Diana Villa López
Se formó como Administradora de Empresas y posteriormente como Psicóloga. En 2014 realiza un intercambio académico con la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla. Finalmente, en enero de 2017 se radica en Madrid, donde se forma como Especialista en Clínica y Psicoterapia Psicoanalítica.
En Madrid publica su primer libro de poemas: Reguero de calcita (2017), Danzar en el abismo, BajAmar Editores (2018); La ilusión de los ahogados (2019); Palabras Primitivas (2020) y Amanece (2022 ). Sus cinco libros son un relato emocional de la forma en que la poeta vive, siente, percibe y se relaciona con el mundo y sus habitantes.
Hace parte d ela muestra poética La Generación del 22: una muestra de 10 mujeres poetas que se erige como una nueva corriente artística. En 2024 se radica nuevamente en Medellín, su lugar de origen y cofunda el pluricultural, plurinacional, y plurivivencial proyecto Madreletra. Actualmente imparte clases de psicología en la U. de A.
Esta es una muestra de sus poemas:
Si me vieras ahora
Si me vieras ahora,
alegre como un soplo de auroras invisibles,
prendida de un manzano,
jadeante hasta el alma,
con masas desoladas.
Buscándome las grietas detrás de la garganta.
Oscilante, trémula,
dormida en un jardín sin luz de putas muertas.
Jugando a ser poema, sibila de la nada,
de caprichos malsanos,
de historias inventadas.
Entreteniendo el tiempo con sobras del crepúsculo
mientras todo, hasta el cuerpo,
se baña en pesimismo.
Se escapa la mesura
y se me llena el día de solo pensamiento.
A veces de amargura, de enfado,
de locura.
Haciendo alocuciones que dirijo a mis pies,
lo único que existe por debajo de mí.
Con un cansancio pálido en las sienes
deshechas e inservibles como el papel mojado.
Revueltas en sí mismas.
El alma, desatada,
anda como una loca corriendo por la casa.
Me coso las arterias con hilos de ceniza.
Si me vieras ahora,
creyendo que eras tú mi alrededor entero,
estirando las manos para ver si te toco,
si te acierto,
si enciendes por fin la chimenea edificada en hielo.
Tratando con la luna y las sombras
de encontrarte.
Pero la verdad,
que es siempre aterradora,
se impone como se impone la madrugada a solas.
Se me volvió costumbre ser la melancolía
que busca su aposento.
Se me estaba olvidando
que tú ya estabas muerto.
La frente desnuda sobre el vidrio
Volvemos a ser nadie cada noche,
misteriosamente nadie.
Enmudecemos,
no hacemos otra cosa que enmudecer.
Las hormigas se ponen cascos para ir cada día a sus trabajos,
se protegen de la lluvia,
van en hilera por la autopista las hormigas.
Un algodón de azúcar se deshace con la lluvia y un niño se queda con ganas.
Migaja de pan.
El niño tiene envidia de las palomas.
Una brisa invisible nos golpea las vísceras.
Un pájaro perdió a su manada y nunca lo supo.
Nunca supo, tampoco, que era un pájaro.
Una hoja cayendo, caída.
Agua desbordada del vaso.
Hay silencio, sí,
pero tanto miedo.
De niña cultivé una tristeza que aún no aprende a irse.
Luego descubrí que el amor mataba el amor.
Vivimos y amamos hundidos en sarcófagos,
creemos que despertamos, pero seguimos inmóviles en la tumba
que hemos ganado con el sudor de la frente,
y a veces la vida nos asalta sin saberlo.
Ascendemos,
pero vamos condenados al fracaso.
Separamos la consciencia de las palabras para acudir al desastre.
Aspiramos al silencio, pero seguimos hablando.
No paramos de hablar, pero queremos el silencio
y los lagartos se nos mueren en la boca.
“Ahora que estoy muerto me parezco más a mí mismo”.
Pobre hombre muerto con su frente desnuda sobre el vidrio.
Avanza tic tac tic tac tic tac.
No deja de avanzar tic tac tic tac tic tac.
Y, aun así, pese a todo,
ponemos la frente otra vez sobre el vidrio
para volver misteriosamente
a ser nadie cada noche,
a empañarnos las córneas,
a llamar a los fantasmas que cuelgan de las paredes,
que nos miran desde las paredes.
Hay silencio, sí,
pero tanto miedo.
De que los relámpagos traspasen el techo,
o explote la olla atómica,
o se caiga el niño por la ventana,
o se rompa el vidrio -sobre el cual el hombre apoya su frente desnuda cada noche-
con un relámpago que traspasó el techo
y explotó la olla que expulsó al niño
por la ventana.
Nos regodeamos en la mentira.
Pasamos hablando sobre las avenidas como los caballos que relinchan
y creemos que hablamos, los muy ingenuos.
Creemos que al fin hemos dicho algo importante,
pero no paramos de relinchar, intrépidos, llenos de brío
y de un placer malogrado.
Nos casamos y tenemos tres hijos, para ser infelices por siempre.
Nos llenamos de futuros comunes, pero futuros vacíos.
Abandonamos erróneamente el subsuelo,
creemos que entendemos, pero no entendemos.
Mutilamos las palabras.
Mentimos.
No.
Nunca paramos de mentir.
Muerto de mí
Padre,
Muerto de mí.
Si hubieras hecho de tu angustia letra,
estaría tu genio todavía rondando por la casa.
Y serías hombre abierto,
caballero de cristal,
fragilidad emanando de la fuerza.
Padre mío,
Muerto de mí.
Todavía te metes en la almohada,
todavía reñimos mientras duermo.
Hay un recuerdo tuyo esclavo de las noches.
Si hubieras hecho de tu angustia un canto,
un horizonte, un viaje,
un signo de luz apenas.
Pero te empeñaste en ser veneno,
llanto, soledad,
lazo con nudo ciego.
Padre mío,
Muerto de mí.
Todavía te veo bailando por la casa
con tus pasos discontinuos.
¿Era tan negro el amor?
¿Pesa tanto el infortunio?
Si hubieras hecho de tu angustia algo distinto al dolor
sin camino de regreso.
Pero te empeñaste, sobre todo, en ya no ser.
En enamorarte de la nada.
Padre mío,
Muerto de mí.
¿Se te soltó el terror de entre las manos?
¿Caminaste descalzo por los vidrios?
¿Tomaste como ruta un laberinto sin salida,
un esconderse de la vida,
un ardor en el pecho sin punto de partida?
¿Estarás contemplando nuestro misterio ahora?
¿Serás rey en el cielo?
¿Verás condescendiente nuestros pecados todos?
O ya no serás nada.
Ni llanto,
ni tumulto,
ni aurora contemplada,
ni viento,
ni conjuro de tanta muerte.
Nada.
Padre mío,
Muerto de mí.
¿Sigues haciendo chistes sin sentido por las nubes?
¿Sigues haciendo reír con tu tristeza adentro?
O acaso son tus huellas esto de andar sin rumbo,
de ser mal desterrada,
de convocar la muerte,
la ausencia,
la estocada.
Padre mío,
Muerto de mí.
¿Volverás a ser un hombre entre tantos muertos?
Si hubieras hecho de tu angustia letra,
estarías como yo,
ni peor, ni mejor.
Solo buscando vida sin hallarla todavía.
Presa de los silencios, de la soledad,
de la angustia de mí.
Padre,
vida mía,
muerte de mí.
Te juro que te quiero todavía.
Plegaria en el silencio
Que cada transeúnte conozca sus cristales
y la fragilidad del ser en el que habita.
Que las calles desiertas se metan en mi casa.
Que todo se levante,
que resurja la vida.
Que todo siga el rumbo tranquilo de sus pasos
y yo me quede aquí, inmóvil, transparente,
siguiendo con las cosas que originan el caos.
Que tu sol no se apague.
Que la muerte se largue o venga enamorada.
Que sea impenetrable el azul de tus manos
y el espejismo encuentre su voz entre las alas.
¡Qué sombras,
qué temblores,
qué furias de insurrectos!
Que las cien mil granadas que explotan las mañanas
nos dejen su memoria y mueran para siempre.
Que tantas nubes negras salgan de la garganta
y el cielo se derrame y me acaricie el vientre.
Que pueda mi mirada acompañarte al fondo
y la esfinge sospeche de la exégesis vaga.
¡Qué trémula,
qué vértigo,
qué falta de decoro!
Que la alucinación se vuelva igual a instinto,
y el spleen se haga un hueco y endose a la tristeza.
Que si mi cicatriz se extiende al infinito
se devore este miedo del pozo y la tormenta.
Que las grietas se abran y ebulla la locura,
y se estremezca el ciego de tanta luz al centro.
¡Qué densa,
qué anhelante,
qué vibrante y serena!
Que sacuda mi muerte cada estupor que ostento.
Que mi luz extraviada se levante contigo
y oscile al fin tu cielo entre mis pensamientos.
Que me levante altiva debajo de la tierra.
Que estrangule mi muerte tanto dolor adentro
y al fin la lluvia caiga sobre esta tierra hambrienta.
Permanecemos fríos
Despreciamos a los hombres,
no buscamos lo que encontramos,
mas lo encontramos y nos seguimos ensuciando con el llanto.
No sabemos cómo,
pero las mismas piedras nos rompen las rodillas,
y hay una soledad con la que no podemos.
Franqueamos la tierra prohibida,
nos reventamos como las bestias
y caemos derrotados en la tierra para morder el polvo.
Estrangulamos criaturas inocentes con nuestras propias manos,
abandonamos a los que nacen de nuestras entrañas
para que mueran de hambre, o de sed, o de ausencia.
Abaleamos a los hombres,
a los trompetistas que son como hombres
en cuerpos de niños
y vendemos frágiles cuerpos niños a otros hombres
y los arrojamos a lo oscuro
para que sobrevivan.
Y castramos a los hombres,
los debilitamos, los envenenamos.
Quemamos mujeres en la hoguera
y las abandonamos de nuevo,
que no fue suficiente el primer abandono,
y las golpeamos,
ponemos ácido en sus rostros para desfigurarles la belleza
que nos hipnotiza.
Invadimos Shanghái con brutalidad,
sin un atisbo de piedad,
y dejamos que los otros mueran de inanición,
y quemamos los campos para traer el infierno a la tierra,
y convertimos en pantano a los anchos ríos,
y murmuramos luego cosas que no son ciertas,
y hablamos.
Nos quedamos encerrados en jaulas para que nos pongan
un pedazo de pan,
que no queremos volar, que tenemos miedo del hambre,
de volvernos mendigos incinerados por el fuego
que aniquila detrás de la ventana.
Y odiamos a los hombres,
los despreciamos, nos asqueamos.
Permanecemos fríos y abandonamos la carne
para deshojar los días
en la agonía del espíritu.
Pero también corremos,
corremos, respiramos,
parpadeamos ante los destellos de luz
que son alimento de lo que está en el centro como vibración,
como temblor, como anuncio.
Extrañamos la lluvia
y aleteamos como los colibríes
en busca de un rastro de Dios, mientras las crisálidas
engendran el azul.
Y caminamos entre tierras secas y quebradas
queriendo, como los ríos, serpentear el mundo
bajo arrecifes de coral.
Y sumergimos los pies en las aguas temblorosas
y hacemos oraciones a los astros
y subimos a las copas de los árboles donde cantan alondras
y ruiseñores
y hacemos peregrinaciones y caminamos, caminamos
hasta que los pies nos arden y nos duelen.
Y el camino nos transforma la mirada.
Y callamos.
Enmudecemos y dejamos que la luz hable
y que los pájaros canten
y lloramos sentados en la orilla
y estiramos las manos hacia los desprotegidos
y cantamos, cantamos, sollozamos.
Contenemos el aliento,
nos desmoronamos con el afligido
y escribimos,
escribimos para los muertos,
que para los vivos no podríamos.
Y enterramos a los muertos,
y ponemos flores en sus tumbas
y hacemos plegarias que nos salvan.
Y conservamos una fe que se había quebrado,
mas la conservamos
envuelta en su propio misterio.
Y callamos,
callamos ante un lenguaje asfixiado de sí mismo.
Y escribimos.
Escribíamos.