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Nataly Domicó

-1989-

Pertenece al pueblo Emberá Eyábida del Urabá antioqueño, una región ubicada en el noroccidente de Colombia. Tuvo que vivir el desplazamiento forzado cuando era recién nacida en la región de Mutatá, Antioquia. Es pedagoga e investigadora con experiencia política y comunitaria, y actualmente se desempeña como asesora del área social en el Cabildo Mayor Indígena de Chigorodó, Antioquia. También es la Coordinadora Nacional de la Red TICCA-Territorios de Vida-Colombia y Docente del programa de Licenciatura en Pedagogía de la Madre Tierra de la Universidad de Antioquia. Sus poemas han sido incluidos en diversas publicaciones, entre ellas, Recuerdo mi origen.

Esta es una muestra de sus poemas:

Los espíritus no mueren

I

El tiempo fue testigo de las tierras que recuperamos.
El fluir de la vida fue dando espacio para el renacer,
en ella la germinación de un ciclo fue despertando.
La selva nunca apagó sus colores,
en silencio observó las injusticias que vivimos como pueblos,
ella resguardó nuestra esperanza,
ella supo del retoño,
de los hijos por nacer,
de las sonrisas que volverían a despertarse,
de los caminos que faltaban por recorrer.

Ella avivó el verde de las plantas,
que nos curaron del miedo y el dolor.
Ella llenó de dulzura el néctar de las flores
para que el colibrí alimentara su vuelo
y nos recordara en su presencia
la memoria de los mártires.


II

La guerra apagó la mirada y silenció la palabra,
pero no pudo destruir las raíces.
Ellas aún están vivas, lentamente van tomando fuerza,
van alimentándose de los colores de la selva,
van urdiendo el día en el sonido de los pájaros,
que cantan la protección y los deseos de nuestros muertos.
Van floreciendo en la danza de las aguas,
que han limpiado el dolor y la tristeza de las ausencias.
La guerra nos marchitó el pasado y desvió el futuro,
pero olvidó que en este presente aún tejemos,
aún ofrendamos a nuestros espíritus que guardan la memoria.

Ellos no han muerto, ni morirán,
mientras sigamos amando ser hombres y
mujeres de la tierra.

Verdad sagrada

Nos contó la Iglesia que éramos paganos,
por escuchar los mensajes de la naturaleza.
Por honrar al dios sol, a la diosa luna,
a la diosa agua, al dios cosmos.
Por hablar con las plantas
y permitirles que sanaran nuestro cuerpo y alma.
Por reconocer que hay espíritu en todo y que somos espíritu.
Nos contó la escuela que la sabiduría de nuestros mayores no era válida,
pues carecía de la voz de la ciencia.
Nos contó el Estado que éramos salvajes
y que solo a través del desarraigo podíamos obtener la libertad.
Nos contó la guerra que no merecíamos tierra,
ni palabra, ni existencia.
Hoy descubrimos que todo fue una mentira heredada.
Hoy estamos recuperando nuestra verdad,
esa verdad que guardan las plantas sagradas,
que las mujeres tejen en sus canastos,
que se dibuja en la pintura de la jagua,
que se alimenta de plátano y maíz.
Esa verdad que camina en los pies descalzos de nuestras abuelas,
que se dibuja en la sonrisa de los recién nacidos,
que se purifica en los nacimientos de las aguas,
que emerge del sonido de la flauta,
que se aviva en el fuego
y se cultiva en la placenta sembrada en el fogón.
Esa verdad es la que queremos recuperar.

Soplo de la tierra

Basta de la muerte que nos quiere desaparecer
y del extermino que ronda por nuestros territorios.
Si hemos cuidado de la vida,
¿por qué nos arrebatan su prolongación?
Si hemos protegido a la madre tierra,
¿por qué envenenan sus suelos y encarcelan su abundancia?
Si la tierra es destruida, también nosotros lo seremos,
porque fuimos ombligados con sus animales,
su respiración nos dio el primer aliento de vida,
nuestra sangre se oxigenó con el fluido de sus aguas
y la fortaleza de nuestros pies fue forjada en sus suelos.
La guerra no solo lastima al hombre,
también a la Madre Tierra.
Nos duele su herida,
su destrucción,
su contaminación,
pues a ella debemos todo lo que somos y seremos.

Canto a la raíz

Llegaron hombres con el corazón envenenado,
con armas e insultos de despojo,
miradas cegadas de ambición,
manos manchadas de sangre,
exigiendo a la abuela Teresa Domicó
que abandonara su casa, sus animales, su vida.
Que dejara los colores de sus parumas enterrados en el olvido,
y las figuras de sus collares convertirse en ceniza.
Por fortuna la abuela no entendía español,
pero pudo percibir la amenaza de sus palabras
y la injusticia de sus presencias,
la ausencia de amor en sus miradas,
el odio clavado en sus gritos.
Ante la presión del instante y el semblante del miedo,
ella solo cerró sus ojos,
recordó la enseñanza de su abuela,
de su madre, de las mujeres emberá.

Una melodía suave y fuerte,
dulce y amarga,
melancólica y esperanzadora fue emergiendo de su voz,
entonando estas palabras:
Yo no me voy de esta tierra, yo voy a morir aquí,
aquí nací, la voz de nosotros los indígenas no se cae,
porque vivimos y cuidamos la tierra.

Canto, canto, canto nuestro origen.
Le canto al miedo, fortaleza.
Le canto al despojo, presencia.
Le canto a las armas, belleza.
Gracias a ella existe la comunidad de Guapá Alto,
y existimos nosotros por la ofrenda de su canto.

Jainepono, espíritu de las flores

Si pudiera desvanecerme en los remolinos del viento
de este invierno foráneo que llega a mis pies,
ser ese momento preciso de la noche deshojando los árboles,
caer rendida en la humedad de la tierra mojada.
Entre montes lejanos de la ciudad
encuentro las voces de los sitios sagrados.
Allí reposa la esencia del ser emberá
de la cual fui despojada por el desplazamiento.
Mis manos se unen a la raíz de los bejucos,
mis pies retornan al corazón de mi pueblo.
La partera soba mi vientre, vertiendo agua de flores sobre él.
El Jaibaná* sopla mi cabeza con el humo del tabaco,
recuerdo mi origen y en él soy libre.
Se teje el silencio perfecto para rehacerme a mí misma.
Con manos de partera me vuelvo a parir,
recordando en el primer grito la valentía de mis antepasados.
Nombrándome espíritu de las flores.
Nombrándome semilla.
Nombrándome justicia.

*Médico tradicional