Ken McCullough (Estados Unidos)
Por:
Ken McCullough
Traductor:
Nicolás Suescún
PROMETEO
Revista Latinoamericana de Poesía
Número 86-87. Julio de 2010.
La frontera
Tengo secretos que no le cuento a nadie,
ni siquiera a ti, esperando al otro lado de la frontera.
Emprendí camino por la pradera en el enclaustrado valle
—cada aldea marcada por una letra blanca
con acne en lo alto de una colina,
como todas las otras señales en el camino:
la serpiente de ciegos ojos pálidos mudando de piel;
la juvenil águila tratando, sin poder,
de alzar el pato con el cuello roto.
Fuera de ti, todos mis amigos llegaron pronto a un camino sin salida
—cuando llega la noche, se levantan de sus tumbas
y un muro de llamas, espontáneo,
prende fuego al cerro frente a ellos.
Aunque vivo solo, al volver cada noche
hay una multitud rodeando la casa.
En mi última vida, yo era un buen bailarín de tap
pero en ésta tengo unos muñones muertos en vez de pies.
Sin embargo, doy un paso, y luego otro.
Entre este iris y el río
hay una cara esculpida en la forma de mi vida,
pero yo nunca la veré. Nunca la veré.
Diáspora
Nuestros peores primos fueron enviados allá lejos
a una isla donde reinaba el silencio.
Al desayuno les daban herrumbre, al almuerzo piojos,
alegorías inducidas de sus afónicos pájaros cantores.
Los techos solo tenían goteras en el día de Santa Brígida;
el resto del tiempo permanecían secos como basiliscos.
Los viejos se engalanaban para el Apocalipsis,
mientras los jóvenes se metían pescados en las axilas.
Sus guardianes eran charlatanes y se partían el pelo
engominado por la izquierda, como para ir a un baile.
La más mínima desviación rara vez era aprobada
—estafados si se desviaban, condenados si no.
Al morir, sus almas eran vendidas como rosas
para aislar los salones de los ricos.
Noche llena del perfume del día
Nido diminuto, perfecto, tejido con pelo de caballo,
rojo, amarillo, negro, blanco. En la cerca
acaricié la correa en el cuello del caballo. Chartreuse
de retoños, rojo de ruibarbo, un rayo
de luz de sol atrapado en el follaje. Bucles,
cuerdas, tubos, dardos, giros, saltos. Nubes
como moretones de dos días. Al mirar de cerca,
puedo ver el hueso de la suerte de la escena
—la arboleda sagrada, en miniatura, en el centro,
la lenta quema que mantiene al jardín en buen estado.
Sábanas dejadas a secar todo el día y olvidadas
—asoleadas, olores de los dueños atrapados en la trama
almidonada, el sudor del trabajo, el embriagador
almizcle de la ginebra y de los cigarrillos Gauloise,
jugos masculinos, femeninos, las babas del sueño
en la funda de la almohada, huellas de dulce colostro
en una blusa, magenta, ocre rojizo, amarillo
reflejados en la ropa de cama —si los pétalos
de las orquídeas pudieran volar y se posaran.
En un rincón del jardín, un brillante casi sólido
de luz nada dentro de sus parámetros,
y se interna en la tarde al despertar la noche.
En el momento de cambio, la ropa de cama cae
como lluvia del puño azul profundo, en el cual,
si uno entra, se pierde —algo bueno si uno está preparado.
El sabor de pizarra. El moverse de los velos,
sus bordes crujientes en los senos, ósmosis.
Escucharé mi muñeca en tu muñeca.
No sé canciones de fantasmas. Si tenemos
por lo menos un día más juntos.
Las sábanas recuerdan todo.
El verano siguiente
El presidente declaró una victoria
luego puso su cuchara de palo en el cuenco rajado
—retuvo todo eso, salvo su cuerpo.
Fue en este momento que supo sobre su nacimiento divino.
Bebimos un líquido rojo en una fuente de agua
y él nos dijo que fuéramos uno con la tierra.
Nuestros días estaban contados, dijo, nuestra misión
cumplida. Su perfil seguía siendo perfecto.
Nunca hemos debido cruzar el Éufrates
pensando que nuestra imágenes no infectarían
el Jardín del Edén y los pocos árboles
que quedaban en pie. “La substracción es adición”.
Con ojos diáfanos nos dijo que estábamos libres en casa,
el palacio subterráneo libre de basura.
Sol dudoso
Audubon la vio:
una bandada, dijo, que cubría
doscientas cuarenta millas.
Al posarse, se caían
los árboles. Los domingos,
salían los hombres con escopetas
—mataban miles en una tarde.
El último desfalleció
en el zoológico de Cincinnati
en 1914. Ni uno solo
se aparece en el alimentador.
Ni uno solo en los pinos cuando
caminas al atardecer, ninguno
te sorprende como antes.
Ni uno solo. ¿Pueden desaparecer
los bacalaos, tan abundantes
en el Gran Banco? ¿Puede la salamandra
que evita la suela del zapato
contraerse hasta desaparecer? ¿Y puede
detenerse el ciclo de los capullos de efímeras
barridos por los buldózeres
en la ribera hasta volverse polvo?
¿Se pondrá el sol en el océano
en el oeste? ¿Descubriremos
nosotros que somos perros
pateando en sueños?
¿Podremos alguna ser feliz con esto?
Ah, el sabor de los tréboles
en la boca. El último
sonido antes de dormir.
El mar de alas
aleteando sobre los árboles.
Nadando bajo las grandes
sombras que pasan sobre nosotros.
Punto Lobo
Te has quedado dormida con una combinación negra
en nuestro barco, entre arces, palomas y lechuzas.
Verte cada mañana, y por la noche
al cerrar los ojos, es mi salvación.
Hacer el amor contigo, a veces es maravilloso,
es como bailar entre pétalos de rosa, otras veces
es como lanzar mi cuerpo contra una valla electrificada.
Esa noche, en Punto Lobo, cansados los huesos,
hicimos el amor como si nos fuéramos a morir.
Desde entonces, de vez en cuando dices,
“Ese fue casi como en Punto Lobo”.
Entonces eras como parecías ser, del Oeste
en torno a los ojos, y por los bluyines ceñidos.
Yo todavía me inclinaba hacia el olvido.
Espacio blanco
1
Amo estos días de espacio blanco,
páginas blancas esperando. Cualquier cosa.
Huellas que el viento borra,
lechuzas, después, ululando, uh, uh, uh.
y luego limpiando el lugar. El techo
inclinado del granero es puro blanco.
Hasta los ponis tienen largas barbas blancas,
hasta las sombras están vacías.
2
La luna llena entre las langostas quemadas por el sol,
las ramas congeladas y bailando, como móviles
de campanilla. Solo mira hacia arriba y escucha.
Esto no es apócrifo —lo vimos
hace solo un momento. Y el Apocalipsis
no estaba camuflado tras los riscos.
3
Desde el puesto de observación de ciervos, a fines
de noviembre, antes de que se destaquen los árboles y se desvanezcan,
hay un aliento contenido. Una grieta entre los mundos.
La que hace falta en el tosco boceto
no fue omitido —mirar no es ver—,
el complemento está allá afuera en la roca.
Algunos la llaman la perspectiva atmosférica
esbozada en los perfiles de las montañas
—estas notas, más crípticas, con blancos
donde hay que adivinar. Habita el puesto
de los enebros marchitos retorcidos en formas humanas…
¿Dónde has estado? ¿Qué estás volviéndote?
Un pájaro. Dos notas. Lo suficiente para darle nombre.
Nido de gusano/campánulas
El pan esta verde y el niño tiene lombrices.
Alguna vez leí algo bello y estoy pensando sobre su forma.
Blanca y fina como el pelo que serpentea en su mierda.
Era algo sobre un claro. Un poco de métrica loca. Y de viento.
La mierda, un nido de gusanos. La vergüenza en su cuello.
La masa crecerá, mientras dormimos, con el invisible
huevo debajo de las uñas. La amenaza de extinción es real,
tanto como la amenaza de las ratas. Bajo la bolsa de basura.
Suavemente me golpea el muslo en la noche cálida.
El olor de hierba y frutas y carne pudriéndose.
Se frotan las hojas de las matas y una luz amarilla brilla
en las ventanas. Dos se abren. ¡Ah, una cotorra gritando! O
tal vez una mujer, talvez
la rubia, o la otra, sí, la otra,
la débil, se viene y se viene
y cómo se viene, grita hasta enronquecer,
o pide ayuda, ¿no pide ayuda lloriqueando?
Le está pegando él, ¿le está pegando?”,
le grito a la ventana. Hace eco en la cuadra do-do-do.
Chito, chito, contengo el aliento, me callo,
Y oigo que dice: “Largo de aquí, por favor”.
Me descubrió. O suena como
si hubiera reconocido mi voz.
Y no puedo reconocer la suya, o espere, pero no,
no puedo recordar de quién es esa voz, o ¿será él?
no puede ser, es imposible. No más. Estoy mezclando
todo. Ese poema. Es algo sobre dos cabeza húmedas
chocando. Como las de las culebras. Sobre campánulas.
Insinuador
El vicepresidente murió en ese tiempo;
había vivido haciendo una dieta estricta de malicia,
y la guerra en tres frentes lo había animado.
Recordaba la forma como las lluvias tropicales
embotan la libido —acéptelo uno o no,
el sabor del vino Wild Horse con un trocito de lima.
Sus últimos pensamientos fueron de esos invisibles:
un D_s, una na_ón indi-vidual.
Solía caminar con él al pie de los montes
y nos sentábamos perfectamente inmóviles.
Eso era antes de que las culebras susurran en mi puerta,
después de haberle cortado las orejas al pobre.
Nos dejó con una condición: bendecirnos
antes de repartir las primeras píldoras.
El Eje de Atlas
El Nuevo Bar Atlas
Columbus, Montana
En los tiempos antes
del capuchino interestatal
y las excursiones al Rancho de las Llamas
uno se detenía aquí
antes de terminar
en las colinas hacia el oeste
a través de una fina cortina de nieve temprana.
Ese fue tu propio
delirium tremens a ritmo de valse.
No hablaste tanto
con los dueños de dos cabezas
o con el tabernero reinando en la barra
sino contigo mismo
sentado enfrente
con tu chaqueta de cuero de búfalo
y tu cornucopia de melancolía.
Si estabas optimista
te quedabas toda la noche
y los viejos clientes
te ponían al día
—pero si sospechaban
que tenías algo entre manos
te desaparecían.
Los tiempos han cambiado
pero no la registradora:
la Nueva Atlas
sosteniendo las colinas
con sus curiosos hombros de caoba.
Para mis hermanos y hermanas khmer
I
Te ofendían tanto tus ojos que los arrancaste,
y con tu mano izquierda cortaste la derecha.
Vendiste tu piel para hacer una canoa y cruzar el Mekong
pero la estiraste tanto que se rompió
y tus hijos se ahogaron. Arrancaste los flexibles
dedos de las bailarinas apsara como si fueran habichuelas.
Trituraste hasta volverlas polvo las torres de Angkor Wat
e hiciste una carretera entre Vietnam y Tailandia
pavimentada con calaveras. Bebiste el vino rojo
de la sangre de tus padres y comiste la carne roja
de tus hermanos para fortalecer la tuya. Te comiste
los hígados crudos de las vírgenes que apaleaste y tus ojos
brillan amarillo azafrán. Cortaste las enredaderas
para comértelas pero adquirieron vida y te estrangularon.
Tus sonrisas fueron como un candelero en un pozo y tu voz
como riachuelos sobre rojas piedras secas. ¿Te preguntas
por qué todas las ranas y las libélulas han desaparecido
y los cervatillos que cantan en la noche y las ranas
y las salamanquesas huyeron al otro lado de la frontera?
Las amatistas se amarillean y blanquean y las
vetas de zafiros se secan y se agotan.
Las autoridades han llegado del Oriente
para examinar tus sueños, y cuando miras en el espejo,
allí a tu espalda, están las autoridades.
Las represas se derrumban y las profecías resultan ciertas:
¿hasta cuándo, hasta cuándo seguirá girando la rueda?
II
Benditos sean los puros de corazón, porque vestirán harapos.
Benditos sean los ciegos porque no los verán venir.
Benditos sean los inválidos, porque ellos será despeñados
de altos lugares y luego enterrados vivos.
Benditas sean las madres, al quedarse dormidas
mientras se apaga el fuego y sus vientres se llenan de polvo.
Benditos sean los poetas, pues sus lenguas
serán extirpadas y sus palabras usadas como yesca.
Benditos sean los amantes de la belleza,
porque ellos se bañarán en el excremento de sus hijos
En el campo, Yellowstone
Más allá del sol, puntos de fuego acosan
a los alces y los hacen huir hacia oscuras cañadas.
El tamborileo de sus cascos hace florecer los campos.
La memoria en blanco, pálido bajo la lluvia invernal
el salvaje culto sonoro apagará esta música.
Aquí no hay comprensión, ninguna barba
humana para absorber la luz, ninguna plataforma
de observación para ver bien los alces.
Miro hacia arriba el abismo donde estoy:
lágrimas saladas cuelgan de la cara norte.
Sobre el acantilado rosado, teñido de azul,
sopla un viento constante cantando calumnias
y de pronto las alas guardan silencio.
Aquí donde el abismo y el fuego hablan
oigo una oreja húmeda en un seco alerce.
Una mujer de lluvia balbucea en otro continente.
¿Dónde existe? ¿Bajo la cabellera
de la cascada? ¿Dónde han adorado los cascos humanos?
¿Dónde este viento de costado impregna los huesos?
Seis capítulos de mi vida han pasado,
cuerno seco destrozado junto a los blancos.
Si pudiera disipar esta amarga mentira para ti
y hacer estallar tu ira, llegarías a ver
animales hechos visibles bajo una luz silbante.
Te llevaría conmigo, música de perlas, una vez más
hundido hasta las rodillas en la quebrada de los Guijarros,
y los ríos del cielo se abrirían dentro de esta semilla.
Cruzado
Anno Domini 1158
Hicimos coger los caballos por el maldito árbol,
parecían saber el camino. A lo lejos
se alcanzaba a ver un fuerte, una sencilla construcción
protegida solo por rocas contra el viento y la nieve;
la Casa del Señor. Y en esta estación,
las crecidas aguas llevaban el aroma de la flores
por las cañadas. Había diminutos molinillos de oraciones
por todas partes. Yo había estado aquí
solo una vez, hace treinta años, cuando la ira
se había apoderado de mi alma, y yo había acampado
en el seco lecho de un río para perderme del todo
pero las aguas efímeras nunca corrieron.
Así que llegué, fui bienvenido, y pasé
los días y las noches confundido, llorando.
Dispersa mi alma tras Acre y Damasco,
palabras de derviches me guiaron hasta aquí.
Chozas de piedra abandonadas, bandas tejidas en las riberas,
Fanfarrias de patos volando. Nubecillas
entre los dientes rotos del mastín.
Al despertar, me esperaba una fiesta, un gran hoguera,
pero nadie, ni un susurro. Leí las entrañas
de mis oraciones, insulté a mi vago interlocutor.
La misma fiesta a diario: higos negros,
pan negro, té negro, leche de cabra y manzanas
del tamaño de un grano y cáscara moteada
como las caras de las mujeres de la estepa.
Resistí durante dos estaciones, ni un alma nunca;
solo mi propio yo fugitivo. Al volver, las paredes
se fueron desvaneciendo, hasta que una mañana
solo eran rocas, y las ventanas habían desaparecido.
Y una voz dijo: “Mira mis obras,
la desolación que has visto en la tierra,
la mirada abismal en los ojos de los hombres.
Haré que cesen las guerras en todos los confines,
romperé los arcos, quebraré las lanzas
por la mitad, quemaré en hogueras las carrozas.
Tranquilo, hijo mío, tranquilo —y conóceme.
Mira en tu interior, y enfréntate al verdadero infiel…”
[Se interrumpe la estrofa]
Ninguna fiesta, solo una única jarra con agua.
“Bebe profundo, y jamás tendrás sed de nuevo.”
Ni siquiera cenizas, solo pícaros suplicándome
quedaron en mi vida, loado sea el cielo. Mi ropa
y borceguíes quemados en sacrificio. Salí
desnudo, una guirnalda en torno al cuello,
una escolta de abejas. Esta vez, mis dos hijos
me acompañaban, éste su patrimonio.
El mayor, ya maduro, el menor cuya voz
todavía recuerda la de su madre.
Encontramos la espada donde yo la había enterrado.
Ellos no saben que nunca más me iré.
Caminando bajo la luz
En memoria de Rod y Shirley Steiner
y en honor de LightWalker
La gente le da mucha importancia a eso de caminar bajo la luz
que si uno se olvida de lo está haciendo
pronto podría hasta caminar por el agua.
Pero yo confieso que ni siquiera puedo flotar.
Pero puedo caminar entre árboles plantados por mi,
moviéndome pesadamente entre las abejas.
Puedo hablar con mi vecino, mirándolo
a los ojos, escuchar a mis hijos, a mi esposa.
y podemos sentir al sol levantándonos el ánimo.
Alas en nuestras clavículas, huesos ahuecados.
El resplandor de todo ser, en los colores
de sus virtudes. El brillo de las piedras,
los abuelos, todos en la cabaña de sudor,
el brillo en los ojos de los que nos aman.
Si pudieras ofrecer tu vida, ¿no lo harías?
Si pudieras dar. Tu vida. ¿Por qué? ¿No lo harías?
Si pudieras darle vida a las cosas cantando,
lo tienes que hacer. Con los silencios en medio,
los sonoros silencios que escuchan las abejas.
Oasis
Allí donde la tierra se inclina hacia el estanque de pesca
y el aire huele a cadena oxidada
donde las luciérnagas se manifiestan sobre verdosa espuma
y el bosque se mece
impaciente
los coyotes se hacen mullidos lechos
y, tan intenso como el fósforo,
destacado bajo la luz de la luna en el campamento
rechaza de pronto cualquier posibilidad de redención.
También es posible que huelas la fétida capa del Demonio
colgando de un álamo.
Coros anfibios
destacan agudas notas devonianas
negando que el cuerpo desaparezca.
¿Y qué pasa con Lázaro?
¿Acaso recuerda algo de aquello?
¿Un centenar de cuervos
en el estambre del sueño?
¿La hembra del basilisco
y el ciervo joven blanco como la nieve?
Una posibilidad
Primero una cuerda se tensa en tu pecho
luego surgen llamas en tu nuca
tus ojos se nublan y tus errores pasados
se presentan como apariciones a lo lejos.
Todo lo que ves es lo que eres y no
lo que es. Cálmate. Traza una burbuja en torno a ellos.
Incluso si aciertas, hay la posibilidad
de que te eludan. Si solo pudieran
librarte de la fiebre, y dejar la pelea
para someterlos a tu voluntad. Arrodíllate
en el oleaje. ¿Cuánto te llevará
desocupar el mar con este dedal?
Lo cierto es que tu sed ha creado un espejismo.
Pero mira… hay otro océano
dentro de éste. Tira tu dedal
tan lejos como puedas, y luego, salta.
Proemio
1
Solo eran las montañas
y él estaba fuera de sí, inmerso
en sí mismo. En las montañas
estaba. Y cuando rezaba
una voz entre las grandes piedras
respondía. Aquí estaba su Dios,
en los altos lugares, donde se funden
la paz y el temor. En el
invierno, las primeras formas
respiraban para él como estrellas.
2
Un cuarto brillante bajo la nieve
donde solo los que van de paso pueden dormir
y el agua clara, el agua
de la vida eterna, las piedras,
la levadura del perdón.
El tiempo se lleva a quienquiera se desvía
y lo convierte en algo cercano a la perfección.
No supo cuánto tiempo estuvo allí,
pero al salir tenía los labios partidos.
Unos quebradizos enebros empezaron a retorcerse,
duras palabras salieron de oscuras cavernas
y una única garra de oscuridad
se encarnizó con él.
Cuando descendió de allí.
Las chapas, las señales del cuerpo,
las canciones, los registros, habían cambiado,
las casas desaparecido, las cuevas, cerrado.
Unos dioses habían surgido en su ausencia,
otros caído. Pero cualquiera
de estos días puede cabalgar hasta los riscos
de la extinción y de vuelta traer aquel sueño.
Lo rojo y lo negro
a fines de marzo, en el norte de Wisconsin
A lo largo de la Autopista 51, donde el río Bad
ya no está al alcance del oído, la nieve cae en el parabrisas
como enormes diatomeas blancas. Alcanzo a leer un letrero
que dice HÁBITAT DE OSOS. Avanzando un poco,
aún bajo la espesa nieve, pienso que tengo que ir al fondo de esto.
Después oigo que me gritan: “Lento, lento…
doble entre los abedules… pare la camioneta, y déjela ahí...”
Me meto las manos entre las mangas y escucho:
“La nieve va a tapar sus huellas hasta nuestros cubiles
—nadie lo puede seguir. Y cuando deje de nevar
tendrá que caminar de espaldas por donde vino.
Pero qué tanta alharaca haya hasta mañana
y a qué se van a parecer tus huellas es otra cosa
muy distinta. Te estamos esperando, hermano”.
Paseo, a fines de noviembre
Creí que había silencio, luego el vacío
se materializó, siete ciervos,
de claros perfiles y saltando, un coro,
una fuga, un glissando de ciervos reviviendo
el aire blanco con su canto. Un trío
armado de astas y vuelto
hacia mí, plegó hacia arriba la blanca luna
sobre la cornamenta del bosque.
Estaba recorriendo la carretera a través
de las tumbas cuando la noche derramó sus ojos
en mi espinazo. De los siete ciervos, tres dieron
la vuelta para enfrentarme, otro bañado
bajo la luz de la luna. El cielo lleno de formas
que conocía —el canto llano de los muertos
viviendo conmigo desde hace tantos años.
En el abrevadero detrás de la casa de los Anderson
Había un perro recuerdo
me acuerdo que un perro siempre venía
al atardecer, al atardecer
cuando solo se podían ver las siluetas
de perros y de los otros animales
la silueta del perro, y la de los otros, al atardecer
Una vez un lince, para evitar el deslumbre
del sol, se deslizó hacia afuera para comer
junto a él y moviéndose rápido
con el pelo parado, corrió hacia el sol
pero los gatos y la zarigüeya no cedieron
Recuerdo. Se me olvida, seguro, a veces
de inmediato, pero nunca lo olvido
para siempre. En ese entonces no
quería decir mucho, y el lince y el perro
ya no estaban, hasta el día de hoy
cuando los recordé… sus siluetas.
Ken McCullough nació en Estados Unidos en 1943. Poeta laureado de Winona, traductor, narrador y tallerista de escritura creativa. Obra poética: Migrations, 1972; Creosote, 1976; Travelling Light, 1987; Sycamore-Oriole, 1991; Obsidian Point, 2003; Walking Backwards, 2005. También publicó el libro de relatos Left Hand, en 2005. Su poesía ha recibido numerosos reconocimientos, entre ellos The Academy of American Poets Award; The National Endowment for the Arts Fellowship; The Pablo Neruda Award; The Galway Kinnell Poetry Prize; The New Millennium Poetry Award; The Blue Light Book Award y The Capricorn Book Award. También ha recibido, entre otras las becas: The Witter Bynner Foundation for Poetry; The Iowa Arts Council, y The Jerome Foundation para continuar traduciendo la obra de U Sam Oeur, sobreviviente del regimen de Pol Pot en Camboya. Sacred Vows, edición bilingüe con las traducciones al inglés de los poemas de U Sam Oeur desde el khmer, se publicó en 1998. La memoria de U Sam Oeur, Crossing Three Wildernesses, co-escrita con McCullough, fue publicada en 2005.