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Paura Rodríguez

-1973-

Nació en La Paz, Bolivia, en 1973. Es poeta, periodista y profesora universitaria. Autora de los poemarios Del árbol y la arcilla azul, 1988; Ritos de viaje, 2002 (Premio Nacional de Poesía convocado por el Gobierno Municipal de Sucre, 1999); Pez de piedra, 2007; Como monedas viejas sobre la tierra, 2012; Deshilvanando el misterio de la hierba, 2014; Instante claro, 2018; Pequeñas mudanzas, 2017, y Antología poética, 2020. Sus poemas han sido traducidos a 17 idiomas. Obtuvo el Premio Internacional César Vallejo de la Casa del Poeta Peruano en Londres, 2006. En 2013, la Unión Boliviana de Clubes del Libro premió su aporte literario con una Medalla al Mérito.

Esta es una muestra de sus poemas:

4

Tiempo dado que ejerce la frescura de un cuenco de agua.
Agua que se vacía sobre las manos:
tarea inacabada,
distante reflejo del pasado
en el que no fuimos
ni héroes ni testigos.
Un hueco
horadado
de tanto gotear
al cielo
se hunde
como velo gris
de humo.
El alma ciega
sabe cómo
abrir un candado,
palpa
el borde
de la vida,
teje los caminos a punta de huellas.

Pasmosa ensoñación

Lo frío de la nada no ahuyenta a las hormigas
que siguen alimentando el ritmo de su cueva
como el humus que vuelve la vida eterna
en un largo sueño vegetal.
Lo crudo en el olor de la arena,
no nos ahuyenta:
ese soberbio mar
ruge
erizado
y azul.
Pensar
es una tarea exorbitante:
una minucia del lenguaje que acontece despacio
y el tiempo
quizá
no existe
fuera
del cuerpo
que avanza en río.

Pensando en Anastasia

Hablo
de un tiempo
rebobinado como hilillo de araña entre los dedos.
La melodía nos llegaba al amanecer,
nos recordaba el agua que fluía eterna
en el pilón donde nadaban los patos,
mientras la muerte
paseaba
por el paladar de la abuela desconocida
que íbamos a ver.
El extravío había comenzado cuando olvidó su nombre
y guardó su dinero dentro de un libro de la biblioteca.
Ella,
que conjeturaba fantasmas
yo,
que los encontraba en las manchas de las goteras.
Ella,
que respiraba moscas por la boca.
Los goznes habían sucumbido
y la herrumbre alcanzó el cielo.
La búsqueda de algo perdido
(que no se sabía qué),
había hecho que toda la casa se vaciara al patio.
Corríamos por encima de las sábanas,
tratábamos
de salvar
nuestros pies.

8

El cielo
tiene
un aullido
de lobo,
nos lame
larga y anchamente
con ternura de vaca.
Nos doma
en tarde rosada
que casi sangra,
vacía de silencios.
Acontece
entonces el tiempo:
ralo,
escueto,
digamos que corroído por el uso.
Insurrecto
resbala entre los dedos:
es nada.

10

Quizá mordiste demasiadas veces la tristeza.
Te sangró la palabra.
Por el ojo de la ceguera
te manó el olvido.
Te salvaste.
Arropaste tus huesos.
Puliste tu alambique.
Con el corazón abierto,
latiste.
 

Pensando en Wilde

Presa
de un círculo
inacabado
pende de un hilo el silencio,
la palabra acaricia
frutos que los ojos apenas alcanzan a probar
y el ruiseñor de los cuentos
aún se desangra en canto
para no ver llover,
para no ver ennegrecerse la noche
consumida por estrellas
enmudecidas
hace un manojo
de años luz.