English

Una breve síntesis de la poesía irlandesa contemporánea

Por: Jorge Fondebrider

PROMETEO
Revista Latinoamericana de Poesía
Número 93. Noviembre de 2012.


Especial para la Revista Prometeo

William Butler Yeats es el punto de partida. Él logró un extraordinario manejo de la lengua inglesa, instalando entre sus contemporáneos un rigor hasta entonces inédito en la poesía irlandesa. Por otra parte, desde sus propias y particulares circunstancias, planteó una versión un tanto estrafalaria de Irlanda y de lo que significaba ser un poeta irlandés. Aceptando esa nueva conciencia de la lengua, pero contra los puntos de vista de Yeats en materia nacional, se alzaron sistemáticamente las generaciones posteriores, por lo que, al menos hasta la década de 1950, la historia de la poesía irlandesa contemporánea puede leerse como la historia del esfuerzo continuo y vehemente para diferenciarse de Yeats. En vida de éste, sólo hubo seguidores. Entre ellos se menciona a AE (seudónimo de George Russell, 1867- 1935), cuyos Collected Poems se publicaron en 1926. Su obra de juventud combina –acaso por simpatía con la de Yeats– el misticismo teosófico con la mitología irlandesa, aunque más tarde se interesó en la política y el periodismo. Algo más jóvenes, Oliver St John Gogarty (1878-1957) y James Stephens (1882-1950) fueron, según Louis MacNeice, “interesantes poetas menores”. Padraic Colum (1881-1972) integra con los nombrados el grupo de “protegidos” de AE. El resto de los poetas de esa época es, para los críticos, relativamente prescindible.

Y aquí es donde entra James Joyce, escritor de clase media y de familia católica. Sobre él escribe el crítico Elmer Andrews: “Mientras Yeats y los renacentistas aspiraban a crear una tradición característicamente irlandesa, reprimiendo cualquier elemento que no se adaptase a su idea preconcebida de irlandesismo, Joyce dirigía su mirada a Flaubert, a los simbolistas franceses y a la cultura internacional. [...] Aspiraba a expresar la experiencia moderna de la discontinuidad y la diversidad, y al hacerlo abrió las compuertas a la filthy modern tide (‘asquerosa marea moderna’), tan temida por Yeats”. Por su parte, Declan Kiberd anota que Joyce, “Sabía por experiencia personal que ser moderno es experimentar constantemente la desintegración y la renovación, construyendo no obstante un hogar en ese desorden. Los irlandeses, durante el siglo XIX, se habían vuelto uno de los pueblos más desarraigados; despojados de su fe en el propio futuro, habiendo perdido su lengua nativa y abrumados por sensaciones de anomia e indiferencia, parecían sin rumbo y condenados. [...] Lo que había pasado en Irlanda era lo que había pasado en todo el mundo a finales del siglo XIX y comienzos del XX: los patrones de vida tradicionales habían sido gravemente alterados, pero en Irlanda sin las compensaciones materiales que en otras partes ayudaban a hacer más tolerable ese cambio, lagente sufría la más moderna de las aflicciones: un espíritu sin hogar”.

Así, Joyce mueve el eje de la Irlanda romántica al incorporar como esencia de su arte un mundo totalmente opuesto: una clase media católica y urbana que es, asimismo, una forma de entroncar con la tradición gaélica del siglo XVIII, centrada principalmente en los desposeídos. A su vez, la identificación con el catolicismo le abre horizonte a toda una generación de escritores, entre ellos Austin Clarke y Patrick Kavanagh. Sin embargo, la actitud religiosa de Joyce no es la actitud oficial y resignada, sino la del non serviam, como le explica Stephen Dedalus a Cranly: “No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y en arte tan libremente como pueda, usando las únicas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia”. El programa es simple y, a la vez, novedoso: “Debemos aceptar la vida como la vemos ante nuestros ojos –escribió Joyce–, y a los hombres y las mujeres como los vemos en el mundo real, y no como los captamos en el mundo de las hadas”. Por lo tanto, cualquier contexto es apto para el desarrollo del arte. La pobreza, la sordidez, etc., van a constituir un paisaje espiritual con dimensiones universales, algo que aplicaron los sucesores de Joyce, y no sólo aquellos que describen contextos urbanos, como Clarke o Kinsella. Patrick Kavanagh, el gran poeta de la Irlanda mísera y rural, se declararía heredero de la estrategia joyceana, incorporándola a su propia doctrina: el parroquianismo.

La vida de Austin Clarke transcurre entre el momento de esplendor y declive del Renacimiento Literario irlandés y el nacimiento y consolidación del Estado Libre de Irlanda. Como Joyce, era de origen católico y de clase media. Alumno del Belvedere College, de claras reminiscencias joyceanas, comezó allí a estudiar gaélico y se hizo entusiasta de la literatura irlandesa. Luego, en 1913, entró en University College Dublin, donde fue discípulo de Douglas Hyde, de George Singerson y de Thomas McDonagh (este último, ejecutado por su participación en la Insurrección de Pascua y al que Clarke sustituiría en su puesto) “Según McDonagh –señala Seamus Heaney–, logramos llegar a la nota diferencial de la poesía irlandesa, cuando los ritmos y asonancias de la poesía gaélica asoman a través de la textura del verso inglés. Y son muchos, en efecto, los poetas de este siglo, en especial Austin Clarke, que han empleado técnicas propias del gaélico en su música y su métrica”. En paulatina disidencia con el credo de Yeats, pero dispuesto a descubrir un verso auténticamente irlandés, Clarke vivió asfixiado por la atmósfera provinciana de Dublín y criticó duramente los dogmas católicos y las hipocresías del estado irlandés independiente. Usando como arma la sátira, recurrió con frecuencia a la cultura clásica, así como a la antigua literatura de su país, lo que le valió la desaprobación de los vanguardistas – Thomas McGreevy (1894-1967), Brian Coffey 1905-1995), Samuel Beckett (1906-1989), George Reavey (1907-1976), y Denis Devlin (1908- 1959)–, quienes también tuvieron a Joyce como su mentor. Estos poetas dieron abiertamente la espalda a las cuestiones de identidad planteadas por Yeats, así como a la búsqueda de la prosodia irlandesa promovida por Clarke, a quien Samuel Beckett satirizó duramente en su novela Murphy por medio del personaje de Austin Ticklepenny. Cada uno de los nombrados vivió la mayor parte de sus vidas fuera de Irlanda, participando del movimiento modernista que sacudió a Gran Bretaña y a Europa continental en las primeras décadas del siglo XX. Por lo tanto, al no estar dadas las condiciones en su país para la estética vanguardista, fueron mal leídos en su tiempo, con lo cual su descendencia poética fue menor y sólo reciente.

Pero volviendo a Clarke, su influencia –si se exceptúa el caso de John Montague– fue tardía en virtud de las circunstancias de la errática historia editorial de Irlanda: no publicó ningún libro de poemas entre 1938 y 1955, y sus Collected Poems sólo se publicaron en 1974, a pocas semanas de su muerte. Su obra, sin embargo, se lee hoy bajo una nueva luz. Los poetas Peter Fallon y Derek Mahon ven en ella “los eslabones en la cadena que conecta a Joyce con Kinsella”. El poeta y crítico Brendan Kennelly, por su parte, considera que Clarke “es prolífico, brillante, incisivo. A veces, su obra sufre porque sus temas son tópicos. Pero su voz es inconfundible; su individualidad, incuestionable”. John Montague, a su vez, lo juzga como el “primer poeta completamente irlandés en idioma inglés”.

Por distintas razones, las tres figuras capitales del período fueron Patrick Kavanagh (1904-1967), Louis MacNeice (1907-1963) y, por cuestiones de índole política, John Hewitt (1907-1987).

Patrick Kavanagh es poco menos que una institución nacional irlandesa, al punto que tiene su propia estatua de tamaño natural en el banco a orillas del Gran Canal de Dublín, donde solía sentarse a escribir sus versos. Este poeta, que en la nota introductoria a sus Collected Poems afirma desafiante que nunca fue muy tenido en cuenta por los críticos ingleses, es considerado por la mayoría de sus connacionales como uno de los mayores puntos de inflexión de la poesía irlandesa de este siglo. En palabras de Seamus Heaney, “Si, en el caso de Kavanagh , los paralelismos ingleses no son de gran utilidad, resulta casi igualmente difícil encontrarle una filiación irlandesa. Su lenguaje propio no posee ninguna de las cadencias de los poetas del Renacimiento irlandés. Su imaginación no ha estado dirigida a ‘endulzar los errores de Irlanda’, su oído no ha sido programado para restaurar en inglés la desaparecida música del verso irlandés. La ‘cuestión irlandesa’, mítica, histórica o literaria, no constituye una parte significativa de sus materiales. […] Lo que Kavanagh nos proporciona es algo nuevo, auténtico y liberador, porque, por primera vez desde la poesía en irlandés de Brian Merriman, a finales del siglo XVIII, y de las novelas de William Carleton en el XIX, encuentra su expresión una vida ruda y soterrada que subsisitió más allá de las intuiciones de los novelistas de clase media y de los poetas nacionalistas románticos, una vida totalmente despojada de elementos «populares» y pintorescos. Al expresar esa vida en The Great Hunger y en Tarry Flynn, Kavanagh tal vez forjó para la gran mayoría de sus compatriotas, no tanto un ideal, sino una conciencia, mezcló las creencias de la sensibilidad católica rural con el non serviam de su personalidad original y potenció las energías inhibidas de una subcultura hasta darles categoría de verdadera fuente cultural”.

Aunque admitió que Yeats era un gran poeta, Kavanagh –quien rechazaba cualquir objetivo nacional, cualquier creencia en Irlanda como ‘una entidad espiritual’– fue un duro crítico del “renacimiento irlandés” al que consideró un disparate y una mentira, llegando incluso a afirmar que el nacionalismo romántico de Synge y de Yeats era “una invención de cuño totalmente inglés”. Su obra es, cuanto menos, despareja porque en ella conviven poemas despojados de todo patetismo con textos abiertamente sensibleros, versos de extrema claridad con otros curiosamente tortuosos
que parecen estar puestos ahí apenas para justificar la rima. Los poetas posteriores lo saben, pero sin embargo reconocen en Kavanagh a un precursor de un discurso irlandés autónomo. En este sentido, no se preocupó por ser irlandés –inevitablemente lo era– y se limitó a escribir sobre un paisaje que conocía, despojándolo de toda otra consideración. Con él, la poesía irlandesa contemporánea ganó confianza en sí misma, apoyándose en la idea de la “parroquia”, término asimilable a cualquier comunidad –rural o urbana– que presente una homogeneidad social y cultural y posea una individualidad propia). La naturaleza paradójica de su influencia se sintetiza en proponerse carecer de propósitos: “Lo que Kavanagh legó –escribe Michael O’Loughlin– no fue tanto una ortodoxia cultural, como una actitud crítica contra toda ortodoxia. Mostró que era posible romper los términos de un discurso literario dado; y eso podía hacerse siendo fiel a la experiencia individual”.

En las antípodas de Kavanagh, Louis MacNeice gozó de la prédica internacional que, por las particulares circunstancias políticas y económicas irlandesas, sus otros colegas no tuvieron. Hijo de un ministro de la Iglesia de Irlanda, MacNeice nació en la ciudad de Belfast y, a los diez años, marchó a Inglaterra. Allí realizó sus estudios y, en la Universidad de Oxford, conoció a Stephen Spender y W.H. Auden, con quienes se lo suele identificar en una vaga generación británica de los años treinta. Como sus amigos, MacNeice defendió al bando republicano durante la Guerra Civil española y, si bien más tarde criticó a los marxistas que sólo consideraban a la poesía como mero instrumento de propaganda, sus simpatías se mantuvieron con la izquierda. Por muchos años trabajó para la BBC de Londres, al tiempo que se abocaba a tareas estrictamente literarias, que incluyeron la traducción de los clásicos griegos y la reflexión sobre la poesía. De fino espíritu crítico, los puntos de vista de Mac- Neice –que consideraba al poeta como conciencia de la comunidad– pueden leerse en Modern Poetry (1938) y The Poetry of W.B. Yeats (1941). Respecto de este último, MacNeice llegó a afirmar que la Irlanda de Yeats “no era la misma que conocían las otras personas, sino una entidad destilada de esa Irlanda”.

Por lo dicho hasta aquí, podrá comprenderse que MacNeice fue un “irlandés de Londres”; de allí, en cierta forma, la melancolía, el pesimismo y el ensimismamiento –apuntado por los críticos– que recorre muchos de sus textos. Su condición de exiliado voluntario en alguna medida lo eximió de las frecuentes discusiones sobre la identidad nacional –debate del que, no obstante, no rehuyó, como se advierte en su magnífico poema “Valediction” –y lo ubicó en un curioso lugar dentro de la literatura irlandesa contemporánea. Su poesía, caracterizada por un singular equilibrio entre lo lírico y lo filosófico, alcanza algunos de los más altos picos de la poesía contemporánea en lengua inglesa. Después de su muerte fue adoptado como “progenitor”, por algunos de los nuevos poetas surgidos en Irlanda del Norte en los años sesenta; entre otros, Michael Longley, James Simmons, Derek Mahon y Paul Muldoon.

Como MacNeice, John Hewitt es hijo de una familia de colonos protestantes de Belfast, situación que le permitió no verse tentado por la Irlanda de Yeats. Por sus orígenes, tenía una idea propia del país, que reflejan sus poemas. De acuerdo con Seamus Heaney, “los poemas de John Hewitt se inspiran tanto en la lectura literaria de su tierra y de su cultura, como en los mensajes analfabetos que laten en sus venas mientras recorre nuestros campos. Unas veces contempla el mundo con la mirada analítica o profana de un hombre de izquierda, y otras con la mirada cariñosa y sensible de un ‘natural del Ulster de orígenes coloniales”.


Los principales representantes de la poesía norirlandesa son James Simmons (1933) –fundador de la revista The Honest Ulsterman–, Seamus Heaney (1939), Michael Longley (1939), Seamus Deane (1940) y Derek Mahon (1941). Unos años más tarde, se agregaron a esa lista Frank Ormsby (1947), Tom Paulin (1948), Ciaran Carson (1948), Medbh McGuckian (1950) y Paul Muldoon (1951), entre otros. Casi todos
los nombrados fueron rápidamente percibidos por los ingleses como “propios”, Sin embargo, como lo señala el propio Heaney en su ensayo Belfast (publicado en el violento 1972), la cuestión no es tan simple.

Por una cuestión de orden, corresponde hablar primero de The Group; vale decir, de una serie de poetas que, por distintas razones, a fines de los años cincuenta y principio de los años sesenta se reunieron alrededor de la figura del poeta y crítico Philip Hobsbaum, en el contexto de la Queen’s University de Belfast. Vamos entonces a recurrir al artículo de Heaney antes citado, donde se lee: “Mucha gente con inclinaciones de tipo literario se encontraba allí [en Belfast] aislada, pero entre todos no llegaban a formar un archipiélago. Puedo mencionar a Denis Tuohy, Don Carleton, David Farrell, Stewart Parker, Ian Hill, Seamus Deane, John Hamilton, yo y muchos otros, todos bisoños. No creo que la mayoría tuviese una idea cabal de la poesía contemporánea: lo más parecido que teníamos a la cosa en sí eran los discos de Dylan Thomas […] Para nosotros, la generación anterior eran nombres, pero no voces. Gorgon y Q, las revistas literarias de la universidad, eran revistas precarias, poco estimulantes, y sin un público o un grupo que las siguiese. […] Permanecíamos quietos, nos aferrábamos o caminábamos como sonámbulos entre conceptos de escritura atisbados en las clases de inglés o en la realidad viva de los escritores de nuestros lugares de origen a quienes no conocíamos, ni en persona, ni siquiera por sus libros. Los que se quedaron vieron cambiar la situación a mediados de los años sesenta y uno de los agentes más decisivos del cambio fue Philip Hobsbaum. Cuando Hobsbaum llegó a Belfast, hizo converger elementos dispares en una única acción. Emanaba energía, generosidad, fe en la comunidad, confianza en los estrechos de miras, los ineptos y los inéditos. Era impaciente, dogmático, implacablemente literario. Y sin embargo era paciente con aquellos en quienes confiaba, sensible de un modo difícil de predecir ante una gran variedad de poemas y personalidades, y tajante en su convicción de que la exasperación social y política de nuestro entorno no debía perturbar los ánimos del grupo. Stewart Parker leyó sus poemas y fue el primero –y el útimo– que se puso en pie para leer. Visto desde ahora, aquel rito de levantarse para enunciar, aquella forma inicial de ratificación de la voz, parece emblemático. Lo que ocurría todos los lunes por la noche en el piso de los Hobsbaum en Fitzwilliam Streeet, sirvió de algún modo para ratificar en la actividad de escribir a todos los que participamos. Es posible que no todos necesitasen de esa ratificación –Michael Longley y James Simmons, por ejemplo, ya habían andado lo suyo antes de aterrizar allí–, pero, al fin y al cabo, todos formamos parte de aquello. Lo que Hobsbaum logró, tanto si gusta como si no, fue que una generación se forjase una idea de sí misma, y eso en dos sentidos: permitió que nos aceptásemos unos a otros dentro del grupo, que pasásemos de los comentarios críticos a una amistad creadora adaptada a nuestro propio ritmo, y permitió que un grupo reducido de público pensase en nosotros y nos llamase El Grupo, es decir, un fenómeno único e incluso singular. […] Hoy es fácil mostrarse un poco harto por todo aquello, porque ahora, naturalmente, es cuando en verdad somos estrechos de miras. Entonces sólo éramos pusilánimes provincianos. Hobsbaum contribuyó muchísimo a esta decisiva transformación”.

Como señala la crítica española Inés Praga Terente, no todas las opiniones concuerdan con la de Heaney. Ella cita “Poetry in Northen Ireland”, un artículo de Derek Mahon, donde se lee: “El seminario de Hobsbaum fue probablemente donde se cristalizó por primera vez el sentido de una nueva poesía del Norte. La gente pensaba ‘aquí tenemos a todo un personaje que viene de Londres, con un nombre unas amistades que han salido en los principales periódicos y nos toma a nosotros en serio’. Sin duda contribuyó a avivar las posibilidades poéticas de este ‘sobaco de Europa’ ”.

Tenemos, entonces, la presencia de Hobsbaum como figura alrededor de la cual se reuniría un grupo de jóvenes estudiantes universitarios que, entre otras cosas, descubrirían gracias a su maestro la existencia de lo que en su momento se llamó The Movement, un grupo de poetas británicos contemporáneos que postulaban la vuelta a la métrica tradicional, la elegancia en la dicción y la inspiración en la experiencia cotidiana. A ello vamos a sumar que en 1966 y en 1967 se publicaron los Collected Poems de Hewitt y de MacNeice, respectivamente. Por último, este cuadro de situación se completaría con el conocimiento de la tradición anglo-irlandesa adquirido por Derek Mahon y Michael Longley, quienes habían estudiado en el
Trinity College de Dublín, trayendo a su vuelta a Belfast las novedades.

Todo este desarrollo va a ser cruzado por una circunstancia externa, que teñiría toda la poesía norirlandesa del período, llegando incluso hasta nuestros días: la violencia. Volvemos entonces a la historia. Cada escritor norirlandés tiene algo que decir en relación con lo que le pasó a su obra cuando ésta se vio en la situación de incluir la realidad de su región. Michael Longley, por ejemplo, señaló que “en los años 60 y 70 a los escritores del Norte se nos acusaba de explotación si escribíamos sobre los disturbios y de evasión si no lo hacíamos. […] El poeta sería inhumano si no respondiera a los trágicos acontecimientos que se producen en su comunidad, pero también sería un mal artista si no apoya su respuesta con imaginación”.

Lo cierto para Irlanda del Norte es que allí, quizás más que en la República, la poesía asumió un fuerte contenido político, llevando a un debate que todavía continúa. A partir de esta circunstancia, algunos separan la poesía del Ulster de la del resto de Irlanda, considerándola como una entidad independiente. El poeta y crítico Frank Ormsby, que sostiene esta posición, establece incluso una clasificación temática de la poesía en función de los problemas políticos. De acuerdo con Inés Praga Terente, “Una primera sección comprendería los orígenes de los disturbios, con especial atención a la perspectiva histórica y la interacción del pasado-presente; la segunda cubre el período que va desde la segregación de Irlanda del Norte en 1921 hasta las revueltas de 1968; la tercera aborda la parte más cruda y violenta de los disturbios: muertes, huelgas, confinamientos, etc, en tanto que en la cuarta se aborda el papel del artista en tiempos de violencia: sus responsabilidades y sus limitaciones. Las relaciones entre Irlanda del Norte e Inglaterra serán la base de los poemas agrupados en la quinta sección para, finalmente en la sexta, glosar la relación ‘odi atque amo’ con Irlanda (tan vivamente ejemplificada por MacNeice) en una pluralidad de autores”.

De acuerdo con esta clasificación, se comprenderá que los disturbios van más allá de la mera violencia política y engloban asimismo un entramado de relaciones internas y externas de las que Seamus Heaney se ocupó en su artículo “Place and Displacement: Reflections on Some Recent Poetry from Northern Ireland”: “Los poetas de Irlanda del Norte tienen tendencia a estar en dos sitios a la vez, a acomodar simultáneamente dos condiciones opuestas de verdad. Viven en un sitio escindido entre sensación de pertenencia a otros sitios. En el Ulster todo el mundo vive primeramente de la realidad presente y después en uno u otro Ulster de la imaginación… Esto y la complejidad de las condiciones actuales, pueden explicar el gran número de poemas en los que el escritor de Irlanda del Norte enfoca el mundo desde una gran distancia espacial o temporal”.

Mientras todas esas cosas pasaban en el Norte, la República también tenía cosas que decir. “La historia de la poesía irlandesa después de los años cincuenta –escribe Declan Kiberd– es el relato de cómo una nueva generación de hombres y mujeres buscó otra vez –tal como Yeats había hecho a principios de siglo– liberar a Irlanda de su provincianismo mediante una crítica minuciosa y una actitud europea”. Es el momento de la aparición de autores como Anthony Cronin (1925), Richard Murphy (1927), Pearse Hutchinson (1927) y, fundamentalmente, Thomas Kinsella (1928) y John Montague (1929). Todos ellos comenzaron a asumir la escritura como una carrera profesional, recibiendo el apoyo de becas gubernamentales y premios que fueron el resultado de una creciente institucionalización de la poesía. Sus textos – que comenzaron a ser publicados en Irlanda por la pionera Dolmen Press, fundada por Liam Miller en 1951, para revertir la tendencia de publicación en Londres– reflejan el final del aislamiento republicano durante los años de la guerra, así como las experiencias vividas en el extranjero por los autores que, de ese modo, recuperaron una nueva dimensión para la poesía irlandesa. A los mencionados deben sumarse los nombres de Brendan Kennelly (1936), Michael Hartnett (1941-1999), Eiléan Ní Chuilleanáin (1942), Eavan Boland (1944) y Paul Durcan (1944).

Si bien para muchos de los autores más jóvenes los problemas antes referidos acaso se presentan en sordina –porque, para su fortuna, el mundo ahora es más amplio o, si se quiere, más pequeño–, la cuestión no termina de resolverse. Aunque ya no sufren la censura que padecieron sus mayores, aunque la emigración ya no es la única alternativa y el bilingüismo dejó de ser una circunstancia traumática, todos padecen, en mayor o menor grado, las consecuencias de vivir en una tierra escindida de sí misma que se reclama alternativamente de dos tradiciones y que presenta variantes respectivas en el norte y el sur.

En términos literarios, las actitudes asumidas para enfrentar esta realidad son muchas. En algunos casos, la paulatina conquista de un territorio personal, sin que en ello intervengan de manera exacerbada los sentimientos nacionales, sino más bien la introspección (cfr. Paula Meehan y Moya Cannon, por ejemplo). En otros, hay quien prefiere tomar distancia. En este sentido, las instituciones universitarias norteamericanas e inglesas han servido para dar sustento económico y, en no pocas oportunidades, refugio intelectual a los poetas irlandeses. Otros poetas (cfr. Harry Clifton, Michael O’Loughlin, Peter Sirr), confrontándose con la realidad de la Europa continental, lograron considerar los problemas nacionales bajo una luz más universal, relativizando de ese modo lo que en la propia tierra se vive como absoluto.

Sea cual sea la alternativa, Irlanda puede ser percibida a través de su poesía como un país en el que conviven, a veces en manifiesta tensión, identidades culturales diferentes que mantienen, sin embargo, una serie de rasgos distintivos presentes en la gran mayoría de sus poetas: carencia de abstracciones; rechazo de las experiencias lingüísticas propiciadas –entre otras– por las poesías concretas, sonoras y “de la lengua”; alternancia de lo épico con lo lírico; frecuente proyección del pasado hacia el presente, y referencia a gentes, tiempos y lugares muy concretos. Comparada con otras poesías contemporáneas de Occidente, la de Irlanda ha privilegiado históricamente la claridad expositiva sin que por ello se haya banalizado. Convirtiendo la tensión dramática que encierra la cuestión de la identidad en un objetivo estético en sí mismo –y, por ello, universal– o abordando tópicos propios de toda poesía en cualquier época y lugar, Irlanda encuentra a través de sus poetas una voz perfectamente afianzada que la representa y la identifica de manera inequívoca y singular.

En la suma de esas características, creemos, reside acaso su atractivo y calidad.

Jorge Fondebrider nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, en 1956. Poeta, ensayista, traductor y periodista cultural, fue secretario de redacción de la revista Diario de Poesía. En 2009, junto con Julia Benseñor, creó el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires. Libros de poesía: Elegías (1983), Imperio de la luna (1987), Standards ( 1993) y Los últimos tres años (2007).

Publicado en noviembre de 2012

Última actualización: 01/04/2020