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Pedro Arturo Estrada

-2023-

Nació en Girardota, Colombia, en 1956. Ha publicado Poemas en blanco y negro (Editorial Universidad de Antioquia,1994); Fatum (Colección Autores Antioqueños 2000); Oscura edad y otros poemas (Universidad Nacional de Colombia, 2006); Suma del tiempo (Universidad Externado de Colombia, 2009); Des/historias, 2012; Poemas de Otra/parte, 2012; Locus Solus (Sílaba editores, 2013); Blanco y Negro, nueva selección de textos (NY, 2014); Monodia (NY, 2015); Canción tardía (Amazon, 2020) y Palabras de vuelta (Editorial Universidad de Antioquia, 2020). Recibió el Premio Nacional Ciro Mendía en 2004, el Premio Los Sueños de Luciano Pulgar en 2007, Beca de creación Alcaldía de Medellín, 2012 y de la Casa Silva, 2013. También ha participado en distintos festivales y encuentros de poesía en Colombia y E.U. Sus textos se recogen en algunas antologías nacionales y del exterior, con traducciones al inglés, rumano, portugués, árabe y francés, entre otros.

Esta es una muestra de sus poemas:

Miseria

Espuria promesa del reino
del país del mañana
cuando sólo teníamos ese trozo de pan
para el día siguiente

Cuando nos guarecíamos de la tormenta
bajo una piedra habitáculo de escorpiones

Cuando apenas podíamos copular en la sombra
avergonzados de nuestro deseo
de acunar esa pequeña llama
ese rescoldo de incendio en los ojos

Miseria de comprendernos mejor
cuanto menos palabras
cuanto menos sueños cumplíamos
cuanto más despojados

Miseria de no sabernos
de no querer saber

De no querer vivir
nada que estuviera
más allá de las manos.

Razones de una ausencia

Llovía mucho, pero no. Más bien se desleía el aire melancólicamente sobre las siete calles de la vida. ¿O era el zapato apretando la articulación, rechinando en la desesperanza? Quizá el olor anticipado del fracaso, la flojedad del músculo existencial. Tal vez la nada, esa perra que siempre nos olisquea el trasero o la amenaza silenciosa de los parques bajo la nube ácida. Pudo haber sido también el recuerdo de vuelta de los malos días, el presagio de un porvenir equívoco, la inmensidad menesterosa de esta ciudad extraña y sin luz suficiente, el bordoneo interior que sube desde las tripas y podría también sustituir las palabras en un momento inesperado. La rabiecita, el frío, el pálpito, la oscilación vertiginosa, la presión íntima de oscuros líquidos, el desasosiego, la tosecita tonta, el cansancio de todo. O las ganas de hacerse silla vacía, interrogante mudo, definitivo incumplimiento en un mundo de sombras y una más.

La rueda lenta que te muele

Esa quemadura, esa luz que cava y revienta silenciosa por dentro. Uñas rasgando desde el fondo, como si alguien estuviese asfixiándose en ti o
buscando salir de ti. Quizá el que eras hasta ayer, quizá el que serás mañana. Y es entonces afuera igual la náusea antes de escalar el vacío, aferrarte a la rueda lenta que te muele segundo por segundo, silenciosa, eficaz, mientras cierras los ojos e inclinas la espalda, ensordecido, perfectamente aleccionado en el terror.

Monólogo del frío

Es la estación donde todo se aprieta entre los ojos y las palabras crujen, congelándose. De este lado del aire algo se eriza, felino entre la niebla.
¿Recuerdas la muchacha que abrigó tu primera desnudez y aún sonríe en tus sueños? ¿Quién tomará hoy por ti el amor que pierdes mientras crees
besarla todavía? Cuando vuelves no encuentras ni la calle o la llave, ni la fuerza ni el ánimo para seguir despierto mientras siguen cayéndose los
pájaros, reventando en el hielo las ventanas, suicidándose en masa los delfines, sepultándose en niebla las torres y los barcos. Al final es la
antigua estación sin orillas de luz o de sonido, el vacío girando en tu cabeza, la fantasmal película de la que eres único espectador y único fantasma. Más el inútil como angustioso intento de abrir puertas al verano que sólo están en tu imaginación.

Locus Solus

I

Bienvenida, perfecta irrealidad,
dilución de la certeza en humos angélicos, espejismo,
claridad mutante hacia la tiniebla absoluta.
Bienvenida inconsistencia del tacto, visión dudosa
que nos salvas del dogma,
de creer que creemos.

Bienvenida, refracción íntima de la luz
en el núcleo seroso del cáncer que aniquila
la fe, el confiado vigor del músculo
y el impulso sensual.

Bienvenida, fatiga sabia
que creces y te adensas
tranquila en las arterias.

Amiga que das tiempo
después de todo al tiempo.

II

Ya que permites ir a ninguna parte y al centro
de la nebulosa donde sólo hay silencio.
Ya que dejas reinar en el sancta sanctorum del cuerpo
el vago sol de la náusea, ya que dejas morir sin ruido
ese animal voraz que dentellea bajo la piel: el amor
y todas sus crías deletéreas, ya que asfixias la rabia,
ya que pudres antes que alcancen a brillar
las peligrosas, ambiciosas ensoñaciones del cerebro,
ya que humillas la sangre con la mano invisible
que también agacha los jardines, ya que subes
por los dedos afianzando la música que perderá
los sentidos, ya que doblegas la primera mirada
que busca afuera la salida del laberinto, ya que
nada pueden, nada podemos ante ti,
contra ti,

no dejes libre entonces
ninguna fisura
ninguna herida olvidada

ningún pavor suelto.

Mientras Cioran enmudece

I

En las cimas de la desesperación
también el silencio,
la ebriedad del silencio.

En las cimas de la lucidez
también la alegría
de no ser nada.

En las cimas de la soledad
también la risa,
la máscara de la risa.

En las cimas del vacío
la rotundidad de un cuerpo,
el deseo.

En las cimas del deseo
también la rotundidad
de su vacío.

II

Después no hay más que el suave balbuceo,
escuchar y callar,
no agregar nada,
no concluir nada.

Hay un momento de cruce,
un tranquilo y frágil instante de vencimiento íntimo.
Admisión de lo otro.
Dimisión serena del yo
bajo el sol frío de noviembre.

Hay una ocultación,
un apagamiento dulce
que nos salva (o nos pierde)

—al fin.