Edwin Madrid
Nació en Quito, Ecuador, el 8 de noviembre de 1961. Poeta, editor, profesor de escritura creativa, licenciado en literatura Universidad de las Artes. Creó y dirigió por más de 20 años el Taller de Escritura Creativa de la Casa de la Cultura para la formación de nuevos escritores. Dirige la editorial Ediciones de la Línea Imaginaria www.edicionesdelalineaimaginaria.com. Publicó más de doce libros de poesía. Entre los reconocimientos recibidos se destacan el Premio Casa de América de Poesía Americana (2004) y el Premio Artes Literarias del Ministerio de Cultura de Ecuador, 2013.
Ha publicado más de doce libros de poesía, entre ellos: Todos los Madrid, el otro Madrid (España, Pre-Textos, 2016), Pavo muerto para el amor (Argentina, 2012), Mordiendo el frío y otros poemas (Cuba, 2009), La búsqueda incesante (México, 2006), Lactitud cero° (Colombia, 2005), Mordiendo el frío (España, 2004), Puertas abiertas (Líbano, 2002), Open Doors (U.S.A., 2000), Tentación del otro (Quito, 1995), Caballos e iguanas (Quito, 1993), Celebriedad (Quito, 1990) y ¡Oh! Muerte de pequeños senos de oro (Quito, 1987).Ha editado la Obra poética completa, español/inglés de Jorge Carrera Andrade (2003), y la Antología de poesía del Siglo XX en Ecuador (Madrid, Visor, 2007).
Esta es una muestra de sus poemas:
Noviembre, en algún lugar
Tocan la puerta.
—¿Quién es? –pregunto.
—Soy yo –respondo.
Abro y me veo diferente.
—Tanto tiempo –digo–, me alegra
que sigas escribiendo.
—Ya no son poemas encendidos.
—No importa –dice–. Ahora tienes
la vida corriendo en tus poemas.
—Mi vida no es poética –contradigo.
Me brillan los ojos, el mismo brillo
de hace treinta años.
—Eres un muchacho hermoso –dice.
—Soy un viejo comemierda –dice–. Solo
tengo el relámpago de lo que fue mi vida.
Cámara lenta dejándome el goce de
la música.
—Hablas como un viejo –digo.
—Acaso no lo soy –digo.
Es mi homenaje a la luz de las mujeres
que no tuve y que hoy te acompañan.
—No –dice–, si nunca se fueron de tu lado.
—Eso –digo–, ahora hablo con el ángel
que me cuida y me protege a cambio del oro
de mi corazón que entrego sin restricciones.
50 años no son muchos –dice-digo–,
abrazando al joven visitante.
AmoRoma
Juan entra en un bar y descubre a María,
vamos a Roma –le dice–. Antes
de que responda, saca de la manga
un frondoso ramo de rosas frescas. María
sonríe y amanece en su cama junto a Juan.
Cuando él sale del departamento
va pensando en que ella lo ama. Llega a su casa
y su casa no existe,
su mujer no existe, ni sus amigos ni sus padres.
Desesperado corre nuevamente al bar,
allí divisa a María, se acerca y le dice
–vamos amoR–. Ella extiende la mano y
le muestra el un lado y el otro, la cierra;
sopla tres veces sobre la mano cerrada y
al abrirla alegres mariposas
revolotean ante los ojos de Juan
mientras María desaparece.
Juan queda con un ramo
de rosas marchitas en el pecho y mariposas
amarillas danzando sobre su cabeza.
Roma, el amoR, María, las rosas, el bar,
su cabeza marchita con alegres mariposas,
su novia no existe, María está en el bar,
su padre amanece, nadie llega a casa,
corre cama de la manga la casa pensando
ramo de rosas cierra al uno y otro lado
amigos tres veces sopla sopla.
La encendida
Doblar el lomo. Ir contra el viento. Moverse de aquí
para allá. Y desde allá llegar aquí. Cocinar-lavar-planchar
será poco. Fregar pisos y el trasero de cinco mocosos. Meter
las manos en la vida. Pisar fuerte la vida. Moverse incluso
debajo del agua. Seguir, siempre seguir. Convertirse en ola,
en vendaval. Sudar, sudar mucho. Vida áspera, vida que no es,
pero no claudicar. Conseguir el pan, sacudirse las pulgas.
No ganarse la contemplación de nadie. Caminar al filo de
todo. Caer y levantarse. Ir de frente descubriendo sabores
ácidos y fragantes. Tomar un hombre, luego otro para
desecharlos cuando quisiera. Estar sola, vivir sola con
el bullicio de sus hijos. Darse la vuelta envuelta en las
aguas del mismo río y nunca tropezar con la misma piedra
dos veces. Esquivar las piedras del mundo sin trastrabillar
por la precariedad. Conocer hambre y alegría, reñida con
el circulante. Solo circular de sol a sol, máquina, irrumpiendo
el cielo nítido y la tierra árida para conseguir la vida. Seguir,
proseguir, perseguir, ningún desmayo, ningún arrepentimiento.
Seguir, seguir descubriendo las mil y una formas de mantenerse
a flote. Sobre el nivel del mar, jamás hundirse, subir con
los hijos como una orangután en defensa del tigre de la vida.
Llegar a la cima del Cotopaxi y abandonar el pueblo para
patear la ciudad, Quito, fría y sucia, pero suya, no la venció
ni hoy ni nunca y le puso hijos para que brinquen y pataleen
por sus entrañas, incendiando, rayando las montañas
hasta que se acostumbró o se acostumbraron al movimiento,
a la oscilación, un continuo en el tiempo.
Estar y no estar, pero siempre ser, ser combustión que
rebasa todo. Convertir el aire en poesía, dar de comer uno
por uno sin guardar nada hasta no tener dónde caerse muerta.
Mujer macho, mujer de cojones como tantas que nos han
enseñado a movernos, agitarnos, sacudirnos, reclamar, remover,
vibrar, hormiguear. Por todos los cielos: ¡indignarse!
Mi madre de paseo
Con la muerte de mi padre
fue como si, al mismo tiempo,
se hubiera apagado y encendido la luz
de la habitación donde me hallaba. Luego,
salí y continúe con mi vida. Pero, la noticia
de la muerte de mi madre,
fue un rayo en la cabeza
atravesándome las plantas de los pies
y esparciéndose por la tierra.
Me dejó mudo incontables segundos
con titilantes imágenes cruzándome con velocidad.
Nunca pude llevarla al mar,
verla por la playa,
las olas mojando sus pies,
detenida en la contemplación del océano
y el cabello alborotado en la brisa.
No realizamos ese paseo. Una linda
idea que vivió conmigo:
Beso del cielo con el agua.
Niño frente al horizonte con mano apretada
como si agarrara la mano de su madre.
Ella me envió al primer paseo escolar. Yo tenía 7 años.
Desde entonces, fui por mares del mundo. Nunca procuré
un tiempo y recorrer 10-12 horas hasta llegar al mar.
Tampoco es importante si lo conoció o no.
Es esta orfandad que me desparrama.
Imagen de la muerte
La muerte es una cabeza de toro
sangrante en el suelo mojado,
tan grande que ocupa toda mi imaginación.
Remuerdo mi lengua para no nombrarla,
la veo con los ojos virados
esperando su estocada final.