Nicolás Suescún (Colombia)
Por: Nicolás Suescún
PROMETEO
Revista Latinoamericana de Poesía
Número 84-85. Julio de 2009.
Infancia 1
El mar, inmenso, azul,
profunda tumba de piratas y tesoros,
estaba allá muy lejos
detrás de las montañas.
Era una ausencia.
Los ríos, también, eran grandes ausentes:
sus aguas bajo la tierra
corrían espesas y oscuras,
arrastrando desperdicios,
y la belleza también se escondía,
rara vez salía a la calle
pero a veces a veces se asomaba con el sol en el patio
o en los ojos del gato,
y los viajes tenían que ser imaginarios,
pobres ensueños tibios en los fríos rincones
donde empezaban los caminos,
así que todo viaje era un proyecto,
todo proyecto un viaje secreto, inconfesable,
y los potreros donde jugaba fútbol
se iban llenando de casas:
había que caminar mucho
donde no hubiera extraños.
El camino de la escuela a la casa:
ese simulacro de la Odisea.
Ocaso familiar
Aquí estamos
durmiendo, hablando,
y hasta contradiciendo a mamá,
mientras las moscas tapan
el sucio mantel sobre la mesa
y los fantasmas de la familia
nos despiertan de noche
con despiadadas intenciones de exterminio.
A la sombra del naranjo no volverá a dormir.
Tumbaron la casa
y el olor del árbol desapareció
bajo el polvo de los muros.
Y mientras ella dice
que han cambiado los tiempos
nosotros no notamos el paso de los años,
igual ayer que hoy para nosotros,
igual nosotros ante el espejo roto,
igual hermana a hermano,
igual cada uno en sí mismo, día tras día.
Y nosotros que no recordamos el naranjo,
le llevamos la contraria
mientras las moscas se llevan el azúcar.
Los antepasados
Las proclamas de algún tatarabuelo
deben de andar por mi sangre
trastocadas en poemas,
igual que la nariz de la hermana
de las madres de sus padres,
o la terquedad de ese ancestro
remoto y rústico, ignorante,
que se quemó las manos en el fuego,
o la furia de ese remero oscuro,
esclavo en una galera en que viajó Virgilio,
o la falaz sonrisa de algún inquisidor
ante una pira en la que ardía una bruja.
De estas cosas, y de otras incontables,
nadie se puede librar, aunque lo quiera.
Domingo
Empezó este domingo con campanas y luz
y el vacío de siempre entre la gente y yo
y yo
"inabarcable" que se hace de pronto que se hace de pronto
o que hago en torno a mí para esconderme.
Y ahora, a mediodía, y con este calor,
siento un frío de muerte.
Anoche también sentí la muerte
al mismo tiempo que la vida,
mi sangre corriendo en otras venas,
mis venas sin una sola gota.
Siento mi corazón que vuelve y se va,
oigo voces que vienen y se van,
siento la muerte y despierto de golpe,
la luz me hace visible, sólido.
A veces nos ponemos como cubos de hielo
y nos vamos derritiendo poco a poco,
hasta que todo esto sea
como si nada hubiera sido
—¡es que en el trópico también hace frío!
El pasado
¿Qué había entonces en los rincones, en las sombras,
qué mágicas imágenes sacadas de los libros y del cine?
Los desiertos, los jadeantes, sudorosos caballos,
los ejércitos derrotados, las huestes victoriosas,
los tiranos, los héroes y los mártires,
la gloria, la libertad, el amor,
la conquista de tierras extrañas y remotas,
las noches frescas bajo la luna llena
en el Taj Majal con la mujer más bella,
y la vida, inmensa, se desplegaba como un mar
de fondo tranquilo, azul y transparente.
Y yo no era distinto, pero era un niño,
míos eran los largos días para soñar,
y mías las noches para temer el mal,
las alas de una negra mariposa
que abrían una puerta
hacia la oscuridad incomprensible.
Lamento de un terrateniente
Misión cumplida,
invertido todo en finca raíz,
reposo sobre la tierra,
inversión segura,
metros y metros, todos cuadrados,
casa al borde del mar,
apartamento en Nueva York,
pisito en París,
chalet campestre al pie del páramo,
allí es más hondo el amor a la tierra
aunque sople demasiado el viento,
aunque inunde mis rosados pulmones,
aunque tiemblen mis blancas rodillas
y los frailejones canten canciones destempladas.
Es una falsa aurora,
la sonrisa morosa en el espejo,
mini población flotando en nubes de perfume,
población sobrante:
los ricos somos cada vez menos,
ni sombra de una masa,
una logia tal vez,
una secta secreta.
Y si alguien pide justicia
yo no lo oigo,
nada me apasiona,
enterrado en la tierra
¿qué puedo ver?
¿qué puedo oír?
¿qué puedo hacer?
¿qué puedo querer, fuera de tierra?
¿y será por eso que me dejo
llevar por la constelación mística?
¡Ah, sí, sólo los místicos me llenan
a mí, que vivo sin vivir en mí,
encerrado entre muros,
hundido en el concreto,
metido en los ladrillos,
encementado!
Y también en el campo de golf
cavando mi tumba
unos milímetros cada día
mientras se elevan las paredes
que me encierran.
¿Será por eso este sudor frío que me invade,
este agradable malestar que me corroe,
estas nubes de perfume que me embriagan,
esta tendencia insoslayable,
plutónica y tectónica?
O será este espejo que me engaña
en el que nunca jamás podré verme
como me vi un vez, así enterrado
como estoy, muy profundo en la tierra,
muy cerca de su candente corazón,
allí donde no llega la paloma
con su ramo de oliva.
Simone Weil, la “loca de amor”
Llevaba trajes negros, informes,
la chaqueta suelta y demasiado larga, las faldas anchas,
tropezaba con las mesas y las sillas,
muy pálida, no se maquillaba,
y usaba unas gafas de aro redondo de metal y gruesos lentes.
Indiferente al dolor, el cansancio, la muerte,
Estaba poseída por una locura de amor
que transformaba sus acciones, sus pensamientos.
Era una pasión tan poderosa,
una visión tan sobrecogedora de la vida
que excluía al otro, pero abrazaba a la humanidad entera.
Procuraba que sus actos fueran buenos, la acción sin provecho,
Y rechazaba las creencias supersticiosas que dan consuelo.
Ama a los obreros, ve la historia del mundo
como “la dominación de los que saben manejar las palabras
sobre los que saben manejar las cosas”.
Sí, ama a los obreros, imita su modo de vida,
en el frío invierno se niega a calentarse,
porque sabe que los obreros no pueden hacerlo,
guarda para sí el equivalente al subsidio de los huelguistas
y reparte entre ellos su pobre sueldo de profesora.
Trabaja en fábricas por corto tiempo, se agota,
quiere pertenecer a la clase de “los que no cuentan
ni contarán jamás”, pero no cae en la tentación
mayor de esta vida: no pensar como único medio de no sufrir,
y siente que el alma y el cuerpo
en aquel contacto con la desgracia, se le vuelven pedazos.
En el sufrimiento y el sacrificio encuentra la salvación,
Es una mártir de su pasión por la justicia,
siempre al lado de “los que saben luchar y sufrir”,
despreciando a los ratones de biblioteca
y a los constructores de sistemas,
a los que no saben trabajar con las manos.
Los pedazos
La vida ya no tiene sentido para ella
y se le rompe el corazón, ya roto,
en más pedazos, y yo, ¿qué puedo hacer,
ya casi muerto y hablando oscuro?
Es que hay algo que me espera,
lo presiento, en la noche,
un mar silencioso o un laberinto
imaginado, sin salida.
Y hay tantas preguntas sin respuesta.
Hay tantas cabezas rotas
como piedras destrozadas en el camino,
como ideas olvidadas
y decepciones, sueños truncos.
También tengo yo roto el corazón,
y sólo ella, lo sé, pueda tal vez
recoger los pedazos uno a uno,
los suyos y los míos.
Nicolás Suescún nació en Bogotá en 1937, murió en la misma ciudad, el 14 de abril, 2017. Poeta, cuentista, traductor, editor, periodista y profesor universitario. Premio Vida y Obra 2010 de la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte de Bogotá. Realizó estudios de humanidades, historia y literatura en la Universidad de Columbia y en la Escuela de Altos Estudios de París. Durante varios años dirigió la revista Eco y fue Jefe de Redacción de la revista Cromos. Algunos de sus libros: El retorno a casa, 1971; El último escalón, 1974; El extraño y otros cuentos, 1980; La vida es..., 1986, Los Cuadernos de N, 1994, Oniromanía, 1996, La Voz de Nadie, 2000 y Bag-Bag, 2007. Ha realizado destacadas traducciones de Rimbaud, Flaubert, Ambrose Pierce, W.B. Yeats y Stephen Crane, entre otros autores. Tradujo al inglés la obra parcial de numerosos poetas colombianos para la web de Poetry International.
En entrevista con Álvaro Castillo-Granada, afirmó: “…Me deprime el país, Colombia es un país donde reina, como en la mayor parte, la injusticia, pero aquí la hipocresía la ha barnizado siempre en mayor grado, creo, que en otras partes. Por eso escribí en un poema, “Abrí los ojos y me dijeron / que en país de ciegos hiciera como el ciego. / Después me enseñaron las palabras / y me aconsejaron que cerrara la boca / si no era para repetir lo repetido”. Cuando yo estaba pequeño, la diferencia de clases era monstruosa. Ahora sigue siendo monstruosa porque los ricos son más ricos y los pobres son muchos más y más pobres, pero hay una clase media que esconde esa abismal diferencia de clases…”