliza hacia fuera, cruza el solar y en
el corral se refugia en la lana de las ovejas,
que ya de muy pequeño lo cobijaba.
Allí cuidaba de él su isla, luz que cuidaba
de la sombra de los olivos y las grandes
ovejas de padre con el triste resplandor
de los cencerros que ahora, callados todos
los cielos, oigo repicar en la tumba de la luz.
Y yo sé que él sabe que hay dioses
que hacen que el destino sonría, desde que
él, Iannis, que después de seis años en
Sidney regenta ahora con padre y madre
The Blue Horizon, y Panaiotis, fabricante
de marcapasos en Oklahoma, jugaban de niños
entre culebras, escorpiones y salamandras,
mientras las cabras se bamboleaban en los
pinchos al sol y sus horas irrisorias: el
tiempo, radiante como la cara de los ojos.
Con el andar cansino de aquellos días,
Nionios va con su rebaño al encuentro del
saber azul del anochecer (una toga, un
fundamento), pisotea las palabras que carcomía
el fuego de Santelmo y el dolor, en una
tierra eternamente fértil de olvido, camina,
desprendido del tiempo por el bastón
y los suaves balidos, entre limón e higo
a la vera de mi reino de sombras, rumbo a
la aldea y la electricidad, con una sonrisa
que alumbra la noche ya más que la luna
que brilla escondida tras los montes, todavía.
De ultramar y más allá
La roca
¿Se puede saber qué ha guardado del crepúsculo
la noche, ahora que la luna redonda recién salida, que
como una farola sin palo echa sombras sobre la ancha bahía
de la isla de cabras, rocía la playa y a lo lejos transforma
en un frisbee una sombrilla olvidada, contemplado
desde la roca granítica volcada al mar tiempo atrás
con fuerza ciclópea, donde se aloja, los ojos ungidos
por la penumbra, un hombre al final de una pregunta?
En la cola meneante de la luna, en el agua tranquila, emitiendo
un ruido pesado de hierro en el agua, en la profundidad
del silencio flotante, echa las anclas justo debajo de él
la silueta negra y reluciente de una esbelta barca pesquera
de velas arriadas; en el castillo de proa de la nave, como
un gato negro que se rasca, una alargada figura encorvada
que arrastra su reflejo a lo largo de la cuerda chorreante
por sobre el ancla contra la base de granito, que salta como
un gato, un salto que confirma la existencia, el agarre del ancla,
y ágiles saltan sus largas piernas de piedra en piedra, siempre
más arriba, hasta lo alto de la roca; es Petros, el pescador,
su botín en una bolsa de lona ceñida al pecho, y él le dice:
Buenas tardes, Petros, has encontrado un muy buen sitio
para sentarte a pescar las purezas del mundo, viejos conceptos
o tal vez nada, sin que nadie te moleste. Si no te importa, me siento
un momento aquí contigo y me fumo uno de tus cigarrillos.
Los pescados que llevo en mi bolsa tienen las mismas ganas
de llegar a casa que yo, sí, ríete, pero somos nosotros los que
tardamos y no los pescados, que conocen un solo horario: tarde.
¿Si es más cruel el humor o su causa? ¡Buena pregunta! No sabría
decirte, pero me consuela enormemente el que siempre haya
una escapatoria, como anoche, ese magnífico cabrón plateado
a la luz de la luna, y ¡zas!, el espíritu que reina sobre
las aguas, ya no está, y eso que casi me rompo la crisma
al tratar de agarrarlo, así es, mi mano y el pescado en el aire
sobre el agua negra junto a la barca, así pues toda una vida
el hombre llega tarde para sí mismo, aunque en esa fracción
de segundo piense que puede adelantarse a sí mismo y sobre
todo a los demás; sí señor, ahí está el chiste: pescar incluso
la incomprensión dentro de uno mismo, no hay pescado
sin espinas, vuelvo a casa cada vez con menos de lo que
me había propuesto al zarpar, seguro que todo se debe
al misterio de la pesca prodigiosa, ¿no cree usted? Las
imágenes de las ideas de entonces son tan hermosas como
paquidérmicas, igual que aquel bandido negro del mero
que arponeamos días pasados: al cortarlo, los cuchillos
se desafilaron en un santiamén, pero ¡qué magníficas esas
blanquísimas rodajas!, tan hermosas como entonces, hermosas
como el viento que aquí sopla hacia el mar, llevando el barco
al lugar justo o, como suele decir la Vieja Gaviota aquí detrás: la tierra
respira por la noche tan hondo que aspira a los pescadores hacia el nido,
soplando con descuido las barcas de vuelta a la cuna del mar.
Un silencio con olor a algas marinas (tabaco del mar) y pescado
es el silencio del firmamento flotante con todas sus lunas
de plástico, todos sus aviones de línea, que se miran en el espejo
del viaje de las estrellas, el devenir de una noción ancestral. Y
en un fuego, oliendo a combustible, aparece el fulgor efímero
de un rostro ajado, sin afeitar hasta debajo de los ojos,
que echan chispas. Y la barba es oscura. Y salvaje el pelo,
que descansa formando serpentinas en el escudo de bronce
de la frente. Dos de sus dedos sueltan por fin
humo inhalado, y tersos labios azulados las palabras:
Un poco de humo no le viene mal a una noche así, que resulta
casi demasiado clara, el aire límpido como el azúcar y las estrellas
recortadas como el cristal, aunque luego le dé a uno una tortícolis.
Mira aquella serpenteante imagen reflejada del másti saliendo
de la negra reflexión oscilante del casco, parece un pulpo...
Perdón por haberme quedado sin decir nada tanto tiempo.
Cuando dijiste: «...cuyo cuchillo corta anillos de la luna,»
se me fue el santo al cielo por la palabra «anillos». Se me sigue
haciendo un nudo en la garganta desde que perdí a mi primera
mujer. Sí, me refiero a aquel pulpo. Lo sabe todo el mundo. No, esto:
Fue justo antes del entierro. Por la noche, sentado a su lado,
deslicé mi anillo en su dedo junto al suyo, como había hecho ella
conmigo menos de un año antes. Aun siendo el destino, algo
aquella noche me hizo sentir culpable. Lo hice sin darme cuenta casi.
Pero a la mañana siguiente, cuando hubo que cerrar la caja, vi que
ya no estaban, ninguno de ellos... Perdón por haberme dejado llevar.
Es así, hermano, siguen sin aparecer, aunque los veo
siempre en la misma pesadilla, en los dedos de una mujer
vestida de luto, que, con una sonrisa de oreja a oreja va echando
agua hirviendo sobre una jaula con una rata viva dentro.
Guárdatelo en el corazón y llévatelo adondequiera que vayas.
Me agrada ver cómo sabes callar en momentos en que otros
luchan consigo mismos y ya no consiguen dominarse. Dijiste
que nos miramos en el espejo y vemos la contracara de la
crueldad. Es nuestra mágica huida por el agua de lo auténtico.
Ícaro hecho pez, por decirlo así. Ponerse como un solo hombre
en la piel del forastero que somos. ¿Has dicho ponerse? La luna ya
se ha puesto casi a la altura de nuestras coronillas. Tengo que irme.
No, ya no necesito fuego, este último cigarrillo es para cuando
termine de preparar el pescado. Bueno, Petros, buenas noches.
La mirada del uno sigue al otro bordeando la rompiente. Llevando
en la mano su captura, con paso tambaleante por la aún tibia arena,
mas recobrando la firmeza en los diez peldaños de piedra y en la
escalera, el pescador se vuelve hacia la extensa bahía, la luna y la barca,
la roca de terciopelo negro, que, susurrando como si fuera un buccino,
le augura una buena noche. Noche. Y luego, en la tranquilidad sonora
del mar, que en las profundidades del ancla sueña fríamente con
ventiscas, tormentas blancas, él atraviesa la luz inerte de una farola
solitaria (tentáculos de pulpo las sombras), rumbo a casa, donde
están su mujer y sus hijos, entregados a las formas de sus seres.
Y aunque lo acomete el deseo de acostarse, prepara primero su
captura, su espíritu atina a vaciar la botella del placer. Y todo cae
en el olvido: el pescado, el congelador, la bolsa de lona,
la palabra del forastero y el pensar en la mañana que despunta
con pescado para Angélica, Catina y Margarita: adiós
verdadera esencia del crepúsculo y la noche, adiós hombre
sentado en la roca de granito, adiós diálogo y puerto,
adiós barcas hermanas del tiempo y bodegas desbordantes
de ungüento sombrío, adiós vista al sonido de un ancla y
asomo de razón y viento y reflejo y doble desaparición.
De ultramar y más allá
Tsjêbbe Hettinga. Nació en Burchwert, Países Bajos, el 15 de enero de 1949, falleció en marzo 7 de 2013. Está considerado como uno de los mejores poetas de la actualidad en lengua frisia, también fue traductor del alemán. Algunos de sus libros de poesía son: Yn dit lân, 1973; Loft, lân en sé, 1974; Fan lân loft en leafde, 1975; Tusken de bidriuwen troch is âlderdom, 1981; Under seefûgels, 1995; 8 Gedichte, 1993; Vreemde kusten / Frjemde kusten, CD, 1995; Strange shores, CD, 1999; It doarp Always Ready, CD, 2000; Fan oer see en fierder, 2000; y It doarp Always Ready, 2000. A pesar de ser ciego el poeta, la poesía “épica” de Tsjêbbe Hettinga se caracteriza por una extraordinaria atención al paisaje, al mar, a la luz y al color: "Mis percepciones sensoriales son fácilmente intercambiables. Me hago una imagen y un color con todo lo que escucho, huelo y siento". Sus textos se caracterizan también por su musicalidad. Los versos a menudo presentan la misma longitud, por lo que un poderoso ritmo emerge.