Lorna Shaughnessy, Irlanda del Norte
Por:
Lorna Shaughnessy, Irlanda del Norte
Traductor:
Pura López Colomé
PROMETEO
Revista Latinoamericana de Poesía
Número 94-95. Julio de 2013.
Éxodo
“Advertid que el pueblo de Israel es demasiado numeroso y poderoso para nosotros.
Venid, tratémoslo con astucia, no sea que se multiplique…” Éxodo 1:9-10
Nadie sabe a qué hora llegará el tren
o cuándo partirá. Lo llaman La bestia:
hay que acostársele encima o colgársele a los lados; dormir
según se quiera, a riesgo de perder un miembro, o algo peor.
Hay que lavar la camisa en el río o en gasolineras
para no despertar sospechas en camiones atestados,
y comenzar el día con el mismo rito de consuelo:
lava, friega, rézale al dios de los largos viajes.
En la pared del refugio de migrantes, hay un letrero
que dice: Tapachula-Houston, 2930 kilómetros.
Tal vez esta noche el tren saldrá, cruzará
los enormes, oscuros cementerios sin cruces.
El sol se pone, y tú esperas; escribes cartas
mientras una joven pareja de El Salvador
pone a dormir al niño en pañales.
No hablan. El niño no llora.
En la frontera norte hay ángeles
que dejan agua y comida en el desierto;
pero sus sombras vuelven de noche,
dicen, a envenenarlas.
Obituarios de Belfast
De las sociedades salvajes a las modernas,
la evolución es irreversible: poco a poco, los
muertos dejan de existir. Se les arroja fuera
de la circulación simbólica del grupo.
Jean Boudrillard
El sobreviviente
Uno debe preguntárselo, en serio:
¿qué clase de hombre se pondría en peligro
si ya lo habían sacado
de una sepultura recién cavada?
Pensó que ahí estaría a salvo
entre tijerillas, ciempiés y gusanos:
ni un respiro, sólo el rugido
de su propia sangre en los oídos.
Lo tasajearon, lo arrojaron en un callejón,
y lo último que esperaban era ver
al propio Lázaro en el asiento trasero de un coche
sin placa en Shankill, señalándolos con el dedo.
De noche, entresaca en el montón escombros,
dando buen uso a lo que la ciudad desecha.
No hay muchos que lo sepan…
Tenía manos suaves como de niña, aunque dudo
que sus víctimas lo notaran cuando las tomaba
por el mentón, para después alzárselo con fuerza
y cortarles el pescuezo.
Eran las vetas de grasa de la carne que a diario tenía entre manos
lo que se las mantenía tan suaves, tanto aplastar, enrollar
y, desde luego, cortar: cortar era todo un arte.
Al final, aterrizó con suavidad:
diez muy buenos años entre los suyos cuando lo soltaron.
Solo, sí, terminó solo al final;
nadie le puso una pistola en la sien,
nadie le puso un dedo encima,
suave o no.
El funeral del carnicero
¿Y de qué creyó el pendejo que se trataba?
¿Iba a tomar una foto de algo
que no hubiéramos visto ya?
Le dieron unas buenas palizas,
debió hacer caso a las advertencias…
yo he asistido a más funerales
que él comido caliente.
¿Visión de largo alcance? Ay, no inventes.
Me lo sé de memoria. Punto final.
El cobrador
Armageddon a la vista: lo esperábamos,
la cabeza y el cuerpo cuadrándose por la derecha
al grado que no había otra cosa que el sonido de tambores
y de nuestros propios pies. Mis hermanos estaban en el ejército,
pero yo, defendiendo a mi gente.
No importaba quién era el blanco;
el hecho de conocerlo del trabajo
sólo facilitó las cosas.
Él era el precio a pagar,
y yo el cobrador.
Cuando escuchas el estallido, ya es demasiado tarde,
nunca te vuelves a sentir entero;
como el mismísimo segundo en que alguien
te tomó la cabeza y te sacó las entrañas.
Estoy cansado. He decidido
ponerle fin a todo esto.
El delantal de su madre
Habiendo nacido a orillas del lago Van, a los quince
viste a tu madre morir de hambre en el exilio
y luego te lanzaste al largo viaje rumbo a Norteamérica.
Su renacimiento llegó con los colores de Cézanne,
naturalezas muertas donde el agua de la jarra no se estancaría
para Arshile Gorky, maestro de la Escuela de Diseño de Boston.
Pero los años 30 volvieron a traer el hambre, el retiro de la imaginación
al monocromo, la tinta y el papel: Noche, Enigma, Nostalgia.
¿O en realidad era pesadilla, oscuridad y memoria inescapabable?
Las tiras coloridas de tela que los aldeanos colgaban del árbol sagrado
del huerto de tu padre, flotaban en el ocre de la brisa. Aquí, vueltas a nombrar en tu pintura, merced a un lugar vacacional en el Mar Negro, nunca visto.
¿Cuántos de tus amigos surrealistas sabrían la verdad de Khorkom,
tu aldea de nacimiento, la iglesia a horcajadas en la isla de Akhmatar,
los manuscritos de Varak que te mostró tu madre? Todo chamuscado.
Los ojos icónicos de tu madre miran hacia adentro y afuera
de sus retratos, bendice al observador superfluo,
el delantal despojado de sus flores, pálido cual sudario
hasta aquel verano hechizado en Virginia y el olor a gardenias,
cuando el recuerdo de su delantal bordado
se desdobla en ecos de los cuentos que contaba
conforme tú ibas enterrando la cara entre sus largos pliegues,
sus abstractos contornos armenios filtrándose en el lienzo,
amorfos, sangrantes y extrañamente libres.
Le escribes a tu hermana:
He de resucitar Armenia con el pincel, a la vista de todos.
Árboles testigo (en Doñana)
Habiendo sobrevivido el paso de una duna, un árbol testigo presenta tres enormes ventajas: es más grande, de manera que puede producir más piñas por año; tiene uno o dos siglos más de producción de semillas, antes de que otra duna lo asalte; y, lo más importante de todo, sus semillas acaso hereden su rápida tasa de crecimiento.
Martin Jacobi
Cruza por entre la tierra en grano
hasta llegar a la primera duna.
Advierte que el viento arremolina la arena
en crestas donde se juntan los cristales rojos,
sombras sobre un Sahara en miniatura.
En las crestas, puede haber escamas de piñas,
pedazos de corteza. Ramitas que surgen del terreno
como dedos nudosos, y rasguñan el aire;
son fantasmas de los árboles, ahogados
en las arenas de una duna errante.
Desde aquí, el ojo va a la deriva por un océano
de corrientes cernidas por el viento que soplan
hacia adentro más y más, un tsunami en cámara lenta.
Sucumben las ciénagas, los pinares asediados,
indicios del desafío en matorrales aislados y verdes.
Como almas viejas, los árboles testigo resisten.
Se estiran hacia abajo rumbo a fuentes insospechadas
y echan raíces, alargándose hacia una luz intuida.
Conforme se alzan las arenas, mantienen la cabeza
en la tierra y el crecimiento en la memoria.
Cada pino en domo parece agacharse
y levantar un escudo contra el avance eólico,
cerrando filas con quienes sobreviven
contra pronóstico, contra los elementos,
marcando el paso, el tiempo en anillos por dentro.
Eurídice a Orfeo
¿De qué dudaste?, Orfeo,
emergendo a la luz.
¿De la certeza de mi paso?
¿De tu fuerza encantadora?
O, poeta de mucho poder y poca fe,
amansaste las bestias con tu canto
pero de tu don desconfiaste.
¿Escuchaste mis pisadas
en la salida del infierno?
¿O te ensordecían
los latidos de tu miedo?
Más fácil echar la culpa a mis pies inseguros,
transformar pérdida en desdén
y despreciar a mis hermanas tracias.
Dicen que tu cabeza se fue rodando hasta Lesbos;
yo lo dudo;
los dulces acordes de tu don desleal
sobrevivirán mucho tiempo a esta canción
Talón de Aquiles
Se quedan boquiabiertos
al escuchar el relato
de como en Troya cumplió
audaz Aquiles su destino.
La fuga de Elena
(mera exigencia del argumento)
y Agamenón, un abusón que buscaba pelea,
levan anclas e izan mil velas al viento.
Atrás de la sangrienta epopeya
jóvenes inteligencias reflexionan
sobre profunda injusticia
y el defectillo trágico.
¿Dónde tenía la cabeza esa mujer cuando
metió a su hijo en el agua?
¿Por qué no metió primero un pie
y luego el otro?
Así el río lo habría protegido todo.
Lógica implacable.
Hay que proporcionar bien merecida culpa.
Según estas tiernas mentes
Aquiles, arrogante y temido,
es víctima de un descuido materno.
¡Por Diós! ¿No los ven todos los días?
Cualquier madre digna del nombre
habría seguido más atentamente
las divinas instrucciones.
En vez de eso su único punto vulnerable
le trajo la fama; el tejido más endeble,
fatalmente expuesto,
lo llevó a la otra orilla.
Antígona
… y por la vida que indecorosamente has encerrado en una tumba…
(Sófocles)
In memoriam Jean McConville
La última vez que te vi, hija mía,
volvías del negocio;
apretaste las compras a tu pecho,
sin dejar caer nada,
y sólo te pusiste a correr cuando me metieron en el coche a la fuerza.
Los rumores se filtran por la calle como un gas venenoso, corrompiendo hasta a los muertos.
Mi memoria, enterrada viva,
araña tierra y piedras
con uñas que no dejan de crecer.
Viva y aún desoída,
tus peticiones siempre inoportunas
a los oídos de peces gordos. Muy joven
conociste el silencio de la tumba,
buscando indicaciones.
Y mis huesos iluminan la oscura tierra
como una constelación premonitoria
que no saben leer ni yo ni mis hijos.
Antígona, habla ahora,
destaca tu voz
de la manida moraleja del coro.
Sabemos el precio que pagamos.
¿Puedes decirnos qué es lo que hemos comprado?
Lorna Shaughnessy Nació en Belfast, Irlanda del Norte, el 30 de enero de 1961. Es poeta, traductora, investigadora y profesora de lengua española en la Universidad Nacional de Irlanda, en Galway. Ha publicado los libros de poemas Torching The Brown River, 2009, The Witness Tree, 2011, Lark Water (2021) con Salmon Poetry, y el libro de bolsillo, Song of the Forgotten Shulamite (2005) with Lapwing Press. . Estudiosa de la Generación del 27, ha publicado traducciones de poetas mexicanos contemporáneos y dos traducciones de poesía, Mother Tongue: Selected Poems by Pura López Colomé y If We Have Lost our Oldest Tales, de María Baranda (2006). Su traducción de The Disappearance of Snow de Manuel Rivas fue publicada en 2012. Sus títulos académicos incluyen una especialización en la filosofía poética de Pedro Salinas: A Study in Twentieth Century Poesía española - La Reconquista de la entereza del Hombre (Ceredigion, Reino Unido/ Nueva York, Edwin Mellen Press, 1995).
Publicado en agosto de 2013