Safia Elhillo
Es una poeta y spoken word sudanesa-estadounidense, nacida el 16 de diciembre de 1990. Ha vivido en Kenia, Tanzania, Egipto, Inglaterra y Suiza. En 2001 regresó a Estados Unidos, donde obtuvo una licenciatura y un máster en Escritura Creativa en The New School. Obtuvo la beca Wallace Stegner de la Universidad de Stanford, la beca Cave Canem, y las becas Ruth Lilly y Dorothy Sargent Rosenberg de la Poetry Foundation.
Autora de los poemarios: Los niños de enero, 2017 (Premio Sillerman al Primer Libro para Poetas Africanos, Premio al Libro Árabe Americano y Premio George Ellenbogen); y, Muchachas que nunca mueren, 2022; y de las novelas en verso El hogar no es un país, 2021 (nominada al Premio Nacional del Libro y Mención de Honor al Autor del Premio Coretta Scott King), y Fruta roja brillante, 2024. Obtuvo igualmente el Premio Internacional de Poesía Africana de la Universidad Brunel, 2015.
Apartes de su obra, traducidos a varios idiomas, han aparecido también en la Revista de Poesía Callaloo y en la serie Poem-a-day de la Academia America de Poetas, entre otros, y en antologías como Los poetas de BreakBeat: nueva poesía estadounidense en la era del hip-hop y en El libro Penguin de Literatura de la Migración.
Esta es una muestra de sus poemas:
Lago bass
Durante una semana caminamos
por una carretera sin pavimentar
hasta el lago, preparábamos comidas en la pesada
sartén de hierro, dormíamos en las tardes
y hablábamos con soltura, pies descalzos
apoyados contra los muebles
El año, aquel año, había sido especialmente
cruel. Enfermedad y guerra. Yo dormía
químicamente dentro del hospital
mientras caía mi primer país
y mi abuela dejaba atrás
libros y oro para huir hacia el desierto
el hogar se encoge en el espejo retrovisor
y luego no está
Antes de abrir mi cuerpo
el cirujano pregunta acerca de mi nombre
pronuncia correctamente la ح
la letra es efervescente en su garganta
Después de atravesar Egipto mi tío envía
una foto: mi abuela, su cabello sin teñir
por primera vez, un shock blanco
contra su rostro terso
sé que estoy siendo extraña con mis amigos
en estas vacaciones, desaparezco
por horas en el sueño, camino descalza
entre el traspatio y la casa
hago rodar limones por el piso
para que el bebé sonría y gatee hacia ellos
El séptimo día metimos las cosas en los carros
limpiamos la nevera con cloro
Cada día he esperado que otra cosa mala sucediera
al despertar en las mañanas, con el aliento contenido
Porque lograron salir con vida no se me permite
lamentar: el libro que dejé como una carpa sobre la mesita de noche
la oficina de mi abuelo amoblada
en nácar…
Cruzo la entrada por última vez, devuelvo
las llaves a la caja fuerte, encuentro el cuerpo
de un escorpión bocarriba contra la madera dura
tengo miedo de nombrar todo
lo que este año se ha llevado
por el susto de que habrá más
su cuerpo no seco aún por el tiempo
cola como un collar de cuentas y brillante en la luz
estudio su anatomía, su abdomen articulado
un órgano cuyo nombre aprendí es pulmón de libro
Orión y el escorpión enviado a matarlo
eternos vecinos ahora en el cielo nocturno
justo estuve allí, hace menos de once meses
durmiendo en el desierto, de vacaciones,
el calor oscuro con constelaciones, vetas gruesas
y franjas de estrellas visibles
Pirámides sobresalían de la arena como un montón
de dientes rotos. Al volverlo a contar no recuerdo mencionar
que también vivíamos, sólo que andábamos descalzos
que un bebé gateaba por aquellos pisos
Casi, no puedo dejar de decir, casi
Vivía mi familia, y aún no puedo parar de escribir
acerca de la casa, las ventanas rotas, los libros baleados
Prosoma, metasoma, pinzas, boca
Así desperdicio mi vivir
Una habitación azul que no está, un jardín que no está
de suculentas que no están, la tumba de mi abuelo
que no está. Los amigos que quedan,
dientes destellando en luz tenue,
los cubiertos de plata contra la vajilla
Tarso, manos, aguijón, patas. Pulmones
de libro, articulaciones oscuras, las pinzas casi negras.
Penitencia
Practicar la mirada. Mirar
a otro lado. En las primeras semanas
de la guerra, me forzaba a leer
cada boletín. Observaba cada
video sin importar la violencia,
la humareda. Guardaba las fotos
en mi teléfono, la céntrica
calle Huriyya desperdigada y rota,
como los estragos de una tempestad.
Y luego estos días. Mi mirada
debilitada por la perturbación. O quizá
Me acostumbré a esta separación
de mi vida en dos, algo de ella aquí
haciendo caber ajos en el prensador de ajos,
un amigo toca piano, compra
revistas en un puesto cercano.
El resto por allá, mis queridos
recién apátridas, apiñados en apartamentos en El Cairo.
Puedo pasar horas olvidando y
cuando aquello vuelve, me siento desollada por la vergüenza.
Cumplo mi penitencia al mirar. Una
y otra vez, un video de soldados
frente a la casa de mi familia.
Lo guardo en mi teléfono junto a las fotos
de la ensalada colorida de la cena
y la captura de pantalla de un poema que amaba. Escenas
de una reunión improvisada se tornan salón de artistas,
amigos fuman y cantan y leen,
cenan a domicilio en platos que no combinan.
Por horas olvidaba. Por horas reía
y cuando lloraba lo hacía solamente porque una canción
era hermosa. Por horas estuve aquí, en lugar
de allá. Y ahora de nuevo mi penitencia...
Orfeo
Moho crece del yogurt, cubriendo los bordes
en colores antiguos. Mi cuerpo es algo que he lucido
para otros. Incluso hace cinco años
no me reconocería hoy día, casada, grandes bolsas
en la nevera, con huesos de animal y mazorcas para caldo.
Estoy muy lejos de las ciudades de mi niñez, del concreto fresco
de sus escalones. El nuevo psicólogo quiere una lista de cumplidos
que me daría yo a mí misma en nombre de los que me aman,
y todo lo que se me ocurre es ingeniosa. Por un tiempo creí
estar enamorada de Orfeo, lo cual sólo significó que yo amaba,
lo que podría hacer si estuviera libre de lo que le sucedió a mi cuerpo.
Aquel hombre que nunca me tocaría, se mantuvo distante y sin peligro
por las barreras de la ficción. Por entonces yo creía que la obra me salvaría.
De nada me sirven ahora aquellos mitos griegos, sus muchachas muertas,
mujeres violadas por hombres y animales. Hoy la puerta está cerrada. Hoy
nadie está afuera. Calambre muscular a media vuelta en agua azul oscura.
Ahora bordo flores en colores tenues en mi nuevo país de flores,
torpes puntadas a través del esténcil de una orquídea que recuerda
mi boca más joven pegada a una flauta, incapaz de liberar el aliento.
Me había gustado que él era un músico, con dedos largos como la cebolla junca.
De niña yo dañaba mis suéteres, las mangas estiradas hasta
cubrir mis manos antes de tocar el pomo de alguna puerta o de agarrar monedas.
Adolescente, vaga, urgentemente sola. Blusas de algodón enrolladas
con sus bordes cortados. Ahora soy de dedos gruesos y práctica
como mi madre y mi abuela, olor a límpido regado en la baldosa.
Ya no es el pequeño y húmedo apartamento de L, la mancha violenta en los azulejos del baño,
un frasco de pintauñas carmesí, roto hace mucho, dejó
sus rayas como sangre. Su sala sucia donde dormí
noches sin fin, aunque mi propio apartamento estaba cerca y más limpio...
No puedo imaginar los poemas que suavizaron los corazones de los dioses,
los poemas que cambiaron algo.
Aquella noche, metal de la escalera de incendios contra mis piernas desnudas, acepté
mi primer cigarrillo y ella me permitió contar la historia completa
sin usar las palabras reales. La noche se enfrió y se acercó.
Del modo en que nada se siente realmente limpio
en verano. Y todo lo que sé de Eurídice
es que murió. Todo dato acerca de ella es acerca de él.
El tierno machismo de Tony Soprano
Lo conozco: tres botones desabrochados
por el pecho del baobab,
silenciosa humildad de la raya del cabello.
Lo observo sostener un rostro en su gran garra para besar una mejilla,
modales exactos de los primeros hombres que amé,
robustos y desolados como el ganado, mis tíos,
relojes enredando el vello espeso de sus brazos zurdos,
hermanos envejecidos y paternales en mis sitios vacíos.
Mi padre se fue y en aquella gran sala
vertieron, muchachos de hombros anchos, una buena racha
de ira en cada centro. Yo era una niña rica
en hombros a trepar, balanceándome de un brazo pesado a otro,
mi nombre un tierno retumbar en aquel coro
de bocas aprobatorias.
Regalos rompibles y brillantes en sus manos:
la ciencia de hadas de la cajita de música, el leve tintineo
de cada arete, pulseras estrechas y plateadas
como sus silenciosas esposas heridas.
Soy su muchacha inteligente y están orgullosos.
Lo observo, a mi tío que no es mío, trece años
después que el show dejara de transmitirse, y lo amo
como la niña que olvida al padre que renunció al trono.
Él sonríe como si yo lo deleitara. Mi amor justifica
todos sus crímenes.
Fingí no oír cómo hablaban
acerca de perras y cazafortunas,
de nuevas historias de muchachas heridas nombrando
sus heridas, el consenso de que ellas mentían,
que debían haberlo estado pidiendo…
He llegado a casa de la universidad e ingreso a
su aroma de ámbar de colonia y sudor viejo
—su olor a animal herido, todas sus tiernas misoginias—
por un beso rápido en mi coronilla
—Ahora sus novias tienen mi edad, más jóvenes ya—
y las noticias acerca del famoso depredador inundan ahora la pantalla
y cuando un tío cambia de canal y masculla algo acerca de una trampa
observo la inundación tomarse aquella habitación de padres fragmentados
donde los mantuve instalados por años.
Sus escombros incluyen las historias que guardé en silencio,
todo lo que me hicieron, que no se los diré.
Incluye cada palabra lanzada para nombrar a las mujeres
y cómo pensábamos todos que no se referían a mí.
Traducciones de Nelson Ríos