Fatma Quandil (Egipto)
Por:
Fatma Quandil
Traductor:
Esteban Moore
PROMETEO
Revista Latinoamericana de Poesía
Número 84-85. Julio de 2009.
Asegurarse de la resistencia de nudos
o la parábola del baile y las mortajas
1
Cuando te enseñan dar inyecciones y te administran morfina en pequeñas dosis, te advierten: cada seis horas únicamente, no será que luego no tenga efecto. Entonces, podrás sentarte impasible mientras ella grita y suplica, entrenándote a no imaginar el dolor; sólo entonces Dios se despedirá de ti con una palmadita en el hombro y tú Le sonreirás puesto que acaba de aceptar que ya nunca contarás con ÉL.
2
“Un fruto que no ha caído, se pudrió en la rama”
La mujer buena es mi madre. Al lavarla tuvimos que quitarle los esparadrapos:
- el de la llaga de decúbito,
- el de los tubos y
- el de la herida principal.
No nos dimos cuenta sino cuando decidimos lavar su ropa para donarla. La habíamos metido en la lavadora de prisa y corriendo para llegar a tiempo al entierro. La habíamos metido con los esparadrapos. (Los recitadores te llevan al paraíso, ahí la ves joven, peinada a lo garçon, cruzando el puente con pasos de bailarina.
Pero tú lo que haces es resistir la imaginación, cuyas puertas recuperan su sitio como las puertas de los bares. Tal vez acabe de dejar parte de su carne en los esparadrapos y los gusanos se muevan tan rápidamente para cazar el primer instante de tu fija y lúdica mirada y escribir con una letra parecida a la suya confusa: ¿no quieres preguntarme –como siempre- qué hago ahora?
3
Los psicoanalistas te aconsejan cerrar los ojos y recordar los buenos momentos. Los avispados políticos también ven el medio vaso lleno. Tú sabes que el pánico no está unido a los recuerdos penosos sino que se les escurre para que no lo puedas encontrar donde piensas que está. Se instala ahí, libre de la memoria, pero es tu prisionero, prisionero de tu cuerpo y de tu ropa; es entonces cuando te enteras de que eres una fuente de contagio, que la epidemia se mueve si tú lo haces, se propaga con tu saliva si hablas o cuando duermes o sueñas.
7
Madre era bajita y rellena. Yo creía –es posible que lo siga creyendo- que los bajitos tenían menos capacidad para el sueño. De niña, cuando me cogía in fraganti y antes de que pudiese retirar la mano contentándome con un placer a medias, no me daba cachetadas como las otras madres, me cogía de la mano y me decía al oído: luego, tus dedos olerán mal.
Aquello no era razón para dejarlo, sino para lavarme las manos varias veces. En presencia de sus amigas se jactaba de que a su hija única le enseñaba el sexo científicamente. El hombre tiene un miembro que es como un tubo –me decía- del cual sale una semilla que cae dentro del agujero de la mujer para que nazca un niño en el vientre de la madre, así llegaste tú y llegaron tus hermanos.
Ya de mayor una vez me dijo bruscamente que estaba segura de que la orina procedía de la vagina. Pensé que bromeaba; ¿entonces, me preguntó aturdida, de dónde si no?
8
Durante su largo coma, hablo con ella y le limpio la herida, cada noche. El médico insistió en que me pusiese guantes esterilizados cuando limpiaba la herida, pero yo nunca lo hice. En la noche anterior a su fallecimiento, su estado de coma era total y hermético. Presioné la herida y la escuché quejarse.
9
Habíamos acordado –en un momento de sosiego antes de morir- que yo no bajaría con su cuerpo a la tumba. Se mostraba esquiva, más yo la acorralé;
- Vamos a discutir esta cuestión tranquilamente, te prometí que iba a estar a tu lado hasta el final y cumplí, exímeme de este paso final para que luego me pueda perdonar.
- No te preocupes, me dijo. Las mujeres no bajamos a las tumbas.
10
La mujer que lava a la difunta es una señora negra, no puso el cuerpo en dirección a la Meca como me habían dicho. La habitación es demasiado estrecha, justificó. Más tarde dijo la mujer del conserje al limpiar la habitación: “No debieron tirar el agua del lavado, no se debe verterla por el suelo, tenían que conservarla en un recipiente especial”. La encargada de lavar a la difunta le grita a los oídos y nos parece que la difunta sonríe. Mi amiga me susurró: “respira, le sale sangre por los oídos, los muertos no sangran”.
11
Mortajas con el color que más le gustaba.
A finales del año, preguntarás a tu buena amiga que había examinado el cadáver de prisa y lloraba: ¿Estás segura de que había muerto de verdad? Y ella se reirá y te contestará: Nosotros, los médicos, detectamos la muerte en seguida.
Años más tarde reflexionarás: ¿qué iba a importar si no hubiese muerto, si hubiese sido enterrado viva? ¿acaso no había estado en coma más de un mes? ¿acaso no gritaste una tarde cuando las hormigas habían cubierto todo su cuerpo reunidas en el ágape de su sudor impregnado de glucosa sin que ella se enterase?
¿Acaso no le compraste la mortaja más cara con el último céntimo que tenías? ¿Acaso no era verde como le gustaba? ¿Acaso no pusiste su novela entre tus papeles a pesar de que nunca tuviste ánimo ni deseo de leerla?
12
Bueno. Ella ya no importa a nadie, ni ella ni su novela. Tu amiga interesada en la literatura femenina que quiso publicarla no quiere entender que tú jamás querrás manchar con su novela “clásica” tu prestigio de posmoderna. “Rey Arturo, todos tus aliados te han traicionado”, la grave voz de Hamdi Gaiz en la película “Victoioso Saladino”.
Una cuarta faz
Después de todo esto vuelves a decirme: ¿quieres que sea tuyo? Y yo te respondo: no, no quiero que seas mío. Me hablas de la señora de la montaña cuando señaló a la cumbre nevada y se despojó de sus ropas. Dijiste: estaba desnuda y temblaba, la llevé a su cama y pasé la noche. Te pregunto: ¿cómo pasaste la noche? Respondes: como se pasan todas las noches. Entonces, te hablo de un hombre que permanecía sentado bajo mi cama, yo tenía la fiebre alta y él me iba poniendo bolsas de hielo en la frente. Estaba apesadumbrado y cuando abría los ojos sonreía y me pedía que los cerrase, quería contarle un cuento siempre que me despertaba, quería hablarle de ti, pero se marchó, se marchó cuando convenía que los demás se marchasen. Preguntas: y no te tocó. Respondo: no me tocó.
La vez anterior me cogiste del pelo de repente y dijiste: no quiero del amor más que los principios, la paloma zurce la ropa de este día. Te dije: cuando seas una anciana dejaré a mis esposos y a mis hijos para irme a dormir contigo. Entonces tú también serás un anciano y no quedará pelo sobre tu frente, la piel la tendrás arrugada, la desplegaré con mis labios y pasaré mi cuerpo por encima de ella para que se derrame, dormiré siempre sobre ti para demostrarte que mis arrugas no son más que hojas de árbol. ¿Me amas?
Dices: pero el maneouvering es lo que te transporta de éxtasis a éxtasis, es lo que hace que empieces a agitarte justo después de explotar, yo digo: no creo que duerma contigo cuando tenga esposo, puede que por motivos éticos: igual que no te he traicionado a ti, no le traicionaré a él.
Apagaremos la lámpara para que luzca el rayo.
Pero tú traicionas a Fátima, comparas la vagina de ella con una oquedad y el pene…
y le preguntas a él: cómo pasaste la noche, le odias si duerme con otra mujer y te vengas de él con tu arma cargada de ética: igual que no te he traicionado a ti, no le traicionaría a él.
Decides, escribiré: pene, vagina, vulva… luego lo tachas todo con una X.
Dices: lo escribiré para borrarlo, lo escribiré para que mi cuerpo se convierta en un tejido penetrado por los otros, lo escribiré para traicionarle.
Pero surge el gemido, el grito que busca su significado, el grito opresivo.
Lo esconderé en algún sitio.
Seguirá y seguiré escribiéndolo pero asemejaré el orgasmo, trataré de asemejar el orgasmo con un rascacielos cuyos cristales se rompen de una sola vez.
Escribiré: tu pene era un cincel que me esculpía para convertirme algún día en esa estatua de bronce que se da la vuelta y después torna a su sitio con la suficiente parsimonia como para que puedan contemplarla los únicos asiduos de la sala que saben cuántas noches hubieron de invertirse en dar una vuelta así. Y cuando las luces que la dominan y la hacen brillar se apaguen y sus rasgos se escondan, vendrás a frotar el lugar de sus miradas y vaciar mis oídos de sus delicadas y floridas palabras, escuchando con atención tu jadeo en mis adentros. Puede que encuentres en la superficie unos arañazos, muchos arañazos; pero nosotros, tú y yo los soslayaremos.
Fatma Quandil nació en Egipto el 27 de julio de 1958. Poeta, dramaturga, crítica literaria y traductora. Miembro de la Unión de Escritores de Egipto desde 1988. Obra poética: To be able to live (Poder vivir), 1984; Curfew (Toque de queda), 1987; Silence of a wet price of cotton (Silencio de un mojado precio de algodón), 1995; Questions hanged like slaughters (Preguntas suspendidas como matanzas), 2008; I am your grave witness (Soy testigo de tu tumba), 2008. En 1991 presentó la obra de teatro: The second night after the thousand days (La segunda noche después de los mil días). Ha publicado artículos en diversos periódicos literarios árabes. Ha leído sus poemas en numerosos festivales poéticos en el mundo árabe y en Europa. Sus poemas han sido traducidos al inglés y publicados en la Antología de Mujeres Poetas Árabes en Massachussets en 2000; al francés en la selección La Poesía Árabe Moderna (Paris 1999) y al castellano en la Antología de poesía española y egipcia contemporánea, en México,2005. Publicó también otras obras como La segunda noche de los mil días (Teatro, 1991, El Cairo); Intertextualidad en la poesía egipcia de los años 70s (Crítica, 1998, Instituto Nacional de Centros Culturales. Ha sido integrante de la Unión de Escritores de Egipto y del Comité de Poesía del Consejo nacional de Cultura.