Carolyn Forché
Nació en Detroit, Michigan, Estados Unidos, el 28 de abril de 1950. Es poeta, ensayista, periodista, editora, profesora universitaria, traductora y defensora de derechos humanos.
Es autora de los libros de poesía: Reuniendo las tribus, 1976 (Premio del Concurso de la Serie de Poetas Jóvenes de Yale); El país entre nosotros, 1981 (Premio Alice Fay di Castagnola de la Sociedad de Poetas de Estados Unidos); El ángel de la historia, 1984; Hora azul, 2003; y En la tardanza del mundo, 2020. Publicó también dos libros de memorias: El caballo en nuestro balcón, 2010, y Lo que han oído es cierto, 2019.
Ha traducido entre otros a Mahmoud Darwish, Georg Trakl y Claribel Alegría. Su obra se inscribe en lo que ella misma llama poesía testimonial, “el poema como rastro y evidencia”. Obtuvo el Premio James Laughlin de la Academia de Poetas Americanos, así como algunas becas de la Fundación Lannan, la Fundación Guggenheim y el Fondo Nacional de las Artes.
Esta es una muestra de sus poemas:
El último títere
Luz de luna golpea la choza del titiritero suavemente, la punta de un pincel
tocando cuero, luz cayendo al agua desde las alas de una garceta
como lágrimas sobre vidrio. Piedras empolvadas con ceniza. Golpea como si alguien estuviera ahí,
intentando despertarnos. Una campana repicando en una tumba de nube.
Estos escombros son la casa del titiritero, tomada por un viento repentino.
Una tormenta como el futuro, llena de cerdos, árboles, carros, y algo
que nadie debería querer ver. Fuegos en el fondo del mar. Clima quemado.
El aire que alguna vez fue sueva embalsamado en sal. Como si Dios lo hubiese dicho.
Matan a la serpiente, drenan su sangre en un vaso de licor
junto con su corazón aún latiente. No todo el mundo hace esto.
Lo bebes, y luego masticas y masticas el fuerte músculo de serpiente.
En otro lugar, se sirve la sangre de murciélagos sin el corazón.
Nadie sabe qué diferencia hace esto.
Las almas tienen su propio mundo. El cadáver su jaula de hueso.
Nada más que fuego todo lado que el fuego encuentra aire.
Ya no quedan cueros, este el último títere.
El titiritero lo alza a la luz y lo hace hablar
una lengua que nunca más ha de hablar, su sombra encontrando la sombra
sobre el muro de nadie más. Luego pone en su boca una última canción.
Las almas tienen su propio mundo. Son los descendientes de las nubes.
Llévate este títere a los Estados Unidos. Álzalo a la luz.
El farero
Una noche sin barcos. Sirenas gritando hacia nube amurallada, y tú
todavía vivo, atraído a la luz como si fuera un fuego preservado por monjes,
oscuridad alguna vez encostrada con estrellas, mas ahora oscura como la muerte mientras navegas hacia adentro.
A través de tojo silvestre y alga marina, a través de brezo y lana rasgada
corriste, halándome de la mano, para que viera esto una vez en mi vida:
el girar y girar de la luz, su rehilar, luz en busca de lo perdido,
ahí desde la era del fuego, era de velas y lámparas huecas de mecha,
aceite de ballena y mecha sólida, colza y manteca animal, keroseno y carburo,
los fuegos de señal encendidos en esta costa peligrosa desde la Torre de Hook.
Me dices, Quédate despierta, se como el artesano de lentes que murió con sus
pulmones llenos de vidrio, se el tejo en flor cuando las abejas enjambran, se
su catedral de ámbar, y hasta los fantasmas de los Cistercienses te serán amables.
En una cierta luz como después de la lluvia, en nubes perladas o el agua más allá,
agua vista o presentida, mar o lago, tu te solías detener y mirar hacia afuera
por largos ratos. También cuando luciérnagas se abrían y cerraban en los pinos,
y una estrella aparecía, nuestro único cielo. Tú me enseñaste a vivir así.
Que después de la muerte sería como fue antes de que naciéramos. Nada
qué temer. Nada más que felicidad tan insoportable como el miedo
del cual surge. Anda hacia la luz siempre, estate sin barcos.
El cruce
Sin importar qué tan claro estuviese o cuán mojados los campos, o si es que los caballos
del establo bajando la calle hubiesen roto su cerco y estuviesen pastando
cerca de nuestras ventanas como caballos en un sueño, Anna estaría allá, afuera
golpeando la tierra con su azadón dentado. Nunca me despertaba, aunque yo dormía
al lado de ella, como dormir cerca de una colina envuelta en seda de casa. Sus dientes flotaban
en agua sobre el velador donde tenía sus anteojos, esta mujer que
cruzó, siendo una niña de mi edad, por semanas en la cabina de un barco, bajando
su balde de suelo nocturno con una soga, luego, desde el balde enjuagado de mar, vertiendo
agua salada sobre sí misma en la cubierta inferior donde era permitido bañarse.
La sal atiesaba su pelo y quemaba sus ojos, pero estaba limpia.
No es como cuenta la gente, piskle—llamándome por el nombre de un pajarito que canta
demasiado. Si es que no había ganado, caballos, u ovejas para vender, llevarían
gente cuyo pasaje había sido pagado y cuya multa abonada. Nuestros papeles
estaban en orden, y teníamos el pasaje y la multa para abordar. Nos daban
agua potable, pero cortaban todo el agua durante la noche. Dos semanas del mecer
del barco y el hedor de los baldes, todos nosotros dormidos sobre tablas. ¡Tal subir y bajar, tal
cabeceo del barco! Pero en ciertas noches sobre cubierta, cogida de las barandas con todas sus fuerzas,
ella dijo que aró el mar como alguna vez había arado los campos, y hacia los surcos
de luz fueron las semillas, y las aguas de ala negra cayeron sobre ellas.