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Ilya Kaminsky, Rusia-EE.UU.

23º Festival Internacional de Poesía de Medellín
Fotografía de Sara Marín

Traductor: G. A. Chaves

PROMETEO
Revista Latinoamericana de Poesía
Número 94-95. Julio de 2013.


Ilya Kaminsky en el 23° Festival Internacional de Poesía de Medellín

 

                    De Dancing In Odessa

 

Elogio de la risa

Donde los días se doblan o enderezan
en una ciudad que no pertenece a nación alguna
sino a todas las naciones del viento,

ella hablaba el lenguaje de los álamos—
sus orejas temblaban mientras hablaba, mi tía Rosa
componía odas a las barberías, a las farmacias.

Su alma caminaba en dos pies, el alma o no alma, la mesada
de un niño,
le encantaban los músicos callejeros y sabía
que mi abuelo componía charlas sobre la oferta

y la demanda de nubes en nuestro país:
el Estado lo declaró enemigo del pueblo.
Él corrió tras un tren con tomates en su abrigo

y bailó desnudo en la mesa frente a nuestra casa—
fue baleado, y mi abuela fue violada
por el fiscal, quien le hundió un lapicero en su vagina,

el mismo lapicero con el que firmaba condenas de hasta veinte años.
Pero en la historia secreta de la ira—el silencio de un hombre
vive en los cuerpos de otros
—mientras bailamos para no caernos,

en medio del doctor y del fiscal:
mi familia, la gente de Odessa,
mujeres con pechos enormes, viejos inocentes y mimados,

todas nuestras palabras, puñados de plumas en llamas
que ascienden y ascienden con cada recuento.

 

Maestro

¿Qué es la memoria? lo que hace brillar un cuerpo:
un huerto de manzanas en Moldavia y la escuela es bombardeada—

cuando las escuelas son bombardeadas, la tristeza queda prohibida
—escribo esto ahora y siento el peso de mi cuerpo:

las niñas que gritan, 347 voces
en la historia de un doctor que las salva, sus manos atrapadas

bajo un muro, su nieta que muere cerca de donde él está—
ella susurra No quiero morir, he comido tales manzanas.

Él toca la boca de ella como un ciego que lee los labios
y grita: ¡Cállate! ¡Estoy cerca de la ventana, voy

a pedir ayuda! hablando,
no puede dejar de hablar, en la oscuridad:

de Brahms, de Chopin, les habla para calmarlas.
Un doctor, sí, cualquier ventana

enmarca su vida, afuera: los tomates crecían, las nubes pasaban y nosotros
vivimos una vez. Un doctor con un tatuaje de un papagayo en su brazo atrapado,

al ver que los pómulos de su nieta
ya no eran sus pómulos, con precisión quirúrgica

cose el sufriendo y la gracia:
pasan dos días, él grita

desde su ventana (no hay una ventana) cuando llega
el rescate, habla de Chopin, Chopin.
Le cortan las manos, las enfermeras dicen que él “está bien”
—en mi sueño: él, de pie, alimenta a las palomas, rodeado

de palomas, pájaros en su cabeza, en su hombro,
él grita ¡Ustedes no entienden nada!

Él respira hasta dormirse, la ciudad duerme,
no hay tal ciudad.

 

La tía Rosa

En uniforme de soldado, con zapatos de madera, ella bailaba
al inicio o al final de cada día, mi tía Rosa.
Su esposo salvó a una mujer embarazada

de una casa incendiada—él escuchó risas,
la pequeña artillería de cada día—en ese incendio
se quemó los genitales. Mi tía Rosa

se hizo cargo de hijos ajenos—se chasqueaba la lengua cuando ellos lloraban
y agosto bajaba las cortinas una tarde tras otra.
La vi, con tiza entre sus dedos,

escribiendo lecciones en un pizarrón vacío,
su mano se movía y el pizarrón seguía vacío.
Vivíamos en una ciudad a orillas del mar 

pero había otra ciudad en el fondo del mar
y sólo los niños del lugar creían en su existencia.
Ella les creía. Ella colgó el retrato

de su esposo en una pared de su apartamento. Cada mes
en una pared distinta. Ahora la veo con esa foto, un martillo
en la mano izquierda y un clavo en la boca.

De su boca, un olor a ajo silvestre—
ella viene hacia mí en piyamas
peleando conmigo y con ella misma.

Las tardes son mi evidencia, esta tarde
en la que ella hunde sus manos hasta los codos,
la tarde duerme en su hombro—su hombro redondeado

por el sueño.

El tango de mi madre

Veo sus ventanas abiertas en la lluvia, ropa lavada en las ventanas—
ella monta un poni en mi cumpleaños,
un poni blanco en el séptimo piso.

“¿Y dónde lo dejamos?” “¡En el balcón!”
el poni relincha en el balcón por siete semanas.
En el centro de mi vida: mi madre baila,

sí, aquí, como en la infancia, mi madre
me pide que describa las etapas de mi felicidad—
ella habla de sopas, que son su tema:

entre los regimientos de platillos y de paños,
se mueve tan rápido—se queda estática,
abriendo y cerrando puertas.

Pero, ¿qué era la felicidad? ¡Un poni en el balcón!
El pasado de mi madre, una capa que usaba en los hombros.
Yo dibujo un eje a través de la tarde

para verla, a sus sesenta, cortejando una lengua extranjera—
joven, no tan joven—mi madre
galopa sobre un poni en el séptimo piso.

Se convierte en una extraña y actúa como ella misma, 
abre lo que está cerrado, cierra lo que está abierto.



Turista americana

En una ciudad hecha de algas bailamos sobre el techo,
mis manos bajo los pechos de ella. Restándole
días a los días, les sumo los tobillos de esta mujer

a mis días de expiación, su labio inferior, los serios huesos de su cara.
Hacíamos el amor toda la tarde—
le contaba historias, con sus rituales de lluvia: la felicidad

es dinero, sí, pero es sólo las monedas más pequeñas.
Me pidió que rezara, que hiciéramos una reverencia
en dirección a Jerusalén. Nos inclinamos hacia la izquierda,

vi dos panaderías, una tienda de zapatos; el olor del heno,
el olor de caballos y del heno. Cuando Moisés
quebró las tablas de la ley en el Sinaí, los ricos

recogieron las piezas cinceladas con:
“adulterio” y “matarás” y “robarás”,
los pobres sólo obtuvieron los “No”, “No”, “No”.

La besé en la nuca, en un codo,
y esta mujer cuyo olvido es una trama contra el olvido,
bailó un vals desnuda en sus chanclos

y hasta su gato bailó con ella.
Ella dijo: “Todo lo musical que hay en nosotros es memoria”—
pero yo no sabía inglés, bailé

sentado, ella se irguió
y se dobló y se volvió a erguir, un temblor de música
un temblor en su mano.

 

Oración del autor


Si hablo por los muertos, debo dejar
este animal de mi cuerpo,

debo escribir el mismo poema una y otra vez,
porque una página vacía es la bandera blanca de su rendición.

Si hablo por ellos, debo caminar sobre el filo
de mí mismo, debo vivir como un ciego

que corre por los cuartos sin
tocar los muebles.

Sí, yo vivo. Puedo cruzar las calles preguntando “¿En qué año estamos?”
Puedo bailar mientras duermo y reírme

frente al espejo.
También el dormir es oración, Señor,

yo alabaré tu locura, y
en un idioma que no es mío, hablaré

de música que nos despierta, música
en la que nos movemos. Porque cualquier cosa que diga

es una especie de súplica, y yo debo alabar
los más oscuros días.

 

Bailando en Odessa

Vivimos al Norte del futuro, los días abrían
cartas firmadas por un niño, una frambuesa, una página de cielo.

Mi abuela arrojaba tomates
desde su balcón, ella tiraba de la imaginación como de un mantel
sobre mi cabeza. Yo pintaba el rostro de mi madre.
Ella entendía de soledad,
escondía a los muertos en la tierra como si fueran partisanos.

La noche nos desvistió (yo le tomé
el pulso) mi madre bailó, y llenó el pasado
con duraznos y cacerolas. Mi doctor se reía de esto, su nieta
tocó mi párpado—yo la besé
 
detrás de su rodilla. La ciudad tembló,
un barco fantasma se hacía a la mar.
Y mi compañero de escuela inventó veinte nombres para Judío.
Él era un ángel, no tenía nombre,
nos peleamos, sí. Mi padre peleó
en tractores contra los tanques alemanes, yo guardaba una maleta llena
con poemas de Brodsky. La ciudad tembló,
un barco fantasma se hacía a la mar.
De noche, me despertaba a susurrar: sí, vivimos.
Vivimos, sí, no digas que fue un sueño.

En la fábrica local, mi padre
tomó un puñado de nieve, lo puso en mi boca.
El sol dio inicio a su narración de rutina,
blanqueando sus cuerpos: madre, padre bailando, moviéndose
mientras la oscuridad hablaba a sus espaldas.
Era abril. El sol lavó los balcones, abril.

Yo recuento la historia que la luz graba
en mi mano: Pequeño libro, vete a la ciudad sin mí.

 

 

Música humana


             [Elegía por Osip Mandelstam]

[Un Orfeo moderno: lo enviaron al infierno, nunca regresó, mientras su viuda lo buscaba por una sexta parte de la superficie de la tierra, empuñando el sartén con las canciones de él enrolladas adentro, memorizándolas de noche en caso de que las Furias las encontraran y las requirieran con una orden judicial.]

              Mientras aún hay algo de luz en la página,
              él se escapa con su esposa bajo el abrigo de un desconocido.
              Y la tela huele a sudor;
              un perro los persigue
              lamiendo la tierra por donde ellos pasaron y descansaron.

              En la cocina, en una escalera, encima del baño,
              él le mostrará a ella el camino al silencio,
              dejarán la radio hablando sola.
              Al hacer el amor, apagan las luces
              pero el vecino tiene binoculares y los mira, 
              mientras el polvo se asienta sobre sus párpados.

              Es la década de 1930: Petersburgo es un barco congelado.
              Las catedrales, los cafés, en Perspectiva Nevski;
              se mudan mientras el Nuevo Estado 
              clava en ellos sus alfileres.

[En Crimea, él reunió a los ricos ‘liberales’ y les dijo sin vacilar: En el Día del Juicio, si les preguntan si entendieron al poeta Osip Mandelstam, digan que no. ¿Que si le dieron de comer?—Respondan que sí.]

              Estoy leyendo en voz alta el libro de mi vida en esta tierra
              y debo confesar, me encantaban las toronjas.
              En una cocina: salchichas; los hombres
              levantan sus copas y saborean el vodka.
              Aún niño y en camisa blanca, meto mi dedo
              en la dulzura. Mamá lava
              detrás de mis orejas. Y hablamos de todo
              lo que no se vuelve realidad,
              que es como decir: era agosto.
              ¡Agosto!, la luz furiosa en las calles. Agosto que
              llena las manos con un lenguaje que sabe a humo.
              Ahora, memoria, sirve un poco de cerveza,
              cubre con sal el borde de tu vaso; tú
              que me escribes, toma lo que quieras:
              una moneda de oro, mi lengua para que la pongas debajo de ella.


                            (Hermano menor de una nube,
                            él camina sin afeitarse en pantalones verde-oscuro.
                            En las catedrales: él se deja caer de rodillas, y reza ¡FELICIDAD!
                            Sobre el suelo, sus palabras son los esqueletos de pájaros muertos.

             
              He amado, sí. Me lavé las manos. Hablé
              de ser leales a la tierra. Ahora la muerte,
              un amante, cuenta mis dedos.

              Me escapo y me atrapan, escapo de nuevo
              y de nuevo me atrapan, escapo
              y me atrapan:
en esta canción
              el cantante es un muñeco de barro,

              la poesía es el ser—yo me resisto
              al ser. En otros lados:

              San Petersburgo se erige
              como una juventud perdida

              cuyas iglesias, barcos y guillotinas
              aceleran nuestras vidas.


[En el verano de 1924, Osip Mandelstam trajo a su joven esposa a San Petersburgo. Nadezhda era lo que los franceses llaman una laide mais charmante. ¿Excéntrico? Por supuesto que él lo era. Una vez arrojó por las escaleras a un estudiante que se quejaba de no haber sido publicado. Osip le gritaba: ¿Lo fue Safo? ¿Lo fue Jesucristo?]

              Poeta es una voz, digo yo, como Ícaro,
              que se susurra a sí mismo mientras cae.

              Sí, mi vida golpea la tierra del Norte 
              como una rama rota en el viento.
              Ahora escribo una historia de la nieve,
              la luz de la lámparas baña los barcos
              que navegan a través de la página.

              Pero ciertas tardes
              la República de los Salmos se abre
              y me atemoriza pensar que no he vivido o muerto lo suficiente
              para arañar este éxtasis en vocales, para oír
              chapoteos de un claro lenguaje bíblico.

              Leo a Platón, a Agustín, a la soledad de sus sílabas
              mientras Ícaro va cayendo.
              Y leo a Ajmátova, su peso suntuoso me amarra a la tierra,
              los árboles de nueces en una terraza respiran
              el aire seco, la luz del día.

*

              Sí, viví. El Estado me hizo colgar de los pies, vi
              a las hijas de San Petersburgo, los cisnes,
              aprendí la gramática del ordenamiento de las gaviotas
              y al fin me encontré a mí mismo
              allá por la calle Pushkin, mientras la memoria
              se sentaba en la esquina, borrándome con una esponja.

              Cometí errores, sí: en la cama
              comparé al gobierno
              con mi novia.
              ¡Al gobierno! La arrogante mano de un barbero
              afeita la piel.
              Todos nosotros bailamos alegres alrededor suyo.

[Se sentó en el borde de su silla y soñó en alta voz sobre buenas comidas. Él no componía sus poemas en su escritorio sino en las calles de San Petersburgo; a él le encantaba la imagen del gallo que rasga la noche bajo los muros de Acrópolis con su canción. Encerrado en la celda, él golpeaba la puerta: “Déjenme salir. Yo no estoy hecho para la cárcel.”]

              Una o dos veces en su vida, un hombre
              es descascarado como manzanas.

              Lo que queda es una voz
              que divide su ser

              por el medio.
              Vemos: obscenidad, miedo, barro

              pero hay el gozo de la forma,
              siempre hay
              más de un silencio.

*

              —entre aquí y Perspectiva Nevski
              los años, como pájaros, se extienden,—

              Ora por este hombre
              que vivió de pan y tomates

              mientras los perros recitaban su poesía
              en cada calle.

              Sí, cuenta “marzo”, “julio”
              téjelos juntos con un hilo—

              es hora, Señor,
              aprieta estas palabras contra tu silencio.

—la historia es contada por un hombre que escapa
y es capturado

entre la prosa de los atardeceres:
tras hacer el amor, él se sienta

en el piso de la cocina, los ojos muy abiertos,
habla del vacío del Señor.

en cuya imagen fuimos creados.
el está sin trabajo—entre los cubiertos

y la suciedad él besa a su esposa
en la nuca y el estómago de ella se aprieta.

Uno pensaría en un niño que
con su lengua deposita sílabas

en la piel de una mujer: esas son líneas
cosidas enteramente de silencio.

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Ilya Kaminsky (Rusia-EE.UU.). Fotografía: Festival de Poesía de MedellinIlya Kaminsky Nació en Odessa, antigua Unión Soviética, en 1977, actualmente Ucrania, y vive en Estados Unidos desde 1993. Autor del libro de poemas Dancing In Odessa, 2004, que ha ganado diversos reconocimientos importantes en Norteamérica. Al decir del poeta polaco Adam Zagajewski, “Danzando en Odessa nace bajo dos signos - Memoria y éxtasis. Ilya Kaminsky procede como un jardinero perfecto - él injerta los dones de la más reciente tradición literaria rusa en el árbol americano de la poesía y el olvido”. Sus poemas han sido traducidos a numerosas lenguas y sus libros han sido publicados en Holanda, Rusia, Francia y China, donde su poesía fue galardonada con el Premio Internacional de Poesía Yinchuan. Otros de sus libros de poesía: Traveling Musicians; Deaf Republic y Música Humana. A finales de los 90s, co-fundó Poetas por la Paz, organización que patrocina lecturas de poesía en Estados Unidos y en el extranjero con el objetivo de apoyar a organizaciones tales como Médicos sin Fronteras. Actualmente, es profesor de Inglés y Literatura Comparada en la Universidad Estatal de San Diego.

Publicado en agosto de 2013

Última actualización: 24/01/2022