Jens Gärtner Gutiérrez
Nació en Santa Rosa de Cabal, Risaralda, el 19 de octubre de 1993. Artista plástico y estudiante de Filosofía. Reside en el Valle de Aburrá desde 2015 y tiene experiencia como docente escolar y en procesos editoriales como maquetación, corrección de estilo y traducción. Desde hace cerca de quince años ha compilado su producción poética, y actualmente está en busca de una editorial para publicarla. Forma parte del grupo de poetas elegidos mediante convocatoria, para participar en el 34° Festival Internacional de Poesía de Medellín.
Esta es una muestra de sus poemas:
Mi casa
Mi casa es un caracol quebrado.
La sala y la cocina y el pasillo y las puertas
se vuelven hebras.
El piso se ensucia, ¡se ensucia!
No sé cómo empezar
a aprender
a recorrerla
con la luz apagada.
Empezó siendo un refugio.
Hubo tanto amor
en esta cuadrícula,
en esta red,
que bastaba para amarlo todo.
Hubo amor, porque se hizo.
Ésa es la belleza secreta de este edificio:
hacer el amor es hacer la cama
y el techo,
que dos miran turnándose,
y las paredes,
que dejan de existir en el lapso pendular
en que ninguna coronilla las golpea.
Aprendí que la pelvis alza las paredes de una casa
con la cabeza
y con la fuerza de otra pelvis.
Hoy mi casa no enseña nada.
Yo te conozco
Sonríes
—te parece que infecciosamente—
como si por las grietas
no se filtrara
tu melancolía.
Enciendes una fogata
y cantas,
yo sé que invocando la lluvia.
Vas dando pasos firmes.
A ver cómo disimulas
que te desmoronas.
Ser un gato
Qué deliciosa libertad:
hago acrobacias entre los muebles.
Monstruoso,
se apodera de la casa nuevamente
el bramido de la nevera,
y se abren abismos,
pero yo no les temo,
ni a las consecuencias de mis caprichos.
Un vaso está bien puesto;
lo derribo.
Una lagartija controla las plagas, tira besos;
la mato.
Una mano me acaricia;
la abrazo, la lamo, la muerdo.
Tolero el futuro
porque lo aplazo
durmiendo,
durmiendo,
durmiendo…
Seguro que esta vida es infinita.
Había una marea
El tiempo se riega en las cumbres paralelas.
El latido se dobla contra un muro sol nuevo.
Había una marea.
En las arrugas de la corriente rielaba
un cielo.
No era el mismo.
El espejo no era gris,
era una nube,
era una copa,
era un arbusto
que bailaba
conspirando inseguridades.
Las palabras no eran palabras
eran campanas que tañían manos invisibles:
estarás solo
estarás solo
estarás nueve veces solo
luego no estarás.
Rasqué con las yemas sudorosas
púrpuras párpados gritones,
rosas mordaces,
ácidos cetrinos enjuagados.
Vibró hasta enderezarse
la calcomanía que se bronceaba
vanidosa para tapar un nombre.
Un ojo me sospechaba.
Un oído me sospechaba.
Una boca apretada me sospechaba
lista para dictar.
Incluso la inocencia sospechaba
este concierto de soledades.
Serame permitido escuchar este tarareo.
Recordaré el tono y el timbre
de esta voz que quién sabe
si me acompaña o la visito.
Tengo los brazos abiertos,
abiertos, abiertos,
incluso abiertos
—¿cuánto de mí se fugará?—,
y estoy listo para decir que sí.
La voz de Dios es una carcajada
ahogada y carrasposa.
La pitia
«Esto se llama guarecerse».
Así habló la pitia
cuando me dejó entrar
en su recámara.
«Esto
—se señaló el pecho—,
Alejandra».
Vio cosas que nadie más:
me vio a mí.
Como conozco los versos
antiguos,
le hice caso.
«Y esto
—me señaló con ojos
flamígeros y aviarios—
se llamará amor».