José Fernández de la Sota, País Vasco, España
Por: José Fernández de la Sota
PROMETEO
Revista Latinoamericana de Poesía
Número 91-92. Junio de 2012.
I+D
Y cómo puede ser que cada día haya sido
el peor de nuestra vida. Es lo que se pregunta
Carlos Vitale en su Descortesía del suicida.
Podemos convertirnos en fábricas de malos recuerdos
y eso es fatal. Pero para cerrar la fábrica
hace falta dinero. Reconvertir la planta
en una factoría de felicidad es costoso.
Transformar el dolor en placer y alegría
no resulta sencillo. Ir de lo químico
a lo cómico podría ser la clave
de la empresa, su lema, su divisa.
Habrá que investigar en la materia.
Es un producto extraño la alegría.
Hace falta ilusión. Hace falta afición.
Hace falta inversión.
Mi madre me leía
Soñé esa noche con la casa vieja
de mis padres. Mi madre me leía
el libro de mi vida hoja por hoja
junto a la placa de calor y el día
se esfumaba a través de la campana
de la cocina como humo. Estaba
Francisco Franco hablando, interrumpiendo
el curso de mi vida. Fue preciso
que mi padre apagase aquella radio.
Luego siguió mi madre. Se hizo vieja
muy pronto. Se hizo tarde. Se hizo el muerto
mi padre aquella noche: estaba muerto
en el centro del cuarto, en una caja,
mientras mi madre hacía que dormía.
Miedo
Aquí estamos y nada. Nuestros cuerpos
aquí después de todo. Nuestra carne
mortal y rosa, apaleada y negra. Aquí
después de nada, ardiendo para nada,
por todo, como siempre. Aspirando
este aire nuestro puro y venenoso
-las Autoridades Sanitarias no advierten
que el aire puro mata, también mata.
Todo te está matando esta noche de viernes,
esta tarde de sábado. Después de todo. Antes de nada.
Antes de que se apague el gran teatro,
nuestra estrella apagada que da luz, todavía da luz.
Brilla sobre las grandes superficies cada tarde de sábado,
brilla sobre las calles torturadas por las perforadoras
y en la marea oscura de las avenidas, en los transportes públicos
y en las salas de espera de los hospitales, en sus horas oscuras
y eternas. Brillan nuestras pupilas y nuestros corazones arden
y nuestros pechos queman, no paran de doler, de toser, de asustar.
Estamos encendidos y por eso brillamos. Es un brillo apagado,
no sé cómo decirlo, un resplandor muy tenue. Estamos encendidos
sin embargo. Bombillas agotadas. Linternas encendidas. Estrellas apagadas
que dan luz, todavía dan luz. Todo se apaga, es cierto,
nada dura en la tierra para siempre, por siempre, ni los sustos
que acaban en nada, ni los sustos que acaban con todo.
Todo es nada. Nuestros cuerpos aquí después de nada. Ardiendo.
Tres cuartas partes de agua. Una de miedo. Una parte que vale por todo.
Todo lo enciende el miedo. Todo lo apaga el miedo. Todo lo mueve el miedo.
Es el culpable de las revoluciones y de las tiranías, de la guerra y la paz.
El padre miedo. El miedo del taxista que te lleva
y el miedo que tú llevas igual que un golondrino azul celeste
bajo el brazo siniestro. El miedo es blanco, dicen que el miedo
es blanco. Es amarillo. El miedo es amarillo. Miedo de conducir un Lexus blanco,
un Lexus amarillo bajo el cielo violento de Ciudad Juárez,
bajo el cielo caliente de Valencia. Miedo a las rosas blancas,
miedo a las rosas negras. Las mariposas blancas de alas negras.
Miedo en el Carrefour y miedo en Cali y terror en Guantánamo.
Miedo a decir verdad. Miedo de muerte. El miedo de los pobres
Y de los ricos. Y el miedo de Virgilio Piñera en enero de 1968
mientras representaban en La Habana su obra Dos viejos pánicos,
cuando Fidel le dice que diga lo que tenga que decir:
¿Qué tiene que decir? Yo quiero decir que tengo mucho miedo.
No sé por qué tengo ese miedo, pero eso es todo lo que tengo que decir.
Y lo dice Piñera muerto de miedo. Piñera está temblando,
está sudando. Piñera está llorando y su amigo José Lezama Lima,
su gordo amigo, tiene fiebre y se encierra en su casa de humo.
Pero el miedo es lo único que nos mantiene vivos –dice mucho más tarde
Reynaldo Arenas, antes de sucumbir al matarratas en su piso
de Nueva York en 1990, antes de que anochezca
y el miedo deje de brillar. El Sida ciego. El miedo.
El rumor de las horas perdidas. El río que nos lleva.
El gran negocio de los asustadores: vendedores de alarmas,
fabricantes de armas, ministros de Defensa (fíjate, son los mismos),
vendedores de vidas eternas y de revoluciones.
Ahora el miedo es un verso de Alejandra Pizarnik:
Miedo de no saber nombrar lo que no existe. Pero el miedo
es nuestro. El miedo existe. Es cierto. No lo nombramos,
pero lo tenemos. Tenemos mucho miedo y tenemos más cosas,
por ejemplo hipotecas y caspa, monovolúmenes y videoconsolas.
Por ejemplo nitrógeno, hidrógeno y oxígeno. Ninguno quita el miedo.
Suena un timbre y temblamos. Sopla un viento y volamos.
Cae la noche y morimos otra vez y miramos
en el cajón sin fondo en busca de algo
que nos libre del miedo. Pero el miedo
no es materia ni espíritu. Es un viejo
inquilino invisible. Amigo fiel,
camarada leal,
tatuaje, herida, casa,
última propiedad del hombre,
corazón del mundo.
José Fernández de la Sota Nació en Bilbao en 1960. Poeta, narrador, ensayista, crítico, periodista, editor y guionista de documentales. Libros de poesía: Te tomo la palabra, Todos los santos (Premio Internacional Antonio Machado), Material de construcción (Premio Jaén en 2004), Cumbre del mar (Premio Alfons el Magnànim 2006), Aprender a irse (Premio Ciudad de Córdoba en 2007) y Vacilación (Premio Euskadi 2010). Autor de la novela Informe Goliat (finalista del Premio Nadal en 1989), y de los libros de relatos Elefantes blancos, Negrita con diamantes (Premio Internacional Max Aub), Suerte de perro (Premio Iberoamericano Cortes de Cádiz) y La biblioteca férrea (Premio Internacional Camilo José Cela). Autor del ensayo biográfico Juan Larrea, versión terrestre.
“¿Poesía por qué y para qué? Digamos que poesía porque sí. Porque necesitamos decir no. La poesía puede ser una forma magnífica de decir no. Incluso a veces es la única manera de decir que no. Porque no hay otra. Porque es barata. No necesita antenas, baterías ni cables. De manera que puedes escribir un poema para decir que no en estos tiempos de pensamiento único y de unanimidades sospechosas. No a los engañadores de la teletienda, pongamos por ejemplo. Entonces escribimos un poema para decir que no nos interesan los mercachifles de la televisión. Y tampoco los otros, aunque seguramente son los mismos. Podemos escribir ese poema o podemos leerlo o escucharlo. Da exactamente igual. Escribirlo, leerlo o escucharlo. Los poemas se extienden y se expanden y acaban siendo anónimos cuando son realmente necesarios, es decir, absolutamente necesarios...”. “... Un poeta escribió que la poesía pregunta cuando nadie responde y responde cuando nadie pregunta. El secreto de la poesía, me dice una poeta amiga, pertenece más al náufrago que al navegante...”